La Constitución actual posee unas 12.500 palabras. Un 60% fue producido en el siglo XIX y un 40% durante el siglo XX. Naturalmente, los pocos que participaron en el momento constituyente del siglo XIX están todos muertos. Ahora bien, el otro fragmento normativo, el 40% del contenido, solo pudo ser sufragado por personas que hoy tengan 40 o más años de edad. Quienes nacieron después del 24 de marzo de 1976, por ejemplo, no votaron la enmienda constitucional de 1994. Es decir, si tenemos en cuenta la conformación del padrón actual, menos de un 50% de los ciudadanos integrantes votó en 1994, dado que el padrón actual (compuesto por varones y mujeres de 16 a 70 años) está integrado en más de un 50% por personas que tienen entre 16 y 40 años de edad.

Ergo, un 60% del texto constitucional fue apoyado por personas que ya no están físicamente entre nosotros desde hace mucho tiempo. Alguien que haya participado, por ejemplo, en 1853, hoy tendría unos 200 años. El otro 40% por ciento de los enunciados constitucionales vigentes fue gestado por menos de la mitad de los ciudadanos que están entre nosotros; estrictamente: menos de la mitad de la composición del padrón electoral. Dicho en otras palabras, más del 50% de los ciudadanos argentinos no ha participado jamás en la producción normativa de la más alta estirpe, una Ley Mayor. Y un porcentaje semejante solo lo hizo sobre un 40% del total normativo, ya sea en 1994 o quizá en 1957.

Podría decirse que la cantidad de palabras que contiene la Constitución federal es un dato aritmético no tan relevante. Y lo que tiene importancia son los aportes de los  actores de la producción de su masa semántica. Por eso, entonces, la debilidad o ausencia de la ciudadanía en la producción da entidad a la cuestión del significado jurídico.

La Constitución es el libro laico o seglar de los ciudadanos de un pueblo. Toda generación de ciudadanos vivos tiene inmarcesible derecho a discutir la organización del poder, máxime cuando los modelos presidenciales, al ser modelos altamente centralizados, siempre operan y se confían en beneficio de los grupos más poderosos cobijados en su interior. De modo contrario, se cumpliría la profecía enunciada en 1762: “El hombre ha nacido libre, y sin embargo, vive en todas partes entre cadenas (J. J. Rousseau)”. En nuestro caso, se trata de la mayoría de los argentinos, porque esa mayoría del pueblo resulta objeto de exclusión por la vía de perversos mecanismos de construcción hegemónica ligados al departamento ejecutivo. Discutir el cambio de la convención o artificio apodado “institución presidencial”, de acuerdo a procesos previstos en la propia regla fundamento del orden actual, aumentaría la descentralización y la asociación libre de los ciudadanos. Se haría sucumbir la idea de que el Derecho Constitucional deje de ser un Derecho solamente de los poderosos y se convierta en un instrumento al servicio de altas cualidades de la naturaleza humana, por ejemplo, la solidaridad con los excluidos socialmente, a quienes se integra, y la consabida igualdad política de todos, que lo autorizan y ejercitan.

Pensar la institucionalidad significa hacerlo en términos de la comunidad política que integramos. Se la debe criticar y luchar, porque el universo constitucional requiere la eternidad, en cuyo seno la palabra motora es “conservar”. Así, nada tan fatal como aceptar que el orden instituido no ha sido ni será, porque “es”. Todo reposo, con una increíble reserva a favor de su inventor y beneficio para su único ejecutor. Visto así, el momento constituyente originario es como una red de pescadores: manipulada por quienes se adueñan de la empresa y que podrán violarla a su antojo, si lo desean. Aunque ciudadanos formales, nuestra participación jamás permitirá pescar dentro de la red, que, además, es casi imposible de reformar para darle una forma colegiada en su dirección ejecutiva.

Un nuevo contrato generacional demanda un debate abierto que institucionalice la idea de que la fortaleza de la participación nos hará felices; no por el solo hecho de que “… se había proclamado la República”, según nos relató G. Flaubert en 1869. No basta ser libres políticamente, si acaso hay completa sumisión al aparato productivo y se queda sojuzgado, además, a designios de centros de dominación globalizados, que exigen deudas en escándalo del desarrollo racional de los argentinos.

Si “Uno a uno, todos somos mortales. Juntos, somos eternos” (L.Apuleyo), la existencia individuada en cada uno de nosotros estimula que se piense, ahora, sobre las intenciones de transformar un texto constitucional, porque desde el origen del tiempo todo lo que nace perecerá del mundo físico. No hay Constitución en la eternidad; aquí, en nuestro mundo físico, sí, que debería configurarse y desarrollarse con la participación de cada uno de los ciudadanos del pueblo, la generación de los ciudadanos vivos. ¡Nuestra propia voz con semántica semejante!

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