El padrón electoral de la República Federativa de Brasil se integra con más de 145.000.000 de electores. Desde la perspectiva de la obligatoriedad del sufragio, la república presidencialista ordenada por la Constitución de 1988, es uno de los escenarios de “ciudadanía formal” más grandes del mundo. Esa sola referencia fundamenta la preocupación de la comunidad extranjera; en particular, la sudamericana.
Hace poco más de dos meses, la Cámara de Diputados, en el marco de un proceso irregular, “admitió la acusación” contra la presidente electa en 2014, Dilma Rousseff, por “crímenes de responsabilidad” que atentan contra la Constitución federal: básicamente, probidad en la administración y supuestas transgresiones a la ley presupuestaria.
Llama la atención la insuficiente configuración jurídica en las letras de la Constitución de 1988 sobre los “crímenes de responsabilidad”. La Constitución brasileña tiene más de 76.000 palabras; el líder del proceso gubernamental es el presidente y, sin embargo, solo se destinan 200 palabras para la configuración de los “crímenes de responsabilidad” (arts.85 a 87). Hay, por lo tanto, notable ausencia de rasgos eminentes en las letras de la Constitución de 1988, tipicidad constitucional que debería caracterizar a toda ley suprema.
Luego de la admisión de la acusación, el asunto se trasladó al Senado federal. Actualmente, allí, se desenvuelve la trama, cuyo resultado y acto final se conocerá, presumiblemente, en el mes de agosto de 2016.
En este caso, el presidente del Supremo Tribunal Federal, rige en la actuación privativa del Senado federal. La condenación solamente puede ser proferida por los votos de dos tercios del Senado federal. La sanción puede ser la “pérdida del cargo”, dato aislado y casi perdido en el texto y que cuesta integrar, dado que se inserta en el “parágrafo único” y final ¡del artículo 52!
La Constitución de 1988 fue reformada en 91 oportunidades entre su gestación originaria y 2016. Notablemente, el lector podría imaginar aquí, frente a tanta “vocación reformadora” mostrada durante más de 27 años, que se hubiese ampliado y detallado la frágil austeridad mostrada para la regulación de los “crímenes de responsabilidad”. No sucedió. Increíblemente, la cuestión procesal para encaminar la pérdida del cargo del presidente de la República se “integra” con una ley, la 1079, ¡del año 1950! Un verdadero complot contra el sentido común, mucho más jurídico que cualquiera de los sentidos de nuestra experiencia, porque una ley no debe superar a la Constitución. Tampoco una decisión del Poder Judicial ni de ningún otro poder constituido.
El artículo 86 de la Constitución dispone: “admitida la acusación”. Pues bien, ¿dónde consta la estricta legalidad en la acusación? ¿Meras enunciaciones sobre “pedaleadas fiscales”? Fernando Henrique Cardoso (1995-2003) y Lula (2003-2011), respectivamente, presidentes que antecedieron en el cargo, apelaron al mismo mecanismo por intermedio del cual hoy se imputa a Dilma. ¿Mecanismo inconstitucional para impedir políticas públicas?
La votación acusatoria en la Cámara de Diputados y sus protocolos, llenos de fundamentalismos obscenos, se encuentran totalmente reñidos con la libre deliberación democrática. Paralelamente, hay servicios de comunicación audiovisual que han apoyado un abuso en el Derecho Constitucional, porque el derecho de libertad de expresión no debe dar lugar al atentado contra las instituciones republicanas.
Un total de 54 millones de ciudadanos votaron a Dilma en 2014 para el período 2015-2019. Se necesitan 54 senadores para destituirla. Por de pronto, aquí, si sucediere, 54 sería superior a 54.000.000. En este caso, las leyes de la aritmética no rigen el proceso de gobierno. Rigen un proceso de caos fenomenal; un sitio en el que lo inferior tiene mayor validación que lo superior. Un sitio en el que la representación popular fue pulverizada. La razón, ausente, hasta nuevo aviso.
Brasil debe repensar, urgentemente, en este aspecto, su modelo gubernativo. No tiene sentido la elección directa ciudadana del presidente de la República versus la destitución por los representantes. Esta suerte de contragolpe congresal opera, en la práctica, en la forma de una revocatoria de mandatos, a espaldas de la voluntad ciudadana electoralmente expresada en comicios libres y auténticos. Se trataría de una propia contradicción en el seno mismo del texto constitucional. El ejercicio de los derechos constitucionales jamás debería dañar la regularidad del funcionamiento del Estado constitucional; si sucede existirá “abuso del Derecho Constitucional”.
Y, si persiste el abuso y se decidiese la pérdida del cargo de presidente de la República, alejado de la magia y la profecía, solamente quedaría parafrasear a geniales compositores de la cultura popular y decir: la regularidad constitucional brasileña quedará “cuesta abajo en su rodada”. Porque un ciudadano sería un elector, un efímero pasajero y no un verdadero constructor de un orden plural y estable.

 

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