La irrupción de la Revolución de Mayo marcó un antes y un después en la vida casi provinciana de la antigua colonia del Virreinato del Río de la Plata. Los procesos desencadenados a partir de Mayo de 1810 impactaron sobre lo público y lo privado con la fuerza propia de los entornos convulsionados: si en la colonia la vida privada había tendido a apartarse de lo público, a partir de la Revolución ambas esferas confluyeron en una politización creciente de la vida privada, signada desde entonces por los movimientos sociales propios de la nueva realidad. Al mismo tiempo la colonia ingresaba en una modalidad de sociedad comercial moderna: desmantelado el sistema comercial español, la región se volcaba a la economía atlántica entonces hegemonizada por Gran Bretaña.
La Revolución de Mayo había inaugurado un proyecto político basada en ideologemas ajenos a la sociedad colonial: uno de ellos era la postulación de derechos básicos que pertenecían naturalmente a las personas y que dieron por resultado una concepción republicada de la soberanía. De la convulsión revolucionaria nacía una nueva elite, tanto en Buenos Aires como en diversas provincias, que tendía a legitimarse en virtud de su compromiso con la causa revolucionaria y con sus valores. En estrecha relación con esta problemática, las prácticas de sociabilidad y los principios sobre los que se asentaban fueron adquiriendo una creciente importancia para las elites de Buenos Aires y otras ciudades del antiguo Virreinato.
La transformación puesta en marcha a partir del movimiento contra España y su monarquía alcanzó en primer término las modalidades de “lo público”. Hasta entonces el ámbito de sociabilidad por excelencia de la elite rioplatense había sido el espacio interior del propio hogar, antes y después de la Revolución. Comerciantes, hombres públicos, hacendados o meros publicistas, los “vecinos” estaban inmersos en una red de relaciones familiares que los ponía en relación con una multitud de otras personas. Raramente llegaban a experimentar la soledad: en los principales hogares se conservaba la costumbre de mantener parientes pobres y agregados bajo el mismo techo de la familia nuclear. Sin embargo y a pesar de la muchedumbre –en algunas casas llegaban a vivir cincuenta personas- el hogar se consideraba un espacio sagrado que urgía mantener al resguardo de los peligros del mundo exterior.
También en las casas transcurría una porción importante de la vida social de la época.
Durante la última etapa del Virreinato se había comenzado a difundir la moda francesa de los “salones”, traducida aquí en las más sencillas “tertulias”. Alrededor de 1816, un viajero las pintaba de la siguiente manera: “La sociedad en general de Buenos Aires es agradable: después de ser presentado en forma a una familia, se considera completamente dentro de la etiqueta visitar a la hora que uno crea más conveniente, siendo siempre bien recibido; la noche u hora de tertulia, sin embargo, es la más acostumbrada. Estas tertulias son muy deliciosas y desprovistas de toda ceremonia, lo que constituye parte de su encanto. A la noche la familia se congrega en la sala llena de visitantes, especialmente si la casa es de tono. Las diversiones consisten en conversación, valsar, contradanza española, música (piano y guitarra) y algunas veces canto. Al entrar, se saluda a la dueña de casa y esta es la única ceremonia; puede uno retirarse sin formalidad alguna; y de esta manera, si se desea, se asiste a media docena de tertulias en la misma noche”. En estas ocasiones, las dueñas de casa tenían la posibilidad de hacerse oír, situación que no se contemplaba en otros ámbitos
Otro de los entretenimientos de los primeros años del siglo XIX fue el teatro, una de las manifestaciones más significativas en la construcción de un imaginario social para la época. Tradicionalmente, desde fines del 1700 el teatro construido en Buenos Aires reunía todos los sectores sociales. Su historia es de una progresiva diferenciación entre un público “culto” y otro más “popular”. Durante los primeros diez años de la Revolución el teatro se alzó en destinatario del celo reformista. Por un lado, una tendencia defendía la influencia moral que el teatro ejercía sobre las costumbres, lo cual resultaría en algunas medidas legales tendientes a someter las obras de teatro a cierta censura gubernamental. Casi al mismo nivel, otra tendencia privilegiaba el “buen gusto”, nacido de la articulación entre valores de élite y el espíritu reformista de la Ilustración. Corolario de estas tendencias, nace una nueva concepción que corre el acentro en la diversión que el teatro podía proporcinoar para concebirlo como un instrumento didáctico.
El público mixto que podía encontrarse en el teatro concurría también a otros espacios de esparcimiento urbano: la plaza de toros –proibida defintivamente en 1819-, los paseos y las plazas de la ciudad. Quizás el principal fuera La Alameda, paseo público cuya construcción comenzó en tiempos del Virreinato y sobre el que se siguió trabajando en obras de prolongación en tiempos de Rosas. La Alameda estaba junto al Río de la Plata, donde hoy está la avenida Leandro N. Alem: se extendía unas cuatro cuadras al norte del Fuerte –a la altura de Plaza de Mayo- y estaba arbolado. Los paseos diurnos por la Alameda permitían intercambiar saludos; al atardecer, el paseo se convertía en el escenario ideal para el cortejo amoroso.
En el verano, a partir del 8 de diciembre –día en que franciscanos y dominicos bendecían las aguas- era común bañarse por las noches en el río lindero a la Alameda.
Las fiestas públicas en la Buenos Aires colonial habían puesto en escena el orden social tradicional. Sin embargo, esta situación había comenzado a decaer con los últimos Borbones, y recién en el período posrevolucionario cobrarían nueva importancia: ahora, sin embargo, las fiestas tendían a mostrar lo contrario: la ausencia de jerarquías en una sociedad republicana.
Además de las tradicionales pulperías, Buenos Aires conoció otros espacios de sociabilidad comunitaria, en este caso con una clara impronta étnica: las “naciones africanas”, “candombes” o “angos de baile”, que congregaron durante la primera mitad el siglo XIX a esclavos y libertos según sus naciones de origen. En habitaciones privadas o en terrenos baldíos en zonas suburbanas o poco edificadas, negros y morenos se reunían los domingos y días festivos para tocar música, bailar al ritmo del tambor, y organizar las fiestas del calendario africano, en particular la festividad de San Baltazar.

 

La Rubia de la Patria                                                                                                                                                                          El 10 de julio de 1816 todo era alegría en Tucumán. Desde antes que amaneciera, un grupo de curas franciscanos adornó las calles de San Miguel de Tucumán al grito de “¡Por fin somos libres!”, mientras colgaban guirnaldas de colores en los faroles y banderas en la puerta de la iglesia. El festejo había comenzado el día anterior, 9 de julio, pero las celebraciones seguían ese día: la magnitud de la noticia justificaba tantos días de festejo. En el centro de la plaza se improvisaron bailes y larguísimas payadas, y se montaron desfiles de milicianos.
Esa noche la fiesta siguió en el salón principal de la casa histórica: entre los presentes estaban los congresales, el general Manuel Belgrano, diversas personalidad que querían sumarse al festejo. Un detalle curioso es el nombre con que se designó a la reina del baile: “la Rubia de la Patria”. La elegida fue Lucía Aráoz, ni las personalidades quisieron perderse el agasajo. ¡Había muchas chicas lindas! Entre todas, se eligió a la reina de la reunión, y la corona fue para “la Rubia de la Patria”, como comenzaron a decirle a Lucía Aráoz.
El general La Madrid, que en ese entonces se encontraba en Tucumán formando parte del Ejército Auxiliar del Perú, a las órdenes del general Belgrano, cuenta en sus Memorias que “declarada la independencia el 9 de julio, nos propusimos todos los jefes del ejército, incluso el señor General en jefe, dar un gran baile en celebridad de tan solemne declaratoria; el baile tuvo lugar con esplendor en el patio de la misma casa del Congreso, que era el más espacioso. Asistieron a él todas las señoras de lo principal del pueblo y de las muchas familias emigradas que había de Salta y Jujuy, como de los pueblos que hoy forman la república de Bolivia”.
Por su parte, refiriéndose a la misma fiesta, Groussac decía que “El baile del 10 de julio quedó legendario en Tucumán. ¡Cuántas veces me han referido sus grandezas mis viejos amigos de uno y otro sexo, que habían sido testigos y actores de la inolvidable función! De tantas referencias sobrepuestas, solo conservo en la imaginación un tumulto y revoltijo de luces y armonías, guirnaldas de flores y emblemas patrióticos, manchas brillantes u vagas visiones de parejas enlazadas, en un alegre bullicio de voces, risas, jirones de frases perdidas que cubrían la delgada orquesta de fortepiano y violín”.
El gobernador Aráoz pensó que ese baila había sido para pocos y resolvió armar otra fiesta para todo el pueblo. El 25 de julio hubo un desfile militar, y discursos como el de Belgrano que conmovió a toda la concurrencia. El oficial sueco Jean Adam Graaneer, quien se encontraba en ese momento Tucumán, habló de los festejos cuatro días después de realizados. “El 25 de julio fue el día fijado para la celebración de la independencia en la provincia de Tucumán. Un pueblo innumerable concurrió en estos días a las inmensas llanuras de San Miguel. Más de cinco mil milicianos de la provincia se presentaron a caballo, armados de lanza, sable y algunos con fusiles; todos con las armas originarias  del país, lazos y boleadoras… Las lágrimas de alegría, los transportes de entusiasmo que se advertían por todas partes, dieron a esta ceremonia un carácter de solemnidad que se intensificó por la feliz idea que tuvieron de reunir al pueblo sobre el mismo campo de batalla donde cuatro años antes, las tropas del general español Tristán, fueron derrotadas por los patriotas. Allí juraron ahora, sobre la tumba misma de sus compañeros de armas, defender con su sangre, con su fortuna y con todo lo que fuera para ellos más precioso, la independencia de la patria. Todo se desarrolló con un orden y una disciplina que no me esperaba”.

Fuentes:
Invasiones Inglesas al Río de la Plata. Editado por el Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires. 2007
Ramallo, Jorge María. La declaración de la independencia.

 

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