Novedades políticas

Años atrás, en busca de entender mejor el funcionamiento del sistema político brasileño me encontré con la siguiente afirmación, que era corriente entre mis amigos del medio universitario de Campinas y San Pablo. En Brasil, decían, para gobernar en democracia es preciso construir dos mayorías. Una, que condujera a ganar las elecciones; la otra, dirigida a tener margen de maniobra en el ámbito legislativo. La primera es obvia, la segunda resulta de la necesidad de construir respaldo mayoritario en un Parlamento muy amplio y muy disperso. La picaresca paulista agregaba a esta última un aditamento: la compra de voluntades. Así, entre favores y acuerdos los oficialismos de turno alcanzaban los votos necesarios para sancionar leyes. Se trataba en los hechos de un sistema político en el cual el Poder Ejecutivo trabajaba un tipo de construcción de mayorías que, de algún modo, funcionaban como coaliciones o, al menos, como entendimientos que, aunque con máculas, dotaban de operatividad legislativa y de sustentabilidad a los gobiernos.
En un excelente trabajo reciente, Gabriel Cohn –un acreditado sociólogo que es profesor emérito de la Universidad de San Pablo- plantea que las pasadas elecciones asentadas “en un plan muy bien pensado a escala internacional” han dado paso a la construcción de “un régimen bien diferente”, que puede ser denominado, a falta de un término mejor -aclara el autor-, como “presidencialismo de ocupación” . Lo caracteriza así pues a su entender “el nuevo gobierno se empeña en tratar a los opositores como ‘extranjeros’”.

Lamentablemente, Cohn no dedica mayor desarrollo a esta interesantísima tesis. Pero es evidente que, por ejemplo, el canciller designado, Ernesto Araújo, ha dado en poco tiempo muestras de una elevada intolerancia, que ha quedado reflejada en diversos medios de comunicación. Algunas son sorprendentes, como su embate contra Itamaraty –el Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil- donde percibe la inaceptable existencia de una ideología marxista. Muy suelto de cuerpo ha hecho público que “esa es la principal misión que el presidente Bolsonaro me confió: liberar a Itamaraty” . (Esto es verdaderamente alarmante: la cancillería brasileña es reconocida por su profesionalidad; endilgarle una preponderancia de izquierda es verdaderamente disparatado). Despotrica también contra el “alarmismo climático”, el “tercermundismo automático” y las “discusiones abortistas y anticristianas”, entre otras alusiones y referencias efectuadas con un lenguaje poco menos que flamígero. Sí, su desmesura es evidente y da toda la impresión de que anatemiza a quienes quedan involucrados en sus críticas de tal manera, que efectivamente parecería que los considera ajenos a la brasileñidad.
Tomando prestada la categoría de Cohn, es posible afirmar que el “presidencialismo de ocupación” extranjeriza a lo interno con el propósito de modificar, neutralizar y/o abolir lo que considera rémoras u obstáculos para liberar o restaurar lo que aprecia conveniente en función de asentar sobre nuevas bases el sistema político brasileño y los objetivos del país, que en el plano económico estarán regido por un recalcitrante economista neoliberal. Jair Bolsonaro, conviene aclararlo, no es el inventor de este proyecto sino simplemente uno de sus protagonistas. La iniciativa ha sido muy bien pensada a escala internacional, por actores y fuerzas que rebasan al presidente electo que lo impulsa y lo sirve pero, en rigor, es un importantísimo actor secundario. Veamos.
Los Estados Unidos hace ya algunos años han puesto en marcha un plan de afianzamiento y recuperación de lo que consideran –desde la enunciación de la doctrina Monroe en 1823- su patio trasero, es decir, una zona de influencia exclusiva: América Latina. Comenzó como reacción frente a la aparición de nuevos gobiernos de orientación revolucionaria y/o nacional-popular que quizá tomaron a la dirigencia norteamericana, inicialmente, por sorpresa. Y se fue consolidando en el marco de las mudanzas internacionales que condujeron a la disolución de su posición de superpotencia solitaria -ostentada por el gran país del norte a partir de la desaparición del mundo soviético- que fue dando paso a la instalación de una doble polaridad: la que enfrenta hoy a Estados Unidos con China en el plano económico, y con Rusia en el militar. Bajo estas condiciones puso en marcha una contraofensiva injerencista que ha operado –y en muchos casos opera aún- sobre Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Honduras, Nicaragua, Paraguay y Venezuela. (Cuba, como se sabe, es un caso aparte: padece la injerencia norteña desde hace mucho tiempo atrás). En prácticamente todos estos casos ha sumado a sus clásicos impulsores -el Departamento de Estado, Comando Sur y la CIA- el intervencionismo mediático-judicial.
Brasil es un caso paradigmático de lo señalado arriba: el remozado injerencismo norteamericano ha funcionado allí a pleno y con suceso. La operatoria mediático-judicial, en conjunto con los habituales arietes ya mencionados, se llevó puestos a Dilma Rousseff y a Lula da Silva, incidió sobre la recuperación del papel tutelar del Ejército y colaboró en el reacomodamiento del país dentro del área de influencia estadounidense, en desmedro del interés sobre la autonomía estratégica que campeó durante años tanto en el sistema político brasileño como en amplios sectores de las Fuerzas Armadas. La operación ha culminado exitosamente con la instalación en la presidencia de Jair Bolsonaro mediante unas elecciones carentes de legitimidad democrática.
El núcleo duro del plan que condujo al impeachment de Dilma, al encarcelamiento de Lula y a la construcción de una candidatura presidencial capaz de imponerse en la pugna electoral estuvo constituido por la embajada norteamericana (es decir, el Departamento de Estado); por el Comando Sur (pieza importante para conseguir un realineamiento de los militares); por el Departamento de Justicia estadounidense (con influencia sobre Rodrigo Janot, ex fiscal general, y Sergio Moro, ex fiscal que condujo la acusación contra Lula y está designado como ministro de Justicia por el presidente electo); por dos viejos partidos de alcance nacional: el Movimiento Democrático Brasileño, al que pertenece el actual presidente Michel Temer y el Partido Socialdemócrata Brasileño, al que se adscriben Fernando H. Cardoso, Aecio Neves y José Serra; por la cúpula militar encabezada por el general Villas Boas; y por un importante grupo de medios de comunicación. Fueron además acompañados por amplios sectores del empresariado brasileño. Bolsonaro fue un invitado tardío a esta empresa; pudo avanzar debido al desmoronamiento de los dos partidos mencionados arriba que terminaron muy desprestigiados. Tal vez el presidente electo sea efímero, como cree Cohn. Pero, con seguridad, no es el dueño de la pelota -para decirlo en argentino-, y ha quedado deudor de una poderosa entente.
Habrá que ver cómo evoluciona la situación. Prima facie no parecen existir dificultades para que el gobierno entrante pueda construir una mayoría legislativa, aunque probablemente deberá cambiar algunas de las antiguas prácticas. El triunfante proyecto de restauración deberá embestir contra pilares importantes de la estructura económica brasileña así como contra modalidades de gestión estatal bastante arraigadas. Y está en su ADN retrotraer o desmontar las políticas sociales impuestas por los gobiernos de Dilma y Lula, lo que afectará las condiciones de vida de amplios sectores de la población. Por otra parte, el Partido de los Trabajadores ha hecho una buena elección parlamentaria (es, por ejemplo, la primera minoría en diputados y conserva algunas gobernaciones estaduales) y la acción gremial todavía está en condiciones de ser ejercida. El PT y los sindicatos pueden, en consecuencia, plantarse como oposición.
Así están las cosas. Al día de hoy, estas son algunas de las novedades de las que se puede hablar.

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