“La alimentación está en crisis”, así lo advertía la Dra. Patricia Aguirre en un trabajo publicado en el año 2004. Trece años después, no solo nada ha cambiado, sino que la producción social del alimento y la disparidad en su acceso se han perpetuado y agravado en el tiempo. Especialista en Antropología Alimentaria, docente e investigadora del Instituto de Salud Colectiva UNLa, dedicó la mayor parte de su carrera a analizar los diversos sectores socioeconómicos a través del evento alimentario como objeto de estudio y atendiendo su complejidad como tal. La “gordura de la escasez” pone de plano la histórica crisis nutricional que caracterizó, desde siempre, a la clase baja.

La cultura desplazó el sentido biológico del acto habitual de comer y lo convirtió en un suceso intrínsecamente asociado a contextos sociales particulares. “Todas las culturas establecen quién puede comer qué. Así habrá comida de ricos (sushi) y comidas de pobres (fideos), y platos que se consideran femeninos (pollo) y masculinos (bife)”, entre otras tipificaciones. Asimismo, las políticas de producción mundiales sirven de sustento para la mercantilización de los alimentos, puesto que la crisis no se halla en la disponibilidad global de los comestibles, sino en su acceso y distribución. “La distribución inequitativa deviene en la vergüenza de saber que se podría terminar con los millones de desnutridos con solo invertir un quinto del cereal que se utiliza para engordar el ganado”, afirma Aguirre. “El consumo industrial ha reducido al comensal a la categoría de mero comprador de mercancías alimentarias, tan alejadas del producto natural que les dio origen, que deben ser avaladas por sistemas expertos”. La crisis de la comensalidad, fácilmente verificable en el acto de “picotear” solos en todo momento y acompañando cualquier actividad, avanza sobre la cotidianeidad cada día más.

Desde hace muchos años viene trabajando en la cuestión del derecho a la alimentación. ¿Cuál es su mirada?

Vengo trabajando con el enfoque de derecho a la alimentación desde la década de los 80, en ese momento bajo el concepto de seguridad alimentaria tal como lo impulsaban las agencias de Naciones Unidas (FAO y OMS/OPS) frente a la política de recursos naturales que dominaba la alimentación en esos tiempos. Después del milenio hay un cambio de paradigma con el concepto de soberanía alimentaria y para 2013, después de las Reuniones de San Salvador y Cochabamba, tanto desde la perspectiva política, ética y metodológica trabajo bajo el criterio de seguridad con soberanía. Sin embargo, a esta altura soy partidaria de simplificar, volver a las fuentes y trabajar conceptualmente con el derecho a la alimentación.

En el año 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 25, levanta el derecho a la alimentación como un derecho esencial humano y como un derecho universal. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido y de los avatares de la política, el derecho a la alimentación es declamado pero no siempre es reconocido. Recién en 1966, cuando entra en vigencia el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, podemos pensar un poco más en ello, ya que allí se establece el sistema de responsabilidades y obligaciones para hacer concretos esos derechos humanos.

¿Cómo llevaron esto a la práctica las naciones?

El Pacto Internacional reconoce “el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental”, o sea el deber de un país de adoptar las medidas necesarias de protección contra el hambre, tanto individualmente como a través de la cooperación internacional. Digamos que el artículo 12 del Pacto le abre la puerta a la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que va a ser la organización internacional para evitar el hambre, subsanar las situaciones de emergencia y, también, fomentar la agricultura porque en estos momentos se pensaba que el hambre era un problema de producción. Esta es una verdad relativa, un cálculo estadístico, porque cuando en 1985 se determinó que la producción de alimentos era de un volumen tal que permitía que todas las personas del planeta (al menos estadísticamente) estuvieran en condiciones de ingerir las calorías que recomendaba la Organización Mundial de la Salud, también se comprobó que esta disponibilidad no concordaba con los 789 millones de desnutridos de entonces. Desde lo concreto, el primer abordaje para tratar la problemática de la alimentación fue incrementar la producción: para ello, se fomenta la extensión de las fronteras agrarias, la mejora en la producción de semillas -1970 es la época de la revolución verde- y el avance de la tecnología hídrica, con la construcción de grandes represas para multiplicar la producción agropecuaria. En los años ‘80 esta visión empieza a caer dado que, a pesar del incremento del rendimiento por hectárea y la ampliación de la frontera agraria, en muchos países de África, Latinoamérica y Asia continuaba la hambruna y la desnutrición.

¿Cómo cambia el concepto de “capacidad”?

En 1970 el derecho a la alimentación visto como seguridad alimentaria, se va a entender como una capacidad y eso tiene que ver con el giro neoliberal que da el mundo. En los ’80 los economistas neoliberales entienden que el derecho está garantizado por el individuo, no por el Estado. Porque si la seguridad alimentaria es un derecho, el garante último es el Estado, pero si la seguridad alimentaria es una capacidad el garante es el individuo. Amartya Sen, Premio Nobel de Economía en 1997, echa por tierra esta teoría al afirmar que las capacidades humanas, en tanto seres sociales, dependen de la estructura de derechos de su sociedad, señalando que las hambrunas son menores en sociedades donde había libertad y democracia, y máximas en sociedades políticamente bloqueadas. El hambre de papas en Irlanda (1845-1849) en la que murió el 30 por ciento de la población no se produjo por falta de alimentos: había disponibilidad, es más, ese año el país de dominio inglés exportó trigo, centeno y cebada a la metrópoli. El acceso a los alimentos era diferencial (como en toda sociedad de mercado) y las papas eran el alimento de los pobres. Cuando su cosecha fracasó por tercer año consecutivo y no pudieron pagar los alimentos más caros, que fueron exportados, la mayoría de ellos murió. Por lo tanto, en ninguna hambruna muere toda la población, esos sustantivos colectivos como “población” o “gente”, esconde que en todas las hambrunas los que mueren solo son los pobres.

¿Qué ocurre en la actualidad y en el caso argentino?

Para los 90 y tomando en cuenta estos trabajos de Amartya Sen la idea de seguridad alimentaria abandona la idea de capacidad y pasa por el acceso, es decir, es condición necesaria que haya alimentos disponibles pero, también, se comprende que no es suficiente. La República Argentina tiene disponibilidad plena de alimentos desde 1906 y ese mismo año, cuando se inaugura la Facultad de Agronomía, el rector en su discurso enuncia una frase que quedó grabada en el colectivo: “Argentina granero del mundo”; y a partir de ahí, empezamos a confundir disponibilidad con acceso y a encubrir del padecimiento de los argentinos. Había producción, pero una parte de la población no accedía a esos alimentos generándose no solo malnutrición, sino también discriminación porque si se consideraba que la seguridad alimentaria dependía exclusivamente de la disponibilidad y había alimentos suficientes, entonces el que no comía era porque no quería, no sabía o no podía, reduciéndose la problemática social a un tema de capacidades individuales. Para los 90 el tema consistía en instalar la problemática del acceso y señalar que era la capacidad de compra (la relación entre los precios y los ingresos) lo que estaba en crisis y no la disponibilidad. Además, en esa década se empieza a ver una nueva problemática: la obesidad en la pobreza, puesto que el sobrepeso aparece en primer plano por encima de la cantidad de desnutridos. Vimos que los sectores de mayores ingresos disminuían su peso, mientras que el mismo aumentaba en los sectores más desfavorecidos, debido a los tipos de alimentos a los que este sector podía acceder. Si vos no tenés plata, ¿qué vas a comprar? Pan, papas, fideos, mayonesa, alimentos que, ya sea vía hidratos de carbono, grasas o azúcar, dan mucha energía, son gustosos y con capacidad de llenar.

El Estado a través de la asistencia social alimentaria entrega los mismos alimentos que ya consumen los pobres. A su vez, se los compra a las grandes marcas porque resultan más baratos, estandarizados y cuentan con toda una logística montada. Además, si el Estado hiciera todo un esfuerzo en proveer alimentos frescos, ese sector lo rechazaría debido a que no es lo que consume habitualmente, puesto que las estrategias familiares de los sectores pobres se basan en el consumo de alimentos rendidores, gustosos y con capacidad de saciedad que son los industrializados, no los frescos. Entonces, por precio, logística y aceptabilidad, el Estado entrega energía barata.

La expresión de los cuerpos

“Analizar la dieta de las distintas clases sociales permite observar no solo el costo y tipo de alimento que compone la canasta familiar, sino también cómo se establece ‘la construcción social del gusto’. En hogares de bajos ingresos suelen consumirse alimentos rendidores que son aquellos que cumplen tres condiciones: son baratos, con capacidad de saciar (es decir, ‘llenan’), y que se integran a una ‘comensalidad colectiva’. Estos alimentos, poco densos nutricionalmente hablando, suelen ser gustosos debido a su alto contenido en grasas y azúcares. La representación del cuerpo para estos hogares, suele ser la de un ‘cuerpo fuerte’ asociado a los trabajos de mano de obra intensivos que realiza este sector, ya que un cuerpo esbelto no sería elegible por los empleadores”, explica Aguirre. En los sectores de ingreso medio, la representación ideal es el cuerpo bello, asociada a la “delgadez”. Este grupo “presenta la peor de las cargas, porque sostener un cuerpo lindo teniendo como principio de inclusión lo rico considerado como tal lo dulce y graso, está cerca de ser una misión imposible. Por eso, son grandes consumidores de dietas, las que se viven como momentos de abstinencia entre atracones”. Por su parte, en los sectores de mayores ingresos rigen las representaciones del “cuerpo sano” en las que se vincula, tal como en el grupo anterior, la preocupación por el cuerpo delgado pero asociado a la salud y, por ello, “preferirán alimentos light sin grasas ni azúcar, organizados en un tipo de comensalidad donde predominan los platos individuales, aun en comidas familiares”.

La transición

Este año se ha publicado el libro de Patricia Aguirre llamado “Una historia social de la comida” (Lugar Editorial – Edunla Cooperativa), en la colección Salud Colectiva de la UNLa. Como se destaca en su sinopsis, cuenta con un completo recorrido histórico reflejado en tres grandes transiciones: el omnivirismo que a través de la ingesta de la carne modeló la biología humana; la domesticación de plantas y animales que con lácteos y cereales permitió acumular y distribuir inequitativamente, dando lugar a los cuerpos de clase, a través de la alta y baja cocina, y la tercera gran transición que llega con la cocina industrial mundial y con el azúcar como elemento trazador, que junto a las grasas y la sal, constituirán los componentes obligados de los alimentos conservados, coloreados y saborizados de la comida actual. De esta forma, “Una historia social de la comida” resulta un material completo, de consulta permanente, para entender el fenómeno de la comida como producto y como productor de relaciones sociales a lo largo del tiempo.

“La escritura de este libro empieza hace mucho: creo que empezó a gestarse con la fascinación que me causaba la cocina de mi madre, lo que me asombraba la relación entre el sabor del plato, sus ingredientes, la forma de cocción y su menaje”. Así inició Aguirre este viaje.

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