Pensarnos demanda deseducarnos, liberarnos de acotamientos y supuestas superioridades conceptuales, culturales. Una carga de época es suponer que lo nuevo, lo último es lo valedero, y si no lo es tanto el barniz de lo neo decora la mirada del iluminismo del siglo XIX a modo de muro infranqueable. Son lugares comunes creer que debemos aprender de los modelos existentes, que los caminos a transitar emergen del acotado sendero que la economía muestra cuando nos dice lo que se puede o no.
Una vieja leyenda cuenta que el hombre solía comer cerdos crudos hasta que un día se quemó el bosque y descubrió que era muy sabrosa la carne de cerdo asada. Por eso, cada vez que quería comer carne asada, incendiaba el bosque… El desafío es justamente ese, no seguir quemando el bosque, para lo cual debemos bajar los muros culturales de respuesta unidireccional.
Si levantamos un poco la mirada y nos corremos unos veinticinco siglos para atrás, descubriremos el pensamiento filosófico aristotélico el que ilumina el camino a recuperar, descontaminado del habitual prejuicio que rotula para descalificar cada planteo según lo que cada cual denosta.
En su libro «Política», el maestro de Alejandro Magno indaga sobre la forma de organización de los hombres, la forma de asociación política virtuosa del Estado constituido con todas las leyes necesarias para su armonía y existencia. Organización unitiva que pertenece a todos los ciudadanos.
Aristóteles se ocupa de la cosa pública, de la Rēs pūblica. Cosa Pública (república) que, parafraseándolo, «…entiende necesariamente formada en el momento mismo en que el pueblo políticamente asociado puede proveer a todas las necesidades de la existencia».
Un Estado, afirma, contiene a la reunión de hombres y es su verdadera sociedad política. No es más que una asociación en el que las familias reunidas por barrios deben encontrar todo el desenvolvimiento y todas las comodidades de la existencia, es decir una vida virtuosa y feliz. Subrayando que la asociación política tiene, ciertamente, por fin la virtud y la felicidad de los individuos, y no solo la vida en común.
La organización de los pueblos la compara con un barco, y los ciudadanos, como el marinero, son miembros de una asociación. A bordo, todos, aunque tengan funciones y tareas diferentes, concurren a un fin común. Sostiene que los miembros del Estado se parecen exactamente a los marineros; no obstante la diferencia de sus destinos, la prosperidad de la asociación es su obra común.
El poder, afirma, debe tener siempre por mira el bien de los administrados. Principio según el cual divide a los gobiernos en gobiernos de interés general, que son los buenos, y gobiernos de interés particular, que son los corruptos. Cuando la mayoría gobierna en bien del interés general, el gobierno recibe como denominación el de República, enseña.
Los argentinos, todos, tenemos que reconocer que nos movemos en el marco de catorce siglos de historia, habiendo transitado seis proyectos de país y un antiproyecto. Desde el de los primeros que habitaron nuestro suelo, el impuesto por la colonización española, el inculcado por las misiones jesuíticas, el de la independencia política, el de la europeización consentida conocido como “proyecto del ochenta”, el de la justicia social y un proyecto de no país, al que denominamos “antiproyecto”, el de sumisión al norte imperial, que recientemente ha regresado a sus valores fundacionales.
Cada Proyecto Nacional implica una inevitable ruptura con el Proyecto Nacional anterior, originando una nueva legitimidad, aunque haya períodos de coexistencia.
Todo Proyecto Nacional concluido deja herencias y consecuencias, negativas y positivas. El Proyecto del Ochenta deja como positivo ser abierto, progresista, innovador, valorador del progreso europeizante y de la cultura universal, y entre los rasgos negativos: alienación cultural, carencia de raíces, indiferencia, desvalorización de lo popular, el éxito material, ignorancia y despreocupación por lo autóctono, y el desuetudo constitucional, el de una norma suprema que regía pero como letra muerta, no se aplicaba.
Proyecto del Ochenta que fue sustituido por el Proyecto de la Justicia Social, que en términos filosóficos encarna al “término medio aristotélico»; idea nueva, original, de modo alguno la síntesis de las filosofías preexistentes del “centro», del imperium. En el que la sacralidad del trabajo constituye un derecho y una carga solidaria fundada en la ética de la convivencia. Vivencia común que se jerarquiza al organizar la comunidad desde organizaciones libres del pueblo. Proyecto de vida que privilegia y protege a la familia, la comunidad política, la organización, lo que el imperium individualista iluminista rechaza. En el que el trabajo es el resolutor de las necesidades del pueblo, de los problemas del país y es el instrumento para liberarnos del “ofeilema” (ser deuda) como categoría ontológica.
Todo proyecto sustituido se resiste a serlo. Es lo que ocurrió con el del Ochenta, que en 1955 apela a la violencia armada para usurpar el poder y sacar del gobierno al de la Justicia Social, intentando desaparecerlo culturalmente mediante la prohibición (vía decreto de facto) de pensar, sentir, decir, ser, pertenecer al justicialismo. Cuando el voto popular, en 1973, lo repuso, una nueva sedición, la del año 1976, completa el trabajo aniquilándolo.
Es el momento en que da inicio lo que denominamos “antiproyecto”, cuya esencia es la imposición ilimitada y arbitraria de un proyecto no elegido. Proyecto de no país que desmantela el Estado, abdica de la soberanía y asume incondicionalmente la sumisión económica, política y cultural al Norte Imperial, sentando las bases para la disolución nacional. Sometiéndonos al Poder Financiero y al Poder Mediático, que lo prohijaron y apoyaron en el momento «militar» y sostienen en su perduración «democrática».
El gobierno del Presidente Mauricio Macri expresa el regreso en democracia a los valores fundacionales de aquel antiproyecto. Es profundamente entrópico, ataca al trabajo y al trabajador, avanza en el desguace del Estado, desvaloriza lo popular y pone en valor el éxito material de unos pocos, a los que claramente favorece. Amparado y protegido por los dos pilares del antiproyecto, el comunicacional y el financiero, solo tiene en cuenta el interés particular de los ricos, de donde proviene y a donde pertenece. Claramente, y en términos aristotélicos es un gobierno oligárquico.
Cabe precisar que en términos filosóficos lo que distingue esencialmente la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y donde quiera que el poder está en manos de los ricos, sean mayoría o minoría, es una oligarquía.
Es extraordinario ver de qué modo la cultura dominante ha logrado que su ideario oligárquico se encarne en el conjunto de la sociedad. Que para ocupar cargos públicos hay que ser rico. Que ser rico es virtuoso ya que garantiza probidad en el ejercicio de la función. Llegando fácilmente a la (falsa) conclusión de que quien accede a un cargo público si no es rico tiene como objetivo serlo a como dé.
La riqueza como virtud y como requisito para ser político, fue institucionalizada en la Constitución Nacional sancionada por el Proyecto del Ochenta en 1853, repuesta por el golpe de 1955 en el año 1957 y retocada en 1994. Hoy, en 2018, su artículo 55 mantiene como requisito para ser senador nacional: ¡«… disfrutar de una renta anual de dos mil pesos fuertes o de una entrada equivalente…»!
El Peso Fuerte fue una moneda convertible a oro, 17 pesos fuertes eran equivalentes a una onza de fino oro español, es decir 28,35 gramos. Si convertimos esos dos mil pesos fuertes -que aún exige la Constitución vigente- a oro, vemos que la renta anual que pide se tenga es de cerca de 3,5 kg de oro, es decir unos 133.000 dólares al año, o sea 11.000 dólares por mes. Casualmente cifra similar a la que Domingo Cavallo decía que ganaba como Ministro y necesitaba para vivir, y lo decía como respuesta al ajuste que por entonces también aplicaba a jubilados cuyo ingreso era de 150 pesos/dólares.
Lo que sigue siendo un «valor» socialmente aceptado, ya que ganar bien sería un «privilegio», algo así como un derecho reservado excluyentemente para «quienes se lo merecen», los «superiores», los «mejores», de modo alguno para los inferiores, los ciudadanos de a pie, los trabajadores. Lógica absurdamente naturalizada, que los ciudadanos aplican a otros trabajadores (activos, desocupados o jubilados) responsabilizándolos de que su insuficiencia de ingresos obedece a que el otro gana mejor, a que no se lo merece… Todo claramente funcional a ocultar el saqueo a mano de la inmoral concentración de la riqueza en cada vez menos manos.
Lógica que también se lleva a la política y a los políticos, extendiendo el supuesto de que si los gobernantes son ricos, serlo garantiza que no robarán… algo así como pretender que un perro que ya mordió no volverá a hacerlo…
Lo que denominamos antiproyecto se asienta en tres pilares: el autoritarismo, el fraude comunicacional y la especulación financiera. Autoritarismo expresado inicialmente por el terrorismo de Estado, al que el golpe de 1976 apeló para imponerlo; el engaño para justificar la usurpación del poder y su continuidad de facto; y la desorganización del trabajo y el trabajador, lo enemigo del modelo especulativo global que vino a imponer.
El engaño fundacional se constata de su autodenominación como «Proceso de Reorganización Nacional» cuando en realidad su objetivo fue la desorganización para el sometimiento. Antiproyecto que no logró revertirse en la democracia que regresó renga en 1983 y en similar línea denominó «ley de solidaridad previsional» a la que conculcó los derechos de los jubilados, que llegó a incorporar en la reforma constitucional de 1994 a los usuarios y consumidores como un nueva categoría de ciudadanía, la de los ciudadanos con capacidad económica de usar y consumir y mantuvo el requisito de ser rico para ser senador nacional.
Si bien -ya en democracia- las formas republicanas se conservaron, tal enseña nuestro filósofo Armando Poratti, se sustituyó al terrorismo de Estado por el terrorismo contra el Estado. Lo que se prepara en los ochenta, cobra cuerpo en los noventa y se profundiza desde diciembre de 2015.
Justamente es el gobierno de Mauricio Macri el que incorpora el engaño sistemático desde su campaña electoral, lo que queda acreditado a un par de años de ejercicio del poder en políticas totalmente contrarias a las prometidas, como también cuando afirma -por caso- que los jubilados ganan más cuando en realidad decidió que cobren menos; en afirmar que se respeta el rol de la justicia a la vez que se pide juicio político a los jueces que dictan sentencias contrarias a las instrucciones del poder ejecutivo y a los de los intereses protegidos.
El conflicto de intereses de los Ministros (ex Ceos) con el de las empresas de las que provienen y/o siguen vinculados o asociados; los intentos de condonar una cuantiosa deuda de la familia presidencial con el Estado; la incorporación al sinceramiento fiscal (por decreto) a familiares de los funcionarios, todo y siempre en términos aristotélicos, demuestra que estamos en presencia de un gobierno de interés particular (no de interés general como se pretende presentar).
Interés particular que se da en el marco de un creciente deterioro de la calidad de vida de los habitantes de nuestra patria, que a diciembre de 2017 (según cifras oficiales) es habitado por 2.400.000 de indigentes que no llegan a cubrir la canasta alimentaria y 8.300.000 mil pobres, que no cubre la canasta básica total, lo que en una nación de 40 millones de habitantes que produce alimentos para unos 400 millones de personas al año, habla por sí mismo.
Realidad que el Pilar Comunicacional encubre y/o justifica bajo el manto de la posverdad, donde la verdad es sustituida por la creencia, construcción emocional de lo que el ciudadano intencionalmente desinformado cree o se le hace creer que es.
Más allá de la apariencia formal que hace parecer que vivimos, o aún peor, que recuperamos la República, claramente no hay tal República. Nosotros, los que habitamos este suelo, como pueblo políticamente asociado no proveemos ni satisfacemos todas las necesidades de todos los que la habitan, debiendo y pudiendo hacerlo.
La división formal de poderes per se no constituye una República. Si esos poderes están cooptados, condicionados, puestos en función del interés particular de los que gobiernan, lo que realmente hay es una cáscara republicana que camufla y oculta a modo caballo de Troya la República real, una República corrompida.
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