“¡Agua embotellada No se inunda más!”, coreaba uno de los cientos de cuentapropistas que trataban de paliar la malaria de los últimos años el martes 10, en torno a la Plaza de Mayo. Otro enarbolaba una revista que tenía un sabroso asado en la tapa: “¿Se acuerdan de cómo se comía un asado? –gritaba el vendedor-. ¡Esta revista trae un instructivo que te dice cómo se hacía, para volver a comerlo!”
La Avenida de Mayo, las diagonales, la Plaza, todas las calles que desembocan en la Casa Rosada hervían de calor y de gente. Pero no de gente angustiada caminando su derrota, ni de gente enojada con el prójimo por el solo hecho de cruzarse en su camino justo el día que descubren que no llegan a fin de mes: el paisaje urbano al que tristemente nos habituamos en estos últimos tiempos.
No, ese día las calles hervían de gente contenta, riéndose y celebrando la solidaridad, improvisando chistes –ese viejo vicio argentino-, compartiendo sonrisas porque sí, nomás. Una señora de unos noventa años, emperifolladísima en su blazer claro y sus tacones bajos sonreía del brazo de su hija rumbo a la Plaza de Mayo. Un Papá Noel se tomaba fotos con quien lo pidiera. Un hombre tocaba la trompeta en una esquina frente a un público entusiasta que le pedía “una que sepamos todos”. Otro grupo se afanaba en la cumbia que pasaban por un altoparlante a la altura de la calle Chacabuco, y bailaba sobre una tarima elevada metro y medio del piso. Había muchas, muchísimas familias con nenas y nenes que coreaban el “Alberto Presidente” saltando la soga o haciendo fideo fino, parejas de todas las edades, agrupaciones de todos los colores, grupos de vecinos, personas solas tratando de encontrar algún amigo o amiga en el gentío o tal vez felices de sumar su soledad a la gran fiesta que ese día se diseminó por la ciudad.
Muchos y muchas se saludaban y se abrazaban diciendo “Volvió la alegría”. Y aunque no lo dijeran se notaba, y cuánto.
Esta vez, la alegría fue mucho más que una promesa.
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