Ya no lo tenemos. Su salud que siempre inquietó desde años atrás, arribó a su claudicación final. Pero dentro del silencio abrumador que nos deja su adiós, nos aferramos a su obra cinematográfica, una obra impar. Tuve la suerte -alguna ventaja debe brindar cumplir años- de asistir a sus películas no desde la revisión sino cuando fueron estrenos, cuando ese muchacho actor hizo estallar su creatividad ante nuestros ojos asombrados. Después, ese cordón umbilical clave que lo unía con lo popular lo impulsó al éxito rotundo como cantante y compositor. Me honró con su amistad (un poco áspera y distante, pero sin vueltas) y ahora Viento Sur me ofrece el placer y el orgullo de analizar aunque sea someramente su cine, ese cine de tozuda e intransferible personalidad.
Las películas de Favio siempre me parecieron de una caligrafía distinta, sin equivalentes en la cinematografía nacional. Desde un principio con “El dependiente”, su aventura-desafío cuando tenía solo 21 años, pero sobre todo con la segunda, exhibió un idioma fuera de serie que no existía hasta ese momento. Irrumpió en una industria que seguía a la taquilla, que buscaba historias de fácil comprensión e identificación inmediata. En ese contexto aparece Favio proponiendo una especie de documental atravesado por cierta ficción cuya materia prima es su propio dolor de niño pobre, de niño abandonado, de niño recluido en reformatorios: “Crónica de un niño solo”. Y lo hace con un nivel narrativo conmovedor.
Favio no se formó en los Estados Unidos ni en Europa, es un tipo del interior del país que nació con el arte de filmar, la capacidad de contar un cuento con una cámara. Instinto puro en el más alto grado, como el de aquel que sabe desgranar maravillas escribiendo o pintando y uno sabe de movida que no está ante un escritor o un pintor más. Eso era Favio, genio innato. Pero además con muchísimo coraje porque saltó por encima de todo y nunca planificó un producto exitoso. Coherente en forma total con su ideología, fue un peronista y un artista popular. Sin embargo esto no lo inclinó hacia el facilísimo populista, nunca incurrió en el más mínimo rasgo de vulgaridad. Él siempre buscó hacer el arte grande nutriéndose de la esencia de lo popular. Esto también marca una diferencia.
“El romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, empezó la tristeza y unas pocas cosas más” es una película con personajes simples, reconocibles, pero está elaborada como una sinfonía. Este rasgo -que considero único en el cine argentino- despertó en su momento cierto resquemor, una desorientación acerca de cuáles eran sus intenciones. Por diferente, su cine desubicaba, su mirada fue un viento fuerte que hizo volar del camino del cine argentino el cartel indicador de los géneros. Favio sabía que la clave era obedecer solo sus impulsos, como todos los artistas verdaderos ya tenía la obra dibujada dentro suyo y se nutrió del campo primigenio para rescatar los mitos indígenas devenidos en criollos: de allí sacó a Juan Moreira y a Nazareno Cruz. En el segundo, apoyado en la leyenda del lobizón, esa desgracia que se abatirá inexorablemente sobre el séptimo hijo varón, Favio demuestra cómo se puede tomar con limpieza de mago la savia nutricia de un género despreciado como el radioteatro para convertir un mito popular en obra maestra. Siempre le interesó el costado artístico y siempre rindió culto a la belleza aún cultivando historias de dolores profundos. Enemigo abierto del naturalismo realista, supo buscar el otro sendero para que la fantasía volara. El gran realizador que llevaba dentro le marcaba el camino y aunque sus relatos sean pequeños como disparadores, generan súbitamente un remate de tragedia.
Tal vez por su condición de hombre del interior, más rural que urbano en ciertas fibras profundas de su creatividad, Favio eludió siempre el recurso más transitado por el teatro y el cine argentinos que es la cicatriz inmigratoria. Ese signo, tan discepoliano, no fue su norte. Por eso recurre al embrión del teatro argentino en “Juan Moreira” y al radioteatro en “Nazareno…». Hizo de dos mitos populares devenidos folletín una obra de arte. Si con razón se sostiene que el cine que vive es el cine que fluye, en Favio el agua de su narrativa fluye constantemente. Y aunque muchas escenas de sus películas son cuadros de una plástica muy cuidada, no desplaza nunca a la sustancia, enriquece a la esencia en lugar de migrarla hace algo decorativo.
Otra clave de su capacidad es la variedad. Su cine no se repite, ha desplegado variantes temáticas muy grandes, como la que va de la irrealidad onírica de “Nazareno…” al mural biográfico impresionante de “Gatica”, ese relato conmovedor que nos impide tomar el control remoto cuando tropezamos con ella, aunque la hayamos visto diez veces. Lo demostró en “Soñar, soñar” donde su convocatoria a Carlos Monzón le valió el comentario desdeñoso de muchos que siempre lo miraron de costado motorizados por la envidia. Y Leonardo hizo de nuevo un film bien distinto, una rareza llena de hallazgos. Siempre original, siempre eludiendo lo obvio, este título requiere de casi todos una segunda visión para calibrar sus méritos más profundos.
Su trabajo de despedida con incursión nítida en lo coreográfico, “Aniceto”, es otra muestra de lo mismo. Siguiendo los pasos de Carlos Saura en sus últimas películas, desarmó el tejido de “El romance…” y apoyó la viga maestra de su sensibilidad en la danza, beneficiándose con los enormes saltos dados en la técnica fotográfica desde el precursor -pero para nada carente de elocuencia- blanco y negro del original. Para que no faltara en su testamento de gran hombre de cine el documental, trabajó con obsesión de artista y de militante: “Perón, sinfonía de un sentimiento”.
Su corpus cinematográfico refulge en soledad. Esa misma soledad generada más de una vez por el rechazo disimulado de quienes no entendieron su cine pero tampoco le perdonaron su entrega sin bifurcaciones ni flojeras a la gesta nacional que abrazó desde siempre.
*Nota publicada en la edición V de Viento Sur, abril de 2013
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