Tenía siete años, fue la madrugada del veintiséis de enero de 1985. La fecha me quedó grabada porque era el cumpleaños de mi nona. Esa noche, de mala gana, con mi hermana nos fuimos a dormir cerca de las once, mi madre –la mami– era insobornable y como máximo nos dejaba hasta esa hora. Mientras, la mami y el papi se preparaban para ver en la tele “El pulpo negro”, de Narciso Ibáñez Menta. A pesar de nuestro descontento les dimos el beso de las buenas noches. Cumplido el ritual nos fuimos a la cama.

–Ahhh, una cosa –dijo la mami cuando ya caminábamos hacia la pieza.– No se asusten si en un rato las despierto.

–¿Para qué? –pregunté.

–Capaz que tiembla.

–Ahhh, bueno. Hasta mañana –dijimos sin que nada nos sorprendiera.

Con mis siete años yo ya sabía lo que era un temblor. Cuando nacés en una zona sísmica, como Mendoza, hay ciertas costumbres que incorporás desde chica. Una es la del temblor, otra la del viento zonda. A esa altura me habían contado muchas veces el relato del terremoto que hubo cuando tenía apenas un mes y medio de nacida. Esa vez, el papi saltó de la cama, agarró a upa a mi hermana de dos años y salió al patio –que era la zona más segura de la casa– mientras que la mami –que recién terminaba de darme la teta– salía a los gritos agarrándose la herida de la cesárea con una mano y con la otra sosteniéndome. Mi papá de repente se encontró hablando en el medio del patio en calzoncillos con mi tía –que vivía en la casa de al lado– que estaba en bombacha y corpiño. Esas eran escenas típicas cada vez que temblaba.

Volviendo a la madrugada de enero del 85, la mami nos prendió el ventilador y nos metimos en la cama. Yo me dormí enseguida. Había sido un día de pileta y bici así que apenas apoyé la cabeza en la almohada no existí más. Siempre me dormía rápido y tenía un sueño pesadísimo, de esos que no se interrumpen con nada; ni la vez que hubo un incendio en la casa de enfrente y el camión de bomberos sonó al menos una hora sin parar; ni cuando un sábado por la mañana el papi se la pasó taladrando en toda nuestra pequeña casa para arreglar unas ventanas por donde entraba mucho polvo cada vez que venía el zonda. Nunca me habría enterado que pasó todo eso si mi hermana no me lo hubiese contado. A ella, en cambio, siempre le costaba un poco más dormir: muchas veces terminábamos durmiendo con la luz prendida porque le daba miedo la oscuridad. Esa noche no me acuerdo qué pasó con la luz.

La cuestión fue que habría pasado más o menos una hora de que dormíamos y me desperté escuchando gritos. No entendí nada. Mi hermana corría hacia el comedor. La mami parada en el umbral de la habitación agitaba los brazos, como si fuera un policía dirigiendo el tránsito. Yo, me restregaba los ojos y seguía sin entender. Veía todo como en cámara lenta y no lograba descifrar lo que decían. Pero por las dudas –también creo que fue en cámara lenta– fui hacia donde estaba el policía del tránsito. Me agarró de la mano y en cuestión de segundos estábamos todos en la calle. Miré a alrededor y los vecinos estaban afuera. Miré para arriba y vi cómo se movían los cables. Algunos lloraban, y vi también a otros que se abrazaban. Creo que ahí fue cuando recién empecé a entender qué era un temblor. Bah, un temblorazo de seis grados y medio; de todos los anteriores que me acordaba no había visto ninguno parecido. Aunque pareció larguísimo, de grande supe que un sismo dura apenas segundos. Cuando se está en uno nunca se siente corto. Una vez que la tierra se dejó de mover, todos empezaron a hablar y a comentar que había que estar alerta porque podía venir otro en cualquier momento. Los que lloraban se calmaron y algunos decidieron sacar sus colchones a la vereda y pasar la noche ahí. A mí la idea me pareció divertida porque era como un campamento gigante de todo el barrio, pero mis viejos prefirieron solo arrimar los colchones a la puerta de salida y que nos quedáramos ahí.

Antes de dormirme, por segunda vez en la noche, pregunté:

–¿Cómo sabías que iba a temblar?

–Lo dijo Razquin en la tele –respondió la mami.– Ahora quedate atenta porque puede venir un sacudón.

–¿Un qué?

–Un sacudón. Siempre que hay un temblor fuerte después vienen los sacudones –así les decía a las réplicas.

Creo que fue ahí, ese 26 de enero del 85, cuando mi sueño cambió para siempre. Desde ese día y hasta hoy me empecé a despertar hasta con el canto de un grillo.

  • Publicada en una edición especial de la Revista Orsai llamada»Anécdotas mejoradas», diciembre de 2020

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