Para celebrar el aniversario 95 del nacimiento de Gabriel García Márquez, se pueden tomar tantos caminos como los que él recorrió en su vida: trayectos de amores, de odios, de luchas, de política; al fin y al cabo, de literatura, que es sinónimo de todo lo antedicho. Pero también se puede hablar de sus vivencias, que no es lo mismo. Se puede elegir entre sus miles de anécdotas un puñado azaroso, caprichoso, para que lo pinten más allá y más acá de su obra.

Colombia y Suecia

En Cartagena, el calor de la tarde se asemeja al vidrio en estado líquido recién salido de la fragua. Por sus callejas el rumor de los turistas solo se detiene a la hora de la siesta cuando muchos duermen en la oscuridad de las habitaciones acondicionadas o se tuestan bajo el sol duro en las playas cercanas. A la vuelta de una esquina del barrio Getsemaní, el rostro bigotón de Gabriel García Márquez interpela a los caminantes desde un mural, ataviado con un sombrero paisa y un acordeón, como si estuviera tocando un vallenato, porque él amaba la música y porque su literatura y su vida tienen ritmo y cadencia. Tal es la conexión entre todas esas cosas que, luego de recibir el Nobel, mientras en Estocolmo se exhibía un espectáculo de folclore colombiano, Gabo se inclinó hacia la Reina y le dijo que, en lo que él era realmente bueno, era para bailar esos sones.

Más cerca del mar, en medio de la fortaleza que hoy es el centro turístico de Cartagena, está la universidad donde García Márquez estudió Derecho y donde, desde hace unos años, descansan sus restos. Es un patio amarillo y blanco, silencioso y fresco, el lugar donde se levanta un busto dorado que pocos visitan. Quizá sea un destino último y algo contradictorio: Gabo amaba ese lugar, pero supo sufrirlo cuando llegó como un joven nacido en el interior que quería ganarse un espacio en una ciudad fuertemente clasista. Queda a unos 150 kilómetros del pueblo que lo vio nacer y que le dio el combustible imaginativo esencial para el resto de su vida. Aracataca entró en el mapa mundial a fuerza del seudónimo con el que Gabriel lo bautizó para siempre. Porque Macondo es su pueblo y las historias sobre delirantes empresas encaradas por floridos militares se iniciaron allí aunque se hayan escrito décadas después, a miles de kilómetros.

García Márquez en Cartagena

Francia y México. Y Buenos Aires, también

París es tan icónica que caminar por ella es sentirse dentro de una novela. En el siglo XX supo ser una fiesta y soportó a los nazis, pero también fue el hogar de miles de artistas. Como siempre pareció un lugar inmutable, hasta hace un par de años uno podía caminar por Boulevard Saint-Germain y, sin esfuerzo, imaginar a Cortázar esperando en Old Navy para tomar un café con Gabo, al colombiano saludando con timidez a Hemingway y al autor de El Viejo y el mar gritándoles “adiós, amigos”.

Para ser justos, además de pintorescos, esos primeros años franceses de García Márquez fueron de hambre y genialidades literarias. Corrían los 50, los diarios de Barranquilla para los que escribía habían sido clausurados por la dictadura, y él esperaba todos los días una carta amiga que le trajera algún alivio económico. “Yo bajaba, veía que no había carta y entonces subía y agregaba una página más de la historia que estaba escribiendo”: que era, ni más ni menos -y coincidentemente- El Coronel no tiene quién le escriba.

Ciudad de México fue su segunda casa, también la última. Ahí también pasó urgencias económicas. A mediados del 66, junto a su mujer Mercedes fue hasta la oficina de correos de México para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien años de soledad, pero solo tenía dinero para enviar la mitad de las 590 cuartillas escritas a máquina a doble espacio. Dividió el paquete y contó hasta las monedas. Solo después, de regreso a su casa, comprendió que había enviado la segunda parte. Eso no importó. Editorial Sudamericana publicó meses después la historia de los Buendía y nada sería igual.

Argentina lo lanzó a la fama mundial; sin embargo, él vino por aquellos días y nunca más volvió, según se dice, por superstición. “García Márquez solía decir que si en Buenos Aires el éxito lo había elegido, allí también podría abandonarlo”, ha comentado oportunamente Solana Schvartzman, del Departamento de Investigaciones de la Biblioteca Nacional.

Gabo tomando café en Paris

La Habana y Washington

«Antes de la Revolución no tuve nunca la curiosidad de conocer Cuba. Los latinoamericanos de mi generación concebíamos a La Habana como un escandaloso burdel de gringos donde la pornografía había alcanzado la más alta categoría de espectáculo público» escribió en 1960, cuando formó parte de un contingente integrado por más de 400 periodistas de todo el mundo que fueron invitados por el gobierno de Fidel Castro para mostrar qué pasaba en la isla. De allí en adelante, fue quizá el intelectual más comprometido con esa causa. Vivió algunos meses en La Habana, cuando todo estaba por hacerse. Eso le valió críticas y censuras, peleas públicas y privadas, la más resonada de ellas la que lo enfrentó a Mario Vargas Llosa. El peruano supo decir que “la Revolución, para suerte de América, cada día parece más firme, más sólida”; pero más tarde, se olvidó.

La Habana fue el escenario de la segunda edición de Cien años de soledad. Pero, a diferencia de su superstición antiporteña, Gabo se mostró dichoso de sus éxitos literarios en esas tierras de ron, azúcar y guerrilleros barbudos: “Como viejo y seguro servidor de la Revolución Cubana, estoy dichoso de que mi novela haya sido digna de este asalto a mano desarmada”.

Tanto afecto no podía pasar desapercibido al otro lado del estrecho de la Florida. En 2015 el Washington Post reveló documentos en los que el FBI confirmaba haber espiado al escritor desde 1962 hasta 1985. Además, por esos años los gobiernos republicanos de Reagan y Bush padre le negaron el visado. Fue Bill Clinton, un fanático admirador del colombiano, quien no solo lo dejó entrar al país sino que lo recibió en la Casa Blanca. De hecho, los periodistas norteamericanos William LeGrande y Peter Kornbluh han llegado a afirmar que Gabo fue un emisario de Fidel Castro para levantar el bloqueo que pesa sobre la isla. Dicen también que nunca se estuvo tan cerca en más de 60 años de historia.  

García Márquez junto a Fidel Castro en La Habana

Colombia y México otra vez

Era 1981 cuando una llamada telefónica en su casa de Bogotá le anunció que el gobierno de Colombia lo quería detener para interrogarlo sobre una supuesta conexión con la guerrilla de ese país. Hizo las valijas y se fue para no volver, al menos mientras estuviera vivo.

Se instaló en Ciudad de México, donde también fue espiado por las autoridades. Fue en esa casa ubicada en el sur de la ciudad donde lo despertó otra llamada, la primera de miles que sucederían durante horas y días, en la que se le anunciaba que había ganado el Nobel.

Muchos años después luchó contra el cáncer. Fue en tierras de Malinches y Vírgenes donde escribió sus últimas y polémicas páginas dedicadas a sus Memorias de putas tristes. La inmortalidad lo encontró sufriendo una enfermedad neurodegenerativa que le fue disipando la memoria prodigiosa. Quizá hacía mucho tiempo que se había reunido para siempre con Aureliano Buendía para juntos contemplar el hielo.

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