Fernando Cangiano es docente universitario, psicólogo y veterano de Malvinas. Un pensador nacional en quien la experiencia directa del frente de combate adquiere una nueva dimensión a través de la investigación, la docencia y la escritura. Después de su participación en el Congreso “Voces de Malvinas” de la UNLa charlamos con él sobre su visión de la guerra del ‘82 y sus consecuencias, que se extienden hasta el presente y tiñen la autoconciencia nacional.
¿Cuáles son las “zonceras sobre Malvinas”?
Las hay en cantidad y de distinto calibre, aunque todas dirigidas a un único objetivo: deslegitimar la guerra del ’82 para sembrar el virus del derrotismo en cualquiera de sus variantes, que van desde el “posibilismo” (o más bien el im-posibilismo) hasta la teoría de la “relación de fuerzas”, que por definición será siempre desfavorable cuando enfrentás a los poderosos. Se trataba, en el fondo, de desmovilizar al pueblo argentino que había salido masivamente a la calle a condenar el colonialismo inglés y celebrar la recuperación de las islas. Algunas zonceras operaron directamente sobre la subjetividad de los protagonistas de la gesta, como aquella que presenta a los soldados como chicos asustados y a los cuadros militares como la encarnación misma del Mal; otras, en cambio, pretendieron ser más sofisticadas asumiendo un lenguaje político: me refiero a aquella que afirmaba que si la Argentina derrotaba al imperialismo entonces tendríamos 20 o 30 años de dictadura. En el medio hubo muchas más, como la invisibilización de los crímenes ingleses —el artero hundimiento del Belgrano— o la deshistorización de la guerra para encapsularla en “la teoría del loco” según la cual todo lo ocurrido se debió a la decisión demencial de un general borracho y que lo mejor que podíamos hacer, en consecuencia, era olvidar cuanto antes la pesadilla pues “nos aleja del mundo”. Pero como dice Jauretche, “para eso se falsifica la historia, no para que no sepamos lo de ayer, sino para que lo de ayer no nos enseñe lo de hoy y lo de mañana”. El objetivo era abrir un sendero de entreguismo y reforzamiento de la dependencia, aun bajo la vigencia de la democracia formal.
¿Y sus consecuencias?
Las tenemos a la vista. Un país doblegado frente a los poderes mundiales en el marco de una realidad social cuyo dramatismo se resume en el 40% de compatriotas viviendo en la pobreza. Sostengo la idea de que el proceso de decadencia nacional que arrancó en 1975, cuando teníamos un 5% de pobres, una robusta clase obrera sindicalizada, Empresas Públicas en manos del Estado y una economía casi sin deuda externa, para arribar al día de hoy con los indicadores que conocemos; ese derrumbe inaudito no puede ser comprendido cabalmente sin incluir en el análisis la derrota de 1982 y el proceso de desmalvinización que le sucedió. Una sociedad “malvinizada”, es decir, segura de sí misma y con confianza en sus propias fuerzas, no habría tolerado prácticamente sin resistencia la extranjerización de sus recursos básicos y el empobrecimiento creciente de su población.
¿A quién le conviene que esas zonceras continúen circulando?
Las zonceras que señalamos constituyen un “macizo ideológico”, una mitología o “leyenda negra” destinadas a confundir y debilitar la conciencia nacional que irrumpió en abril de 1982 con independencia, claro está, de las oscuras intenciones de la dictadura oligárquica. Su diseño y circulación discursiva tuvo en el “progresismo” de cuño liberal, tanto de derecha como de centroizquierda y hasta de izquierda, un aliado esencial. A partir de 1983, con el advenimiento de la democracia emergente de la derrota, ese progresismo desembarcó en la Universidad Pública de la mano de Alfonsín. Muchos regresaban al país del exilio abatidos por la trágica derrota de sus fantasías juveniles —terrorismo de Estado mediante— y abrazaron la doctrina “democrática” que prometía un tránsito incruento a la estabilidad republicana del tipo europeo, aunque con condiciones materiales de vida cada vez más latinoamericanizadas. Era una utopía absurda que pronto se reveló incapaz de resolver los problemas históricos del país; por el contrario, los agravó. Ese progresismo no quería saber nada de Malvinas. Tenía un aroma plebeyo, marcial y “patriotero” que detestaban, pues nos alejaba del mundo europeo que admiraban. Se dedicaron entonces a tejer ese entramado de imposturas, frivolidades y falsedades que me permití llamar “zonceras desmalvinizadoras”, parafraseando a Jauretche.
¿Cómo se expresa la “cultura de la derrota”, y cómo se relaciona con Malvinas?
No cabe duda de que esa cultura derrotista posterior a la guerra instaló la idea desgraciada de que cualquier intento de enfrentar al poder dominante, en cualquier plano de la vida social, está irrevocablemente condenado al fracaso. Mejor hacer “buena letra”, asumir nuestra condición de inferioridad y esperar, en lo concerniente al Atlántico Sur, la condescendencia del usurpador británico. La “política de seducción” de los tiempos de Menem, simbolizada con los patéticos ositos Winipú del canciller Guido Di Tella, resume esa nefasta concepción derrotista. En la actualidad, recomiendo leer la saga de crónicas del periodista de La Nación Alconada Mon quien, desde Malvinas, retoma la misma línea de pensamiento y poco menos que nos culpa a nosotros de la ocupación inglesa y de la hostilidad de los kelpers hacia los argentinos. Esa es también una de las zonceras más infames y más estúpidas que circula desde hace rato: adjudicar a la Argentina la responsabilidad por la continuidad de la usurpación inglesa después del ‘82. El colmo de la mentalidad colonizada.
No quiero dejar de señalar que la desmalvinización, en mi opinión, tuvo esencialmente una base material, aunque su construcción haya sido discursiva o simbólica. Fue imprescindible a los fines de aplicar el programa neoliberal en los ’80 y ’90. Como señala el economista Eduardo Basualdo, los grupos económicos locales, que habían expandido sus negocios durante la dictadura gracias al apoyo y la complicidad del Estado terrorista, se asociaron en las décadas siguientes con el capital financiero internacional (bancos, Hedge Funds, etc.), que eran los tenedores de los bonos desvalorizados de la deuda externa contraída en tiempos de Martínez de Hoz. De ese maridaje salieron los nuevos dueños de las Empresas Estatales privatizadas por el menemismo. De allí surge, claro está, la gratitud que los Techint, Pérez Companc, Macri, Bridas y cía —nuestra “burguesía nacional” transnacionalizada— le rinden cada vez que pueden a las “reformas de mercado” del riojano. Es obvio que, en toda esta oprobiosa política entreguista, la causa Malvinas no tenía cabida, era un obstáculo, un asunto a eliminar de la agenda. ¿Cómo justificar que los mismos que mataron a nuestros 649 compatriotas, o fueron cómplices de ellos, eran ahora los dueños de nuestros recursos? Los Acuerdos de Madrid I y II brindaron la apoyatura jurídica para consumar la estafa. Todavía están vigentes, dicho sea de paso.
La conclusión que se deriva de lo anterior es inapelable: el “progresismo” europeizado levantó un muro inexpugnable para impedir que ingrese Malvinas como tema de debate en nuestras universidades e instituciones productoras de conocimiento. Fue enteramente funcional a los intereses de las elites económicas y sociales en los más crudos años de entreguismo. La obra de Gramsci sirvió para todo menos para lo principal: iluminar los intereses sociales en disputa en esa auténtica “guerra de posiciones” librada entre malvinizadores y desmalvinizadores.
Este año de homenaje sirve sin duda para combatir la desmalvinización, pero ¿qué más podría hacerse para difundir la conciencia de que tenemos una base militar de la OTAN a 600 kilómetros de Ushuaia?
Los 40 años nos muestran que el tema Malvinas sigue vivo en varios sentidos. En primer lugar, por lo obvio: nuestras islas y su inmenso espacio circundante se mantienen en poder del usurpador. Esto representa, en sí mismo, un perjuicio económico fabuloso del que nunca hablan los defensores del “equilibrio fiscal”. Por otro lado, es público y notorio que el capitalismo global está ingresando en una nueva fase de guerras y masacres. El caso de Ucrania es apenas un episodio de una realidad más amplia de disputas entre diferentes bloques de poder en el marco de un declive relativo del imperialismo norteamericano. No sabemos en qué derivará este gigantesco desorden internacional, pero es posible observar que las grandes potencias se preparan aceleradamente para la guerra. Invaden países, aumentan sus presupuestos militares, aplican sanciones, establecen alianzas, etc. En tal sentido, el reciente pacto militar entre EE.UU., Reino Unido, Australia y quizás Japón, llamado Aukus, es particularmente amenazante para nuestro país pues utilizará la base militar inglesa —o sea de la OTAN— en Malvinas como plataforma para eventuales enfrentamientos y rencillas con China. Es imprescindible que la Argentina levante ya mismo la voz utilizando todos los foros internacionales a su alcance, especialmente los latinoamericanos, para advertir sobre esta escalada belicista que coloca a toda la Patria Grande en la línea de tiro de los imperialistas.
¿Cómo se integran en vos tu labor como psicólogo, docente e investigador con la experiencia directa de haber combatido en las islas?
En lo personal siento un gran orgullo de haber participado en la guerra del ’82 defendiendo a la Patria contra el imperialismo inglés. Comparto ese sentimiento con la inmensa mayoría de los Veteranos de Guerra. Al momento de ir al sur yo ya tenía, por razones familiares, una visión política e histórica relativamente sólida de lo que estaba en disputa en el Atlántico Sur. Los hechos posteriores me reafirmaron en mis ideas y mi carrera universitaria en una facultad como la de Psicología, saturada del indescifrable dogma lacaniano y completamente refractaria a Malvinas (¡jamás se armó ni un solo grupo de estudio ni equipo de trabajo sobre la neurosis de guerra!) me convencieron de que la desmalvinización era una política consciente de las elites intelectuales de la época, no un mero descuido. A fines de los ’80, antes de la privatización, integré un equipo de salud con profesionales de ENTel, la telefónica estatal, que realizó un trabajo diagnóstico de la neurosis post-traumática con un grupo de casi 700 veteranos de guerra de la empresa. Fue una tarea inédita, de gran excelencia profesional, que se pudo desarrollar merced al pedido de una Comisión Interna de excombatientes de la misma empresa. Desgraciadamente, la investigación quedó inconclusa por la privatización de Menem y María Julia Alsogaray. El grupo de trabajo se desmembró y las nuevas autoridades —españoles, italianos y franceses— se desinteresaron del tema y lo abandonaron. Siempre digo, basándome en esta experiencia, que el proceso de entrega de nuestro patrimonio nacional ocasionó un perjuicio que fue mucho más allá de lo puramente económico.
No quiero cerrar la entrevista sin rendir un homenaje a los 649 patriotas que cayeron en el Sur. Mantener viva la causa justa que los llevó a la muerte cuando apenas comenzaban a vivir es la mejor redención que podemos hacerles quienes tuvimos la suerte de sobrevivir a la guerra. Las Organizaciones de Veteranos cumplieron también un papel de enorme importancia en el acompañamiento a los familiares de los caídos, en la superación del duelo o al menos en su máxima morigeración posible. Le dieron un sentido a la muerte de sus camaradas mientras el sistema desmalvinizador los arrojaba a la ciénaga insoportable del sinsentido.
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