Hace un tiempo, cuando EdUNLa reeditó las obras de José María Rosa, nuestra revista entrevistó a Eduardo Rosa. Algunos hechos de la vida de uno de los más grandes historiadores del país salieron a la luz en las palabras de su hijo. A 31 años del fallecimiento de “Pepe”, recordamos algunos relatos de aquella tarde amable en el Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego.

Usted dijo que hay libros que su padre “escribió después de muerto”.

Hubo uno que se llamó “Porteños ricos y trinitarios pobres en la primitiva Buenos Aires”. Trataba sobre los primeros 20 años desde la fundación de Buenos Aires. Garay no era ningún tonto: fundó dos ciudades: la ciudad de la Santísima Trinidad y el puerto de Buenos Aires. Estaba prohibido entrar esclavos por las Leyes de Indias pero Garay sabía que los esclavos iban a entrar por acá, entonces quería hacer una ciudad que fuera gobernada según las leyes antiguas por los hidalgos, es decir los vecinos; ser “vecino hidalgo de lugar conocido” era un título de nobleza menor. Garay quería que los “trinitarios” fueran los únicos vecinos, y los “porteños” —o sea los vecinos del puerto— existieran sin ser considerados “vecinos”. Pero nosotros ahora nos llamamos “porteños” porque los contrabandistas terminaron ganando. El artículo de mi padre que habla de todo esto se llamaba “Origen de la oligarquía porteña”, pero como la editorial que lo quería publicar dijo “acá los únicos que vienen y tienen plata son los turistas —era el año 2002— y los turistas no saben qué es la oligarquía”, le pusimos “Porteños ricos y trinitarios pobres”. Los trinitarios al final terminaban consiguiendo que una de sus hijas se casara con un contrabandista, si no tenían que terminar de chacareros para los ricos, es decir los que traían contrabando.

“Defensa y pérdida de nuestra independencia económica” es una de las obras que integran el volumen de EdUNLa.

Es el primer libro de historia argentina que hace papá. Ojo que hasta ese momento, yo se lo he escuchado decir, el revisionismo era una cosa como para callarse la boca: no había que darles importancia a “esos locos” que insultaban entre comillas a los próceres, pero no eran peligrosos: era casi una cosa para discutir en un campus universitario y no en la calle. Del 45 en adelante se convirtió en algo absolutamente político porque ciertamente adhiero a la idea de que la historia es la política anterior y la política es historia nueva: si uno habla de historia está hablando de la política de hace 40, 50 años. No hay historia no ideologizada.

En este momento está trabajando en la puesta de la obra de su padre en Internet, con acceso libre. ¿Cómo es el proyecto?

La idea es procesar archivos, más que digilizarlos. Hace unos años un amigo nuestro heredó por su prestigio intelectual el archivo de FORJA. Había incluso cuentas de almacén del año 45. Atrás de una cuenta había anotaciones de una reunión, lo cual era casi como escuchar una conversación privada con la oreja atrás de la puerta. Hablaban hasta de mi abuelo, el padre de papá. La primera noticia que yo había tenido de él la había recibido por la familia, que me decía que Rawson renunció a la Presidencia en 1943 porque no quiso hacerle caso a la embajada norteamericana, que no quería que mi abuelo fuera al Ministerio de Hacienda porque estaba en la lista negra. Mi abuelo tenía una imprenta —yo era muy chico, y me acuerdo de haber visto con gran admiración que estaban imprimiendo las etiquetas de la gomina Brancato—. Lo habían puesto en la lista negra porque en algún momento el diario “El Pampero” había sido uno de sus clientes; era un diario nacionalista, tachado de estar pagado por la embajada alemana. La imprenta estaba en uno de los pocos edificios del siglo XVIII que quedaban en Buenos Aires, en Rivadavia entre Maipú y Florida, y tenía una escalera altísima. Un día subió un “abogadito” a ofrecerle a mi abuelo sacarlo de la lista negra por unos mangos: mi abuelo lo sacó a empujones y lo tiró por la escalera. Ese abogadito era uno de los Noble, no sé si Julio o Roberto.

¿Nos cuenta algún recuerdo de su papá?

Hay un Pepe Rosa que se conoce muy poco, de una bohemia total. Un día lo invita Haedo a su casa, “La azotea”, en Uruguay. Está ahí como un mes, y le gusta tanto que quiere comprar algo pero no en Punta del Este, que no era un lugar para papá. Decide comprar en los ranchos de la Barra, adonde iban los uruguayos. Había un camino pavimentado para llegar pero por lo menos en dos o tres ocasiones las dunas lo tapaban. En esa casa de la Barra el ambiente era absolutamente bohemio, caía cualquiera. Un día llegamos con mi mujer y mi hijo chiquito y vimos que estaban como huéspedes sin invitación dos jesuitas que habían ido al casino y habían ganado un pleno simplemente cerrando los ojos y dejando que el “jefe” los inspirara. Ahí no se cocinaba nunca. Papá compraba cuando tenía plata, cosa que sucedía muy de vez en cuanto. Entonces iba y compraba salame, compraba queso, y venía cantando “Dale dale dale la marimorena… Que esta noche hay vino, que esta noche hay cena”. Cuando se iba a pescar volvía con pescado y se comía, porque no había heladera. Tenía un kayak con el que se fue a la Isla de los Lobos. Y si no, se iba en moto a hacer paleontología a un lugar que se llamaba “la Garganta del Diablo”, traía toda clase de cosas y después las estudiaba. Como no tenía auto, llenaba el garage de cosas que encontraba en el mar. Ese es el José María Rosa que conocen muy pocos.

En general, por la obra uno se lo imagina de otra manera…

Nunca fue un señor demasiado serio. Además tenía una cultura que todavía nos impresiona. Hay un artículo que se llama “El sabio y la corte” donde les echa un juicio a los milicos. Papá se había enojado con una sentencia de un juez en el juicio que le hacen a Isabel Perón y dijo que “era inicuo”. Entonces los milicos le hacen un juicio a él “porque está en contra de la justicia”. En el artículo papá se imagina en la Biblioteca Nacional hablando con Alfonso el Sabio, a quien le explica que tiene un problema en las cortes. “En las cortes, siempre vas a perder aunque ganes” dice don Alfonso. Entonces papá dice que el juez había dado una sentencia “inicua”, y Alfonso el Sabio le pregunta si es un juez nombrado por el Rey. “No, nosotros no tenemos Rey”, responde, y Alfonso el Sabio dice “En una república como la de ustedes el soberano es el pueblo que gobierna a través de los representantes. ¿Los representantes del pueblo nombraron al juez?”. “No, lo nombraron los militares”, dice el narrador. “Ah —dice don Alfonso— ese juez es un pendejo”. “No, don Alfonso, es un hombre grande”. “Es un pendejo, como lo digo en mi partida tal, porque depende de”. Y el juez era muy joven… Ese tipo de bromas papá las hizo toda la vida.

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