El 24 de agosto de 1878 nacía en una mansión de la la calle Callao frente al Colegio del Salvador Florencio Parravicini, hijo de terratenientes acaudalados. Mucha gente sabe quién fue. Y acaso nadie sepa quién fue. Aristócrata y saltimbanqui, actor formidable, improvisador extraordinario, se lo vincula siempre con la cara escatológica de la noche porteña. Y con razón: él hizo lo suyo para esculpir tal posteridad. Aunque existen divergencias acerca del escenario primero, se acepta que empezó en el Roma, un tabladillo picaresco de la calle 25 de Mayo, después llamado Parisiana y por último Ba-Ta-Clan, vecino a su gemelo, el no menos célebre y prohibido Cosmopolita. Parravicini, oveja negrísima de una familia copetuda, se escondía al principio tras el seudónimo de Flo (una película argentina lo transformó en Flop y además echó a perder una excelente oportunidad de resucitar el mundo fascinante del antiguo varieté). Tiraba al blanco con milagrosa puntería, es cierto. Pero su arte superaba esa pericia circense. Parravicini —luego Parra para todo el mundo— fue un artista fuera de serie, capaz de hipnotizar a la platea, incapaz de someterse a un texto, imprevisible y genial. Como era demasiado bueno para el Roma, no tardó en ganar status de primerísima figura. Pero antes, una vez que fueron domados los furores familiares, se atrevió a debutar en el Casino como «Mr. Parravicini, tirador sobre blanco humano y Harris, tirador cómico, su partenaire”. El tal Harris, como un Guillermo Tell actualizado, afrontaba dos o tres funciones diarias la prueba con frutas y otros objetos sobre su cabeza y —dicen— hasta con un cigarrillo entre los labios, que volaba limpiamente tras el disparo de Mr. Parravicini.
Ya estrella, se convierte en una locomotora que arrastra todo a su paso. Porque solo él cuenta. Estrena obras ajenas pero las convierte en un show personal, agregando “morcillas” subidas de tono. A nadie le importa el texto. Parra se divierte más que nadie. Las cejas disparadas hacia arriba en arco demoníaco, la sonrisa sardónica mostrando un espacio entre los dientes centrales que parece hecho a propósito para acentuar la máscara de fauno. Un fragor de batería, un golpe de luz y el actor más puerco de Buenos Aires gana de un salto el centro del escenario. Ya no hay obra, ¿quién la necesita? Ataviado con ropas de personaje o con su clásico jacquet, fabrica un chiste verde, lo tira al aire, lo vuelve rojo rubor y si se le antoja, lo termina negro sepultura.
Dilapidador de fortunas —se patinó dos herencias en París porque era hijo de multimillonarios—, supuesto cultor de vicios inconfesables, gana toneladas de billetes grandes que se ablandan y destiñen en champagne hasta desaparecer. Su único compromiso es con la vida, “su vida”, la que él ha elegido. Y la consume a mil por hora, con la ansiedad de quien intuye un sendero no demasiado largo. La indignación hipócrita de los pudorosos le sirve de estímulo para tirar con munición gruesa. Muy poco puede afectar “el qué dirán” a un rebelde que había afrontado las represiones sociales de una familia que figuraba en la Guía de Contribuyentes de la Provincia de Buenos Aires —año 1928— entre las cincuenta poseedoras de más de treinta mil hectáreas.
Una mañana se siente mal y se somete a ciertos estudios. Los médicos le dicen la verdad: cáncer, por entonces totalmente incurable. No es hombre de tapujos ni temores. Otra mañana saca de la mesa de luz una pistola niquelada y esa noche ya no hay función. Buenos Aires no puede creer que esta vez Florencio hizo puntería sobre sí mismo. El gran Parra ha partido para siempre. Y sin intuir, tal vez, en aquel invierno del 41, que al apretar el gatillo ponía en marcha una leyenda. O quizás lo hizo para eso, con Parra nunca se sabe.
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