El precio de desentenderse de la política,

es ser gobernado por los peores hombres.

Platón

Cuando concebimos con la colaboración de Ernesto Ríos y de Emmanuel Bonforti las siete dimensiones del pensamiento nacional y latinoamericano, ex profeso colocamos la autorreflexión inmediatamente después de la primera de ellas: el autoconocimiento. La autorreflexión es un concepto que da cuenta de dos cuestiones, la primera: un diagnóstico; es decir, una observación que hicieron las pensadoras y los pensadores latinoamericanos respecto de la ausencia de categorías epistemológicas que pudieran dar cuenta de fenómenos específicos de nuestra autenticidad latinoamericana.

Todos sabemos que —en cierto sentido— nuestra aprehensión del mundo y del universo se produce a través de categorías y representaciones. La formación de categorías se constituye como herramienta esencial para el desarrollo del pensamiento abstracto. Una categoría es un concepto de tipo general por el cual un ente puede ser diferenciado y —en consecuencia— clasificado. A partir de ellas, los positivistas exploraron una clasificación de las entidades, de tal distinción ensayaron luego un orden jerárquico. Entonces, todos los entes que comparten rasgos comunes, formarían parte de esa categoría; del mismo modo, varias categorías que reunían cualidades afines, integraban para ellos una categoría superior.

Europa —en una etapa importante de su historia— fue una gran productora de categorías y representaciones que fueron, ciertamente, adaptadas acríticamente; primero por las colonias, luego por las repúblicas llamadas «independientes». Ahora bien, cuando los pensadoras y pensadores nacionales —en términos generales— referían a la ausencia de categorías, no solamente realizaban un diagnóstico sino que, además, proponían un desafío. Cada una de las siete dimensiones es a la vez un diagnóstico y al mismo tiempo un desafío. Es buena oportunidad para enunciar entonces algunas categorías, muchas de las cuales no necesariamente son originales; constituyen adaptaciones críticas de otras categorías proyectadas a la propia realidad. También —en otras circunstancias— son producto de la creatividad, es decir, de la originalidad. Una categoría no necesariamente debe ser original, puede constituirse a partir de una circunstancia de organización. Una categoría puede ser producto de una dimensión creativa o de una adaptación; elemento que, también, posee cierta cualidad creativa.

El marco histórico en donde América Latina comienza a producir anticuerpos frente al positivismo adoptado acríticamente —donde, además, empiezan a proponerse categorías específicas para el abordaje integral de nuestro subcontinente— coincide con la llamada reacción antipositivista, movimiento que comienza a verificarse aproximadamente a finales del siglo XIX y principios del XX.

Vamos a trabajar sobre algunas, no todas obviamente, ya que un abordaje de las más destacadas implicaría una labor que excedería con creces el alcance de este artículo. Tomaremos dos: la semicolonia y la colonización cultural, ambas íntimamente relacionadas.

La semicolonialidad constituye —en cierto sentido— una categoría de adaptación crítica. Tomada de la obra de Lenin —y adaptada por Abelardo Ramos— da cuenta de una circunstancia, de una caracterización diferente, ya que Ramos la utilizó para representar nuestra situación como país dependiente. En El imperialismo: fase superior del capitalismo de 1917, dice Vladímir Lenin:

Esta época no sólo se caracteriza por la existencia de dos grandes grupos de países (los colonizadores y los colonizados), sino también por las formas variadas de países dependientes que, aunque gozan formalmente de independencia política, en la práctica están atrapados en las redes de la dependencia financiera y diplomática. Ya nos hemos referido antes a una de estas formas, la semicolonia. Un ejemplo de otra es Argentina. «América del Sur, sobre todo Argentina —dice Schulze-Gaevernitz en su obra sobre el imperialismo británico—, es tan dependiente financieramente de Londres que casi debe ser considerada como una colonia comercial inglesa». Basándose en los informes de 1909 del cónsul austrohúngaro en Buenos Aires, Schilder calcula que el capital británico invertido en Argentina ascendía a 8.750 millones de francos. No es difícil imaginar los sólidos lazos que esto asegura entre el capital financiero británico —y su fiel «amigo», la diplomacia— y la burguesía argentina, los círculos dominantes de toda su vida económica y política (p. 94).

Para Abelardo Ramos, el carácter semicolonial se refería a un estadio de dependencia —en cierto sentido encubierto— porque en las etapas de expansión colonial había estrategias de colonización de facto y otras estrategias de colonización sutiles. Estas apuntaban a la captación de conciencias, es decir, no había una necesidad de intervenir a través de una fuerza armada o a través de un gobierno impuesto por el país colonial, sino simplemente lograr —a partir de la incorporación acrítica de las categorías europeas— la conquista de las conciencias; de allí que Ramos hablara de un país semicolonial.

La Argentina será colonial de modo directo y manifiesto en la etapa española, con autoridades e instituciones de gobierno afines a su condición, y semicolonial a partir de la intervención británica posterior a las guerras civiles. Londres llevó adelante su estrategia, primero de alianza con los sectores de poder y conquista de las conciencias, cuanto menos de las élites dirigentes. Esta categoría —semicolonia— así aplicada fue muy útil y aportó significativamente al primer peronismo: «movimiento nacional defensivo» y, en tanto ello, una categoría en sí misma.

Para los europeos, los movimientos nacionales eran experiencias nacionalistas expansivas, coincidentes con las crisis del capitalismo. Todos sabemos que el surgimiento de un Estado omnipotente o poderoso es consecuencia de una ficción en crisis, es respuesta y reacción a la idea de un «mercado autorregulado» que fracasa y da lugar al consecuente advenimiento de los Estados nacionales —poderosos y fuertes— y motivados por un ethos burgués de expansión colonial. Aquí, la categoría de movimiento nacional defensivo apunta a neutralizar el colonialismo directo o indirecto, a organizar los factores sociales para evitar o minimizar las consecuencias de la acción de los países coloniales, es decir, a organizar los factores económicos para lograr una justicia social. Es una articulación entre diferentes teorizaciones respecto a la comunidad que imbrica con el Estado y es —también— una categoría en sí. Hay fenómenos políticos como el peronismo, como el varguismo, el aprismo en Perú o el Radepa boliviano, que pueden verse a la luz de estos movimientos nacionales defensivos. Es importante resaltar y no olvidar que su carácter defensivo no les priva en modo alguno de sus cualidades espontáneas y creativas que les son inherentes —incluso más— las potencian.

Ya mencionamos que íbamos a relacionar la semicolonialidad con la segunda categoría por analizar: la colonización cultural (o pedagógica) que, básicamente, es una de las especulaciones sobre las cuales se concentra Jauretche en el texto «La colonización pedagógica» transcripto de una conferencia que el pensador dictó en el primer curso de temporada en la Universidad Nacional del Nordeste en mayo de 1967 y que comienza parafraseando a Spengler sosteniendo:

… cuando los imperios ejercen el dominio político directamente, este se impone por la persuasión de la artillería que, lógicamente, es categórica; pero cuando el dominio prefiere mantener la ficción de la autonomía jurídica, la apariencia de soberanía, la colonización se hace por medios indirectos: se maneja la inteligencia, y la habilidad consiste en crear una pedagogía colonial, un modo de formación de la inteligencia para que la misma no perciba la situación real y, más aún, sea su colaboradora (p. 1).

La primera parte —al estilo jauretcheano— es contundente desde el primer párrafo y como siempre destacan las lecturas del pensador argentino —Der Untergang des Abendlandes de Spengler, que terminó de editarse en 1923—. Nos da cuenta que la colonización cultural apunta al plano de las consciencias y, obviamente, tiene por objetivo la alienación —es decir, la separación entre el sujeto y su propia realidad— y, por lo tanto, la separación entre el sujeto individual y colectivo de sus propios intereses.

De este modo, la colonización cultural apunta a que el sujeto confunda los intereses que debieran serle propios y beneficiosos con aquellos que, demandándole igual o mayor esfuerzo —siendo más frecuente este último— terminan siendo redituables para el colonizador y generosamente aportados —en igual proporción de entusiasmo e ignorancia— por el sujeto colonizado. Como prueba lo expresado, la colonización cultural es una categoría de aplicación imprescindible. Es una categoría de análisis, pues es imposible abordar las sugestivas posiciones de muchas de las élites que se identifican más con los intereses de los países coloniales que con los intereses de los países a los que pertenecen.

Sin lugar a dudas y en este sentido, el trabajo de Jauretche resulta extraordinario; ahí ya aparece —obsérvese— la categoría de semicolonia como adaptación crítica. Tenemos también el movimiento nacional que —si bien desde el punto de vista terminológico podría ser confundido— es la única categoría que permite entender los fenómenos nacionales —en términos de movimientos nacionales defensivos— que, generalmente, se autodefinen más como de liberación.

La colonización pedagógica es una categoría, sin ella es imposible ver cómo se ejerce la colonialidad en el sentido de la conciencia; esto no es algo nuevo, no sólo sucedió en la Argentina, se dio de suyo en otras colonias, y fueron nuestros autores quienes comenzaron a denunciarlo.

Otra categoría por completo original tiene que ver con las organizaciones libres del pueblo como definición de las formas de autoorganización comunitaria. Esta surge del núcleo central del peronismo y está compuesta por tres palabras: organización, libre y pueblo. La primera tiene que ver no sólo con un conglomerado de sujetos, sino con un coincidente de personas humanas con objetivos e intereses comunes; hay un plan en esa organización de la consciencia, no es un mero aglutinamiento contractual como ensaya El contrato social ni de orden puramente fáctico; es una comunidad que convoca proximidad e interés, tal como puede ser una organización sindical, una mutual, etc. Son libres, pues nadie las obliga a formarse y coexiste una naturaleza de libertad originaria; y serán del pueblo, ya que pertenecen a una comunidad definida. Sobre esos tres elementos que la conforman, podría escribirse de modo extenso —y lo hemos hecho—, basta mencionar aquel artículo escrito hace algunos años junto con Guillermo Willy Carrasco.

La alienación es, en cambio, una categoría adaptada; para el marxismo la alienación era la separación del mundo artesanal del producto de su trabajo, así lo muestra con enorme ironía el film Tiempos modernos. Con maestría y crueldad incomparables, Charles Chaplin denuncia la alienación del sujeto frente a la «cinta transportadora fordista».

En la interpretación del pensamiento nacional —trabajado con agudeza por Ernesto Goldar— la alienación es la separación del sujeto de su realidad que se da —precisamente— por medio de la colonización cultural y así es cómo —concluye el autor— la alienación es su resultado necesario. Es decir, la secuela provocada en la persona humana que queda separada de su realidad y es privada de este modo de poder comprender sus necesidades o —en todo caso— de verificar que ha quedado subrogada a los intereses de otro.

En la misma línea, otra categoría resultante es la dependencia (se ve con claridad cómo muchas de estas categorías han provenido, con el tiempo, de las consignas); así, la dependencia aparece en términos de la existencia de la centralidad-periferia, es decir, la existencia de un mundo donde algunas naciones, algunas culturas o civilizaciones adquieren centralidad y operan sobre la periferia. Pueden ejercerlo de forma simbólica como ya vimos o pueden ejecutarlo de manera fáctica. La cuestión del análisis de las formas de dependencia —que hoy incorpora además toda la problemática de la dependencia científico-tecnológica— ya aparecía en aquellos tiempos entre 1930 y 1940 —tomando fortaleza para los 70—, pero ahora se reinventa por medio de la informática, las redes neuronales, el mundo digital, por las que se ejerce con ímpetu renovado la dominación indirecta, pero que afecta de manera más profunda y sutil.

Estas categorías que hemos enumerado son algunos ejemplos —ciertamente— no los únicos, hay múltiples y variados ejemplos de ellas. Muchas veces se confunde la categoría con el nombre, mientras aquella es siempre una representación. La categoría de semicolonia es una representación que Lenin se hace de determinado proceso, la semicolonia que Ramos propone para América es otra representación; lo mismo sucede con los movimientos nacionales.

Queda el desafío creativo de seguir desarrollando categorías nuevas —aunque muchas han sido definidas directa o indirectamente— por ejemplo: matriz de reflexión creativa —cuyo concepto le debemos a Alcira Argumedo— como sinónimo de pensamiento nacional latinoamericano. Su importancia radica en que en la medida en que se exploraban las tentativas de definición de esto que denominamos «pensar situado», algunos autores tropezaban con ciertas contradicciones; en tal sentido, quien ha aportado de modo más certero —en términos precisos— aquello que permite contemplar el concepto como una categoría, ha sido, sin duda, la socióloga rosarina.

Una matriz de reflexión creativa implica —primero— la idea de que América puede crear, luego una ruptura epistemológica que rompe con la idea de que «sólo son capaces de crear los países centrales». Esto es puro prejuicio. América se ve capacitada de aportar categorías —no solamente para comprender sus propios procesos, sino también para comprender los procesos universales— porque, como decía Jauretche: «el pensar en nacional es lo universal desde los propios ojos».

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