Una niña se detiene frente al teatrino. La función ha terminado. Se detiene y espera que los titiriteros salgan. Va por detrás. Mira detenidamente. Pregunta. “¿Dónde está la escalerita?”.

Los titiriteros entienden enseguida.

Los títeres suben y bajan sobre un horizonte que les está por delante como si subieran y bajaran por la escalera. Ese suele ser el movimiento del teatro de títeres de guante. Un subir y bajar eterno tras un eterno horizonte.

Tal vez para no desilusionarla, la titiritera le responde:

“Es invisible”.

Fascinación. Estupor. Asombro.

Eso es lo que siente un niño frente a los títeres. Cuando los títeres viven. Cuando el actor vive en el títere y este puede representar la tragedia humana. Con humor, con silencios, con llanto, con sinceras emociones contenidas, con gestos de lo que no tiene gesto, como es el rostro del muñeco, pero siempre el drama humano, trágico dije, porque se trata de este transcurrir a descuento de la muerte, cosa que cuando los niños lo descubren, toman esa suerte de seria consideración por las cosas de la vida.

Por eso, cuando se vulnera esta profundidad del teatro de muñecos que trae su alforja de historias y vida desde siglos, cuando alguien se burla de su condición teatral si consideramos al teatro como una representación de lo más profundo de la vida, entonces el arte desaparece, la emoción no existe, se transforma en una mala caricatura de su esencia.

Desde el primer hombre que vio su sombra en el muro tras la luz del fuego hasta el personaje popular oriental devenido en el guiñol europeo, y hasta aquel anónimo actor que trajo el primer retablo en un barco español con el que acompañó a los otros marineros para desembarcar azorado ante una representación ritual de una comarca americana (donde el maíz era un objeto vivo, y la nube, y la tierra, y el agua, como agradecimiento por la cosecha), el teatro de títeres no ha dejado de gestar ideas y de gestarse en un recorrido lleno de piedras, pero también de maravillosos hallazgos.

La buena salud del teatro de títeres

Maurice Kurtz ha dicho: “No es un desdeñable tributo a la magia del teatro el hecho de que un ser imaginado que llamamos títere pueda absorber la atención, las facultades emotivas y la fidelidad del público en todos los países de la tierra”.

Tal vez este pensamiento nos ayude a desentrañar el por qué el teatro de títeres sigue teniendo vida y buena salud a través de los siglos y los continentes. Y a través de las circunstancias.

Una vez, el titiritero Daniel Spinelli, detenido durante la dictadura militar en la cárcel del Chaco —tal vez una de las más tenebrosas del país— me contó que la única expresión que permitían los guardiacárceles, era la que él les había enseñado a los presos: hacer títeres con frazadas y sábanas.

Representaban sus historias y, lejos de prohibirlo, los guardianes se quedaban a mirarla, única manera de expresión en un mundo donde la expresión está prohibida porque es peligrosa. ¿Qué tiene el teatro de muñecos que permite esa libertad?

Otro titiritero y poeta, Elvio Villarroel, supo contarnos cómo durante una función de marionetas, un niño autista de cerca de diez años cuyo padecimiento era que nunca había hablado, al acercársele el muñeco por el piso hasta pocos centímetros de él, le dijo una palabra increíble: “Hola”. Ese hecho, para Elvio, había sido un descubrimiento bello y asombroso que solía compartir con quienes disfrutábamos de escucharlo.

Decía: “Ninguna medicina ni terapia podría haber logrado lo que logró aquel muñeco en tan pocos minutos”.

Respeto por el mundo de los chicos

Sin duda, la fantasía del niño no tarda en chocar con el mundo sin ilusiones, racional” del entendimiento adulto. (…) Solo el artista adulto podrá entender al niño, estar cerca de él y vivir en su mundo.

Hans Mûller Eckhard

Esta frase de Mûller Eckhard es el resultado de años de experiencia y reflexión. Hace mucho que fue dicha y hoy recobra vigencia, porque los hechos que nos asedian dan interés y mayor valor a aquellas palabras.

Adultos que escriben para adultos pero para hacer negocio con los niños. Adultos que se dirigen a los niños pero por elipsis a los adultos.

El arte está al servicio de intereses que no son los niños: ellos son los destinatarios de un mensaje que jamás debería haberles llegado.

La niñez es atacada. Y todos lo permitimos con un gran silencio. ¿Qué pasa con la cabecita de tres, cuatro, cinco, seis años, que digiere esas imágenes, esa música, ese arte•? El arte que venden las grandes empresas tiene otro fin que no es artístico.

No es arte.

El otro extremo es el producto aniñado. Los niños no son aniñados.

Y entre ambos, debería estar quien produzca un arte para los niños que los respete y hable de ellos desde el mundo de los niños, desde la mente de los niños: hecho por adultos pero con interés en la niñez, en los niños.

Mané Bernardo, la célebre titiritera argentina, creadora junto a Sara Bianchi del Museo del Títere, docente y teórica de este género, dice en su libro Títeres y Niños: “Al niño hay que brindarle desde su temprana edad lo más selecto como valor, como verdad. Lo selecto está muy lejos de ser inaccesible. Lo selecto no es oscuro; este es un error de concepto, de falta de cultura contra la cual hay que luchar constantemente. No olvidemos que el primer choque emocional del niño con las cosas del mundo es lo que más adelante va a prevalecer en él y durante toda su vida. Es difícil que se arranquen de raíz las primeras vivencias del hombre, nacidas rotundamente; al niño hay que darle lo mejor en la calidad superior que merece un ser humano que entrará a formar parte de un mundo civilizado, por eso, (Marcel) Temporal dice: el respeto por tal o cual cosa; pone al respeto como punto inicial de toda creación artística, pedagógica o psicológica”.

Lo que va a perdurar de los títeres, sin embargo, es la ternura. Esa simple ternura de un muñeco que expresa, con un pequeño movimiento, un sentimiento que está oculto. Seguramente lo que va a llegar tras las generaciones, sea ese mensaje del teatro de títeres que dice: “En este mundo en guerra, aún hay alguien que dice que el amor es posible”.

Los niños necesitan ese mensaje. Necesitan la imagen de la familia, del perrito amigo, del barrilete inalcanzable al alcance de la mano, del sueño que asusta, o del sueño que expresa un mundo posible de transmitir. Los miedos, la posibilidad de vencerlos; la prohibición y el permiso; el gigante mundo de los grandes. Todo eso puede expresarse y los niños lo están esperando.

¿Dónde nace el asombro?

Esta digresión acerca de la calidad del producto artístico titiritero, no es tal digresión, sino una aclaración sobre el tema del asombro. El azor.

El azorado debe estar preparado para azorarse. La sorpresa no lo va a sorprender si no está preparado para dejarse ganar por esa sorpresa. De la misma manera, el primer azorado debe ser el titiritero.

En una oportunidad, Javier Villafañe dijo que lo que realmente espera todo titiritero mientras actúa son esos segundos en que los muñecos actúan solos, en que toman una libertad necesaria que sorprende al mismo titiritero, cuando hacen cosas que el titiritero no sabía que iban a hacer. Que cuando eso ocurría, él se sentía satisfecho, y que cuando no sucedía, quería decir que la actuación había sido mala, que había salido de oficio, pero no con el asombro necesario, eso que otros llaman “magia”.[1]

Una enseñanza que nunca he olvidado es la de los arqueros zen: el arquero zen, para dar en el blanco colocado a cien metros de distancia, no mira el arco, no se concentra en la flecha, no piensa en el brazo, el torso, los pies: todo eso ya está adquirido con horas de práctica; en el momento de disponerse a lanzar la flecha, pone toda su atención en el blanco; solo mira el blanco, todo él es el blanco: un absoluto olvido de sí.

Ese olvido de sí, tan esencial para la creación, es lo que, a quien está del otro lado observando, lo sorprende, lo deja boquiabierto: “Eh, pero esto está sucediendo de veras. Este muñeco vive en verdad”. Y los niños, tan permeables a lo permeable, no dudan; con una fe que moverá montañas, creen a pie juntillas lo que les cuenta el que está detrás de la tela transmitiéndoles con todo su ser, olvidado definitivamente de sí mismo.

El titiritero francés Robert Desarthis, en contraposición a esta idea, dijo: “Yo soy el Dios de un mundo, de un mundo que yo mismo he creado (…) Un Dios justo, clarividente, consciente de sus responsabilidades. Este poder soberano, ideal, absoluto, solo lo recibo de mí mismo… tirando los hilos de mis marionetas”.

En el número de septiembre de 2009 de la revista El Monitor de la Educación, Sara Bianchi dice: “No. Para nada. Yo no llevo los hilos. Los muñecos me manejan a mí (…) A veces siento que yo soy la que sigo a los títeres, que ellos me exigen cosas”. Y, para reafirmar esta idea, expresa: “El titiritero es un actor que transmite todo su cuerpo al cuerpo del otro y toda su interpretación al muñeco. Pero si no lo siente en su interior, no sirve”.

La niña que preguntó por la escalerita detrás del teatrino, adquirió un conocimiento pleno de esa mentira que es el arte —parafraseando a Juan Rulfo— para decir la verdad. La titiritera le respondió con una parte de la verdad.

¿Le mintió?

No. No le mintió.

Para la pequeña, aquello ya era una verdad plena.


Bibliografía

Bernardo, Mané (1976) Títeres y niños. Eudeba, Buenos Aires.

Mûller Eckhard, Hans (1957) El niño incomprendido. Edición Carlo Lohlé, Buenos Aires.

Temporal, Marcel (1942) Comment construire et animer nos marionettes. Ediciones Bourrelier.

Gociol, Judith y Pazos, Silvia (2009) “Cualquier cosa puede ser un títere”, Sara Bianchi, titiritera. En revista El monitor de la Educación, septiembre 2009.


[1] El entrecomillado se debe a que la magia necesita de trucos. Pero el teatro, si bien puede trucar a la magia, cuenta una realidad tan simplemente asombrosa, que es creíble, y si la cuenta en la búsqueda de que ese “algo” suceda, entonces va a ocurrir lo inesperado, lo esperable, lo que nos deja con la boca abierta.


Alejandro Seta es docente, titiritero y escritor. Fundó, en el año 1990, el Teatro de Títeres Las Bestias Peludas junto a la titiritera Cristina Ledesma, con quien continúa escribiendo y representando obras. Esta nota fue escrita hace 20 años para la revista del Teatro Callejero de Santa Fe, pero nunca fue publicada.

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