Después de tantos años estudiando la ética, he llegado a la conclusión de que toda ella se resume en tres virtudes: coraje para vivir, generosidad para convivir y prudencia para sobrevivir.
Fernando Savater

Con frecuencia, producto de la demanda por lo inmediato de las exigencias de la gestión, asignamos valores obvios a principios que son basales y que requieren ser revisitados en orden a la revitalización de su razón de ser, finalidad o justificación: es decir, de su sentido.

La universidad se piensa como un espacio institucional que debe articularse con la sociedad. De la resultante derivada de la afirmación anterior, se nos vuelve evidente el necesario «compromiso con el territorio».

Frases que escuchamos mucho y que solemos leer en diversos informes como «responsabilidad social universitaria» o «espacio de compromiso con el territorio» —a fuerza de repetirlas— pueden perder su fundamento. El enorme desafío planteado por la dinámica acelerada de una realidad que se deteriora, impone estrategias urgentes para desplegar en la práctica.

Muchas veces se afirma «trabajar hacia el territorio», pero las universidades acudimos con nuestros libros, con nuestro conocimiento, con nuestra oralidad de cátedra; es decir, lo que aprendimos y sabemos hacer, mientras que el «poder hacer» se nos vuelve esquivo de manera inoportuna. Corrernos de esos lugares tan académicos —«superacartonados», solemos decir—, para empezar a trabajar en ese «poder hacer», depende de nuestra continua capacidad de leer cuáles son las verdaderas necesidades y demandas que el territorio (con)tiene.

¿Cómo pensar, entonces, ese vínculo entre la universidad y el territorio? En nuestra institución —por su historia, por su emplazamiento e irradiación social hacia el sur—, se aportan trazos definidos desde que Ana Jaramillo en sus inicios, con la continuidad de Daniel Bozzani y Georgina Hernández después, siguen repensando lo universitario y lo proyectan como un espacio de ida y vuelta.

Sabemos que la universidad está atravesando ahora una multiplicidad de conflictos que tensionan en lo horizontal, por un lado, en una sociedad que padece el abandono de un continente institucional que —confiado— dio siempre por un hecho implícito, asentado y sobreentendido. En el eje vertical, un gobierno nacional que no considera en sus políticas a la universidad como un espacio de inclusión plural. Plagando de obstáculos la educación superior, ataca como una enfermedad autoinmune aquellos agentes promotores del estímulo social. Ya no se atreve a desestimarla como tal, pero la redirecciona como recurso de promoción para una élite que nunca ha resultado —por cierto— ni popular ni numerosa.

En un especializado discurso del equívoco afirma que la universidad es una institución «importante», «prestigiosa», mientras que mediante guiños maliciosos la indispone tiñéndola de desconfianza ante los ojos de la comunidad a la que, a su vez, dificulta cada vez más el acceso a ella.

No solo nos presentan de modo paradojal el «retroceso como avance»; en su afán de reconquistar aquel idílico principio del siglo XX —que solo habita en sus mentes— proyectan el regreso a un modelo universitario oligárquico y prerreformista. Qué contraste significativo con el propósito para el que fueron creadas estas nuevas universidades —la UNLa junto con tantas otras— articuladas con un proyecto productivo nacional y protagonizado por los hijos de la persona-obrera, es decir, la sucesión de su dignidad trascendida.

La Universidad Obrera Nacional creada en 1948 para que el joven trabajador y sus hijos alcanzaran la Academia, encontró su reivindicación definitiva al año siguiente con una Constitución que garantizaba por igual el acceso a la educación superior, al mismo tiempo que generalizaba la instrucción técnica y profesional.

Cooperación y compromiso

Ya en nuestro tiempo —en continuidad necesaria y armónica con aquella década del cuarenta—, las leyes de creación de nuevas universidades nacionales hicieron eclosión en el conurbano, y en otras regiones de nuestra tierra adentro en las que se fueron fundando. Evitaron el desarraigo y se acercaron al territorio conformado como tal por núcleos familiares en los que ni siquiera podía verificarse la formalidad del trabajo —tal como suele «asumirse» en el irrecusable conglomerado urbano—. Nadie como ellos para entender la actividad académica como ascenso social y dignificación frente a su propia comunidad. Porque un estudiante que habita el aula es —al final— una victoria tangible de la comunidad que se organiza.

Así lo comprobó la marcha del 23 de abril del año pasado —multitudinaria— sin distinción entre doctrina, ideología, credo o clase social. Todos los que allí estuvimos, concertamos que la universidad era un espacio transversal a todos —no solo de ascenso social— y lo más importante: la reapertura de la conciencia que nos revincula orgánicamente en torno a la formación y al conocimiento como políticas de Estado. Después de un año de aquel trascendental evento, que no había movilizado a tantos por una causa igual desde hacia décadas, el desafío para nosotros se multiplica y se renueva.

De modo continuo, nuestra universidad crea diversos espacios desde donde se despliegan nuevas estrategias, con un sinnúmero derivado de acciones llevadas adelante. Desde lo académico —por dar un ejemplo— se reflexiona sobre el ingreso irrestricto y es llevado a adelante por la gestión como una política institucional necesaria, en momentos de tanto apremio para nuestra comunidad.

Todas las acciones de cooperación son llevadas en las distintas carreras y otros espacios universitarios. Estas perspectivas se vuelven superadoras y adquieren sentido desde la Secretaría de Cooperación, Bienestar y Deporte, en la que nos hemos desempeñado durante tantos años en diferentes espacios de articulación.

La manera en que la universidad se acerca al territorio forma parte inherente de las estrategias proyectadas: la creación de un jardín maternal —que contiene a las infancias mientras nuestros estudiantes se forman realizando sus cursadas— nos asume, no ya como mero intermediario, sino como un puente facilitador capaz darle un complemento ordenador a la familia, evitando así la deserción forzada ante la prioridad de maternar o paternar.

Es la articulación con el secundario donde se invita a esos jóvenes a desarrollar conciencia sobre la universidad «pensada», pero también acercándonos a quienes la escuela media no ha podido captar por medio de otros proyectos socio-comunitarios. Y esto incluyendo a los que —por diferentes circunstancias de la vida, muchas veces traumáticas— fueron obligados a distanciarse por algún conflicto con la ley penal juvenil. Es ahí donde nuestra Casa extiende su brazo y acompaña con energía a levantarse. Un espacio de reflexión, pero exento del señalamiento estigmatizado, un espacio nuevo donde re-crearse en el mejor y más amplio sentido del verbo.

Los pilares de la universidad son irremplazables, uno tiene que ver con lo académico, con la formación de grado tradicional, pero también con el compromiso ligado a la problemática del territorio. No solo pensada en términos de «simple práctica profesional», porque esta es solo una entre tantas a la hora del acercamiento territorial. Las prácticas son importantes —desde luego— pero también puede serlo la militancia, desde algún centro de estudiantes o desde alguna organización barrial. Esto provoca la reflexión: hace pensar al estudiante por qué vino a la universidad.

Pensar desde la universidad cómo nos vinculamos con el medio, pero de manera real, de puertas abiertas al entorno. Esta ligadura no puede pensarse solo desde «ser el graduado que posee el conocimiento», exportando luego el proceder de resolución in situ. Con frecuencia de demuestra al revés: el territorio indica los pendientes, los espacios en blanco.

Muchas veces son nuestros propios estudiantes quienes revelan la anatomía del problema en cada municipio. Narran —no sin crudeza— la naturaleza del conflicto y de ahí —lo que cuenta al final— qué hacemos con esto desde nuestra avidez por leerlo y resignificarlo. Generar el vínculo de confianza que propicie la franqueza, aquella necesaria para aceptar el desafío de asumir que hay algo que el otro no sabe, pero también que hay algo que yo no sé. «Poder atribuir ignorancia y atribuirse ignorante», se ha dicho; la simpleza del concepto se expresa por sí mismo, una idea llena de potencia y al mismo tiempo provocadora. La aceptación de «no saber» puede ser atemorizante, pero también nos empuja a expandir nuestra identidad a lugares que desconocíamos.

Trabajar con el territorio

Con lo dicho hasta aquí, podemos comprender que el territorio no es solamente un concepto. A este se lo escucha, se le pone el cuerpo, a él se va despojado de esta idea  de «resolverlo todo». La universidad apela a las dudas, a instalar nuevas preguntas y es este el rol que nos ocupa en la educación superior. No se crean estudiantes a «nuestra imagen y semejanza», portadores de un contenido inconexo. La enseñanza es un préstamo de buena fe, uno con el cual pueden identificarse —pero en esos términos—: un préstamo definido en un momento, en un tiempo determinado, cuyo objeto eventual será su desarme para que el sujeto se vaya con lo que trajo, más lo que sumó en ese espacio, un proceso de irrigación que lo eclosiona transformándolo en otro.

Resulta cada vez más claro que la universidad por sí sola y pensada como tal hace sesenta años hoy es inviable. El claustro como resguardo, el conocimiento «en contexto de encierro» fue para pocos y de escasa repercusión social, inconcebible en términos de extensión universitaria. En nuestra Casa le llamamos «cooperación», un concepto fuera ya de toda discusión posible —mejorable en todo sentido—, proyectada en dimensión expansiva, se ha vuelto hoy imprescindible en su ejercicio comunitario. Y si todavía tenemos que seguir hablando sobre estos conceptos que su praxis revela asentados, es porque alguien todavía cree que la universidad está para otra cosa o solo para enseñar un cúmulo arbitrario de contenidos enciclopédicos.

Nuestro compás apunta siempre al compromiso de formar profesionales, habilitándolos para una actividad determinada, para tomar decisiones. En nuestro Departamento, todas las carreras están orientadas a pensar la gestión de la política pública, a planificarla y a administrarla. De ahí el contrato social que asumimos: formar cuadros críticos que sean autónomos, orientados en la propia búsqueda. En el trayecto se les brinda un abanico de autores, de pensadores, de textos guías, bibliografía; pero además las herramientas que fomenten la autonomía y la proactividad necesaria para una ajustada lectura de la realidad. Y aquel que es el distintivo característico de nuestra universidad: la impronta por la sensibilidad responsable ante la problemática social.

Nuevos gestores de conocimiento llevados a la acción con aquello que —a partir de ahora— se aprendió y se conoce. No es enseñar una técnica nada más, sino cómo esa habilidad aprendida se pone al servicio del otro, retomando el concepto jauretcheano. La «sensibilidad» —saliendo de cualquier apreciación subjetiva— es mirar al otro, no como dato estadístico, sino como persona dimensionada a la promoción humana.

Como hemos constatado, queda claro que «trabajar con el territorio» nunca es un eslogan acomodado a una coyuntura voluntarista o a la simple trivialidad discursiva. Lleva en su esencia última el peso de una incumbencia engranada con el proyecto nacional.

De suyo, esta labor tampoco resulta una práctica lineal. El abordaje comunitario es como lidiar con arenas movedizas: por momentos, cuanto más hacemos por emerger, más parece nos hundimos frente al abordaje conceptual de un conflicto. De ahí las herramientas constituidas en técnicas que nos permiten detener el descenso y hasta salir con éxito de ellas. De nuestra capacidad de comprender —de leer— la problemática, junto con la pericia en la práctica resolutiva —a veces determinada por los años— el escenario cambia, el territorio se modifica. En consecuencia, nosotros y nuestras discusiones deben alcanzar la altura de esas modificaciones para comenzar otra vez a rediscutirlas.

Continuando con el planteo de la vinculación, tenemos que multiplicar los proyectos de cooperación, repensar cómo asociarnos mejor con la enseñanza media y qué le estamos pidiendo hoy, así mismo cómo reflexionamos sobre los contenidos enseñados durante los primeros años de la carrera. Una de las primeras instancias es no dar por sentado que la escuela secundaria tiene que resolverlo todo como una preparatoria universitaria. La enseñanza media tiene otros objetivos y —en consecuencia— es menester trabajar más de cerca con ella y observarla con mayor detenimiento. Desde el Departamento, varios proyectos de cooperación a los que estamos dando impulso, articularán con la escuela media pero —y reiterando la idea— no solo dirigiéndolos a aquellos posibles futuros estudiantes, sino también a sus docentes que trabajan hace tiempo en el campo y a los que debemos escuchar, contándonos la actualidad de su trabajo, entendiendo mejor cómo adaptar nuestras propias prácticas. Y como docentes que somos de los primeros años de las carreras, atrevernos a revisarlas y reconsiderarlas, saber corrernos de la autosuficiencia que nos aportan los contenidos y escuchar qué es lo que hace hoy un docente de la escuela secundaria en el último año que transita ese estudiante. Pensarlos como trayectos educativos integrados y no como «momentos aislados», separados uno del otro tan solo por la exigencia curricular. Existen en ese proceso de adaptación zonas que son grises, que ni la secundaria resuelve y que nosotros tampoco estamos logrando saldar.

Enfatizar la lectura de las dificultades reales e identificarlas; porque los problemas no están circunscriptos solo a que los ingresantes «no entienden los textos», es un reduccionismo que nos interpela a levantar la mirada y ampliar la perspectiva. Nos obliga la seriedad a la hora de encarar una problemática. Desde el advenimiento del chat en cualquiera de sus formas —no solo los jóvenes—, toda la humanidad no ha escrito y leído tanto como en todo el siglo XX completo. El simplismo es tan ineficiente tanto a la hora de ser aplicado en una resolución, como en un diagnóstico que, forzado, termina siendo un preconcepto.

Familia y educación superior

Quiero decir, habitar la vida universitaria no es solo «comprensión de textos» o «resolver un binomio cuadrado perfecto», estos son vehículos de operación contingente y no fines en sí mismos. El trayecto en la educación superior implica adaptarse a una nueva cultura institucional, organizarse de variadas maneras: pensar con estrategia contenidos diferentes y nuevos métodos de estudio necesarios para abordarlos.

Puedo imaginar a los estudiantes conversando con sus padres sobre qué les van a tomar en los parciales o qué materia tienen que cursar en un aula a una hora y cuál en otra. Tal vez esa madre o ese padre o el adulto a cargo del cuidado, nunca fue interpelado por estas cuestiones porque no pudo acceder —tal vez, siquiera— a la escuela primaria. Algunas de tantas formas en que puede una familia comprender y asimilar este tránsito.

Comprobamos así cómo la institución se va destilando en la dinámica familiar y cómo se va generando su apertura en este sentido. Un núcleo parental que tal vez nunca contó con la alternativa remota de un horizonte académico. Se verifican numerosos casos de reversión en los que algún miembro de la familia —motivado por el estudiante que narra su experiencia— ingresa a la universidad desde diferentes estímulos: porque un hijo comienza la carrera, porque pasaron a hacer un taller o porque la abuela asiste al Centro del Adulto Mayor. «Por eso lo que se aprende en la familia tiene una indeleble fuerza persuasiva, que en los casos favorables sirve para el acrisolamiento de principios moralmente estables que resistirán luego las tempestades de la vida», dice el entrañable Savater en aquellas páginas escritas en el año 2004.

No suelo ser autorreferencial, pero al mismo tiempo no puedo —ni debo— olvidarme de cuál es mi raíz, de dónde vengo: la primera generación de universitarios en mi contexto familiar, como en el caso de muchos que están leyendo ahora estas palabras. En mi hogar no se hablaba de la universidad de manera explícita, pero al mismo tiempo rondaba la contundencia de la idea, creo ser clara. Mis padres estaban en el convencimiento absoluto de que yo tenía que seguir estudiando y me apoyaron todo el tiempo —tanto a mis hermanos como a mí—. Mamá no había terminado la escuela secundaria y ejercía las tareas de cuidado y de labor en casa; papá —un trabajador que había hecho la escuela técnica con las exigencias de entonces— era un obrero.

Ellos tuvieron claro el deseo de que nosotros hiciéramos algo diferente y no porque estuviera bien o mal lo que ellos hicieron, tal vez hasta lograron superar sus metas. Con recursos distintos y a veces escasos, nos apoyaron y nos impulsaron a hacer algo que para ellos era absolutamente desconocido, hasta el punto de inspirarles cierto temor. Comprender mis años de compromiso y militancia estudiantil, el centro de estudiantes en la facultad con la sombra ominosa de una dictadura apenas superada. Creyeron en mí aún en lo desconocido, superando sus propios miedos.

Aquí estoy en esta etapa alentándolos a que se animen. El camino no siempre es una línea definida exenta de incertidumbres. Eso es lo que no debemos olvidar, más aún cuando toca abordar espacios donde deben tomarse decisiones, son las que sé tomar o creo saberlo; así como en el caso de mis padres o en las familias de cada uno de ustedes. Pero si de algo estoy convencida es que existe un mundo enorme más allá del radio universitario. En él ocurren realidades distintas y de cambio vertiginoso, cuestiones que pasan, nos afectan a nosotros y también afectan a nuestra comunidad: un espacio que late, que vive y respira, donde el conocimiento con su práctica territorial es —siempre— un camino incontenible de dignidad y libertad.

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