La experiencia analítica con niños, niñas y adolescentes en el hospital general

Hablar de salud mental es hablar de los tiempos que corren, sobre todo si pensamos en relación a nuestro hacer en los espacios públicos, el cómo pensamos la salud mental, sus determinantes y abordajes, es decir, su dimensión política. Transitamos tiempos en los que la exclusión es parte de una política pública, en los que el poder somete a cada vez más extensas poblaciones al estado de Nuda Vida (Giorgio Agamben), a vidas desnudas, a cuerpos en condiciones mínimas de subsistencia que van de la mano de una marcada desigualdad que se profundiza cada vez más. A esto se le suma el corrimiento de políticas sociales que puedan achicar esta brecha y amortiguar aquello que el mercado no puede regular. El Estado está en retirada, y la salud se encuentra atravesada por los avatares del desmantelamiento de los espacios públicos que son los que sostienen, arman y tejen respuestas ante el malestar. En tiempos caracterizados por la caída del Otro, se suma la vacilación de los lugares que funcionan como andamiaje para el sostén subjetivo, como son las instituciones: entre ellas, las hospitalarias.

Hoy en día no se trata solamente de hacer subsistir al psicoanálisis en el hospital, de marcar sus alcances y delimitar su ética, sino también de hacer subsistir el hospital mismo, en tanto lugar para la inclusión de quienes necesitan acceder a una atención en salud y que además asegure las condiciones de trabajo dignas para quienes allí ejercen.

Esto se ensambla en un campo de la salud mental definido por el conflicto, donde la tensión de paradigmas condiciona las prácticas y las lecturas sobre las problemáticas del sufrimiento subjetivo. En los últimos años, la perspectiva biologicista fue tomando fuerza, buscando “lo común” en los cuerpos biológicos y armando respuestas ante el malestar psíquico desde lo real del órgano y su consecuente tratamiento psicofarmacológico. Como contrapartida al paradigma de la complejidad, el enfoque de derechos, en el que la salud mental comunitaria sostiene la importancia de los abordajes integrales desde la perspectiva de la interdisciplina y los intersaberes. En estas tensiones, en puja constante en un campo diverso y heterogéneo, es también donde se hace lugar la práctica del psicoanálisis en el hospital, para rescatar del todo universal la singularidad de cada uno.

Cuando pensamos en situaciones de riesgo en niñas, niños y adolescentes no lo hacemos solo en relación a la presentación de la clínica particular, sino también de contextos potencialmente y efectivamente riesgosos para ellos y ellas, ya que por su prematuración dependen física y emocionalmente de otros que, muchas veces, no ejercen su rol de sostén y cuidado. Allí, cuando esto falla, y aparecen diversas presentaciones de violencias y abusos, en tanto quedan posicionados como puros objetos del Otro del goce, es el hospital quien responde en primera medida y presta hospitalidad para alojar y dejar las primeras marcas de cuidado luego de un hecho traumático.

En contextos en los que evidenciamos un empuje al desamparo generalizado dejando a cada vez más poblaciones de niños, niñas y adolescentes en situaciones de riesgo, el hospital posee un rol social de Otro garante capaz de contener y soportar lo traumático.

Los psicoanalistas en las instituciones formamos parte de esta estructura como referentes, también, de la salud. Integramos equipos interdisciplinarios consolidando una red de trabajo en articulación con diversas áreas, sin dejar de descompletar, en muchos casos, los discursos totalizantes en pos de la emergencia subjetiva en los tratamientos del trauma y sus marcas en el cuerpo.

Cuerpo y psicoanálisis en el hospital

“Quise decir ‘Mario’ pero mis labios parecían sellados, como si no pudiera pasar de la primera letra de su nombre. De repente supe que toda mi vida mis labios quietos no habían hecho más que repetir la primera letra de ese nombre dormido. Dormido en mi boca quieta”.
Alejandra Kamiya en “Los nombres”, incluido en “Los árboles caídos también son el bosque”

El hospital aloja los cuerpos sufrientes, dolientes, y lo que importa principalmente es el cuidado de la vida. El hospital cuenta con técnicas y prácticas para esto, allí el cuerpo biológico en su fragmentación es recibido por múltiples disciplinas especializadas que hablan del órgano, lo estudian, lo hacen vivir. En esta fragmentación disciplinar está también el servicio de salud mental, para atender el padecimiento psíquico, y al que también se le demanda muchas veces lograr la curación, la adaptación, el bienestar. Sin embargo, atender la demanda no implica desatender lo que es un cuerpo para el psicoanálisis. Lejos del cuerpo de la medicina, lo que nos llegan son cuerpos que se escapan del sueño curandis, el sueño médico; se trata de cuerpos que no buscan muchas veces la curación ni prosperar la vida, sino que vuelven una y otra vez a enfermar, se ponen en riesgo, se lastiman, se mutilan. Cuerpos desbordados, extraños, molestos, hiperactivos.

Desde la guardia e interconsultas de la sala de internación, se solicita profesionales de la salud mental que tengan un saber hacer con lo que no anda. Un saber hacer con aquello que no solo interroga el saber médico, sino los principios mismos de cuidar la vida, de buscar el bien, de querer curar. ¿Qué hace allí un psicoanalista? Podría decirse que de entrada soporta incomodar la demanda, le da lugar pero para incomodarla, porque esos cuerpos desregulados a partir de la irrupción de lo real del trauma requieren de un tratamiento singular del goce, que es justamente lo que excluye la orientación médico-científica.

Para el psicoanálisis el cuerpo no está dado de entrada, el cuerpo se construye. Y como tal, existe un abanico de fenómenos del cuerpo del que no habla la tecnociencia. Muchas veces se intenta reducir la complejidad del sufrimiento subjetivo a bases puramente neurobiológicas. Un ejemplo de esto que se presenta en el consultorio del hospital es cuando se nos solicita confirmar posible TDA en niños que llegan ya medicados, cuerpos sin tiempo ni pregunta, en los que la anticipación no permite el tiempo de comprender y solamente son silenciados, calmados para su adaptación.

En las guardias, en las interconsultas de sala, presenciamos a esos cuerpos que en exceso requieren un tratamiento singular del goce, un tratamiento que permita la extracción del objeto y así aliviar eso que está en más, ya que en caso contrario toma la vía del acting out o el pasaje en acto. Esta experiencia que vincula al sujeto con su goce en el cuerpo implica un pasaje del “para todos” al “cada uno”. En estos contextos el psicoanalista ofrece, promueve un otro registro habitando el silencio, soportando la espera, la pregunta, la pausa, sosteniendo el vacío, cuestionando sentidos, habilitando la sorpresa, los fallidos, para que algo de la contingencia pueda ahuecar lo cierto e inminente del acto.

Para Ricardo Seldes, un analista-trauma “es quien representa el acontecimiento corporal, semblante del trauma, combate lo más mortífero del sujeto y lo torna vivificante”; propone “traumatizar el trauma”, en tanto “traumatizar los sentidos gozados dan una nueva chance al deseo y al amor como renovación de los lazos vivos” (2019, Pág. 76).

Palabras finales

Las urgencias a veces conllevan riesgo, sobre todo cuando se trata de cuerpos marcados por el exceso, el sin límites de un real que irrumpe y urge aliviar. Son situaciones que requieren nuestra presencia inmediata, pero no por ello la prisa de concluir. El tiempo de la palabra y de la escucha batallan contra el ritmo del hospital, entre camillas en los pasillos de guardia, camas en constante circulación del Servicio de Pediatría, emergencias sociales y discursos disciplinares que atraviesan nuestro accionar.

El cuerpo también se construye con las marcas de ese pasaje por el hospital público y el encuentro con el analista ofreciendo un tratamiento particular en el para todos institucional. Un para todos no menos importante, porque reivindica lo necesario de la existencia de un espacio donde el derecho a la salud brinde la oportunidad del recorrido singular. Desde esta perspectiva, defender la salud pública y la práctica del psicoanálisis requieren de la audacia de la palabra, necesitan de analistas concernidos por el actual contexto social que favorece el enmudecimiento generalizado y la inercia del trauma.

Como nos enseña el personaje del cuento anteriormente citado de Alejandra Kamiya, que no tiene un encuentro con un analista, pero sí con el acontecimiento: Los recuerdos y el paisaje pasaban como un viento que arrasa y limpia todo lo que toca. Algunas respuestas llegan solo para obligarnos a una pregunta, y cuando hacen ‘clic’ una contra otra hay en ese ínfimo sonido una clave para toda la paz del mundo. Desde ese día de viento pude llevar mi nombre de otro modo”.

Bibliografía:

Agamben, G. (2006) Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia. Pre-textos.
Goldber, S. y Stoisa, E. (compiladoras) (2022): ¿Cómo habita el cuerpo un niño? Grama Ediciones. CABA.
Kamiya, A. (2024). Los árboles caídos también son el bosque. Eterna Cadencia Editora. CABA.
Lacan, J. (1966-1967) Seminario 14: La lógica del fantasma.
Laurent E. (2016): El reverso de la biopolítica. Grama Ediciones. Buenos Aires.
Mitre, J. (2018): El analista y lo social. Grama Ediciones. PBA.
Mitre, J. (compilador) (2024) Formación del analista y prácticas en salud. mental. Grama Ediciones. CABA.
Seldes, R. (2019): La urgencia dicha. Colección Diva. CABA.

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