Es una gran presencia en la historia del teatro nacional con un prestigio que en realidad se disparó a principios de los sesenta, hecho llamativo si se tiene en cuenta que debutó como autor en 1910 con “Entre el hierro”, a los 23 años; había nacido el 18 de setiembre de 1887. Hijo mayor de un músico napolitano llamado Santos Discépolo y de Luisa De Lucchiy, argentina de origen genovés, tuvo cuatro hermanos: el menor, Enrique Santos, habría de ser otra figura estelar pero del tango. 

Armando fue seducido por el teatro desde chico y jamás dejó ese camino que transitó primero como actor. Pronto se convirtió en director y empezó a leer a los grandes dramaturgos de todo el mundo. Obviamente el italiano Pirandello lo sedujo especialmente, aunque de manera discutible algunos consideran esa influencia como decisiva en su obra. Mi opinión personal es que sus grotescos –tan sacudidores y exitosos- tienen mucho más del gran escritor napolitano Eduardo De Filippo, contemporáneo suyo y de gran influencia en la cultura de su país. 

Discépolo tuvo dos etapas bien definidas en su creación teatral. La primera denota la intención de articular un teatro dramático de cierta jerarquía destinado al público de clase media y luego –con la colaboración de dos coautores que fueron claves para ese tránsito, Rafael José de Rosa y Mario Folco- empezó a darle forma al grotesco, la cara triste del sainete. Lo divertido y festivo del patio del conventillo que hizo célebre a Vacarezza y del cual vivieron tantos otros autores populares, deriva en la miseria cruel de esa promiscuidad donde muchas familias vivían apretujadas en piezas precarias y compartiendo un solo baño. El rostro humillante de la inmigración. 

Su mayor creación es la obra “Stéfano” que firma solo sin colaboradores, y que narra con imágenes y parlamentos muy dolorosos la congoja profunda de su padre, un músico que se soñaba gran compositor y nunca superó el escalón de integrante de una pequeña orquesta donde también fue postergado por un compañero ambicioso.  

Otro título clave y conmovedor es “Mateo”, mirada muy aguda sobre la agonía del coche de caballos desplazado por el automóvil. La trama argumental de esta pieza tal vez sea la más sólida de toda su producción y generó el debut de Daniel Tinayre en el cine nacional con una versión donde brillaron Luis Arata y Enrique Santos Discépolo.  

“Babilonia”, repuesta muchas veces, es otro hallazgo de Armando: allí hace foco en el subsuelo de una casa porteña de gente rica donde viven los criados. En “Mustafá”, un inmigrante pobre gana la lotería pero al billete se lo han comido los ratones. “Cremona” es otro grotesco notable que significó para él un gran disgusto porque se lo iba a reponer el San Martín en los 60 y luego lo dejaron de lado. Con “Relojero”, grotesco puro de fina observación psicológica, Armando Discépolo dejó de escribir en 1934. 

Sus apariciones desde entonces fueron salteadas y solo como director de obras ajenas. Obviamente, fue quedando en el olvido y muchos lo suponían muerto. Pero de pronto la permanente actividad escénica de nuestro medio hizo una revisión de su repertorio y lo canonizó, para sorpresa de él mismo. Falleció a los 83 años, el 8 de enero de 1971.

Armando íntimo
Como sobrino, compañero inseparable y discípulo de Alejandro Berruti, un importante hombre de teatro e íntimo amigo de Armando, tuve la oportunidad de tratarlo bastante. Fue un hombre introvertido, de pocas palabras y algo sombrío como sus personajes. Era difícil pescarle una sonrisa pero fácil quedarse atrapado en sus reflexiones sobre la condición humana. Cada tanto se le escapaba un comentario amargo sobre Tania, su cuñada cantante de tangos y mujer de Enrique. Guardo de él una imagen de mi primera infancia. Habíamos ido a almorzar los tres –mi tío me llevaba a la calle Corrientes a los cuatro o cinco años- y yo le pregunté a Armando por qué era pelado: él me miró divertido y me contestó “el pelo lo perdí todo de golpe una tarde de mucho viento…” Cuando salimos a la calle había viento y yo de inmediato me agarré la cabeza con pánico, ante las carcajadas de ambos. Debe de haber sido la única vez que Armando Discépolo se rió con ganas.

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