“La lucha de clases, que el historiador educado en Marx tiene siempre presente, es una lucha por las cosas burdas y espirituales, sin las cuales no existen las más finas y espirituales. Pero estas últimas están presentes en la lucha de clases, y no como la simple imagen de un botín destinado al vencedor. En tal lucha estas cosas se manifiestan como confianza, valentía, humor, astucia, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Ellas pondrán en cuestión toda nueva victoria lograda por los dominadores. Así como las flores vuelven al sol su corola, de la misma forma, en virtud de un heliotropismo secreto, todo lo que ha sido se vuelve hacia el sol que surge en el cielo de la historia. El materialismo histórico tiene que entender esa transformación, la más imperceptible de todas”.1)Benjamín, Walter. “Conceptos de Filosofía de la Historia”, La Plata, Terramar, 2007.
En su crítica virulenta a las ilusiones progresistas, propias de las sociedades capitalistas de Europa occidental, Walter Benjamin toma como eje central del desenmascaramiento de las mismas, el “declive de la experiencia”, en el mundo moderno.
La pérdida de la experiencia está ligada a la transformación del sujeto en autómata, es decir al ser que ha perdido toda experiencia de memoria, siéndole amputado todo lazo con la rememoración, que de acuerdo con Michael Lowy se distingue del recuerdo, ligado al simple vivido. La rememoración se relaciona con los dominios de la experiencia perdida: el combate de las generaciones vencidas y la experiencia de las sociedades sin clase de la prehistoria.2)Lowy, Michael. “Redención y Utopía”. Buenos Aires, El cielo por asalto, 1997.En ninguna medida esto representa un retorno a una etapa primitiva concreta o idealizada, sino un reencuentro mediante la rememoración colectiva con el viejo igualitarismo, para conformar, a partir de este, la fuerza necesaria en el combate revolucionario, para el establecimiento de una sociedad distinta. La revolución es pues, al mismo tiempo, utopía y redención mesiánica.
En Benjamin existe por lo tanto una unidad dialéctica entre el fin y los medios: no habrá sociedad sin clases, sin una interrupción revolucionaria de la continuidad histórica (“progreso”), y no habrá acción revolucionaria si el fin (la sociedad sin clases) no es comprendido en toda su explosividad mesiánica, como punto de ruptura. La revolución no puede escindirse de la redención, y sin una visión mesiánico/redentora de la historia, no hay praxis revolucionaria auténticamente radical.3)Lowy, Michael, op. Cit.
En “Asedios al indigenismo” Martín Paredes Oporto señala que en el texto “Buscando un Inca”, Alberto Flores Galindo da cuenta de la historia de un país fragmentado (Perú), en el que pasado y presente se observan a sí mismos en un juego de espejos. La utopía andina es el hilo conductor del relato.
¿En qué consiste la utopía andina?
Las utopías andinas -en plural- son respuestas a problemas que afrontan las sociedades andinas desde la conquista: dominación colonial y fragmentación social. Lo que plantea la utopía es el regreso a la sociedad incaica y el retorno del Inca, con toda su carga de mesianismo y milenarismo. No es una simple añoranza del pasado, el Inca y el Tahuantisuyu no son los históricos, sino los que la imaginación popular, a través de la memoria oral, ha idealizado hasta tornarlos idílicos.4) Paredes Oporto, Martin, “Asedios al indigenismo”, Revista Quehacer 128, enero-febrero 2001.
Existen diferentes versiones de la utopía andina, mas las mismas poseen un denominador común: el rechazo al presente y la ligazón con un pasado reformulado e ideal, en el que se produce un reencuentro con las tradiciones pre-hispánicas. Es impugnada la modernización, debido a que esta encarna la destrucción de un proyecto colectivo exitoso.
En el pasado se encuentra una reformulación doble: por un lado, la referencia a un pasado a la vez glorioso que ofrezca un sentido sólido e igualitario de pertenencia al peruano de nuestro tiempo, pero también la posibilidad mesiánica de reformular al Perú contemporáneo desde una perspectiva clasista.
“¿Cómo recogería el socialismo este discurso utópico? Flores Galindo reclama no solo ideas sino también pasiones colectivas para construir el socialismo en un país pobre atrasado, la fuerza del mito: un socialismo que no signifique la destrucción de las culturas tradicionales, ni se edifique a costa de los campesinos. Estos son los desafíos intelectuales que plantea la Utopía andina de cara al futuro.”5)Paredes Oporto, op.cit.
El vocablo “utopía” para Flores Galindo tiene una fecha concreta de aparición, 1516, año de la publicación del texto de Tomás Moro así titulado. Ahora bien, en dicho escrito el filósofo británico expresa que la sociedad por esta habitada, a la que se refiere en su obra, están fuera del tiempo y el espacio históricos. Constituyen modelos para entender la realidad de su época, a la vez que para enjuiciarla críticamente.
En la región andina la formulación utópica se opuso de cuajo a los tipos ideales. El no lugar apto para las disquisiciones filosóficas cedió su terreno a un sitio concreto, a una experiencia tangible, rediseñada es cierto, a través del tiempo, en su formulación por las vastas fuentes que la interceptaron, pero visible, verificable. Un espacio y su cronología. El imperio Inca. El mito de Inkarri da cuenta de su restitución.
Los conquistadores habrían cercenado la cabeza del Inca, que desde entonces estaría separada de su cuerpo: cuando se encuentren, terminará ese período de desorden, confusión y oscuridad que iniciaron los europeos y los hombres andinos (los runas) recuperarán su historia.6) Flores Galindo, op. cit.
La historia de la utopía andina es conflictiva, se entrelazan en ella aportes de la cultura popular y de la cultura de las elites.
El milenarismo arriba de Europa con la propia conquista, transportado por monjes franciscanos que se trasladaban a territorio americano. El monje calabrés Joaquín de Fiori (1145-1202) le había dado forma escrita. La historia de la humanidad se dividía en tres eras: la edad del Padre, ya pasada, que correspondía al Antiguo Testamento; la edad del Hijo, o sea el tiempo presente; y la venidera edad del Espíritu Santo. La idea se vinculó con la concepción cristiana de la historia, según la cual esta debe llegar un día a su fin: el juicio final, la resurrección de los muertos, con la consiguiente condenación de unos y salvación de otros, para culminar en el encuentro de la humanidad con Dios.
La cosmovisión andina hace su aporte. En la mentalidad pre-hispánica descansaba la noción de Pachacuti. El autor de “Buscando un Inca” señala: “Para muchos hombres andinos la conquista fue un Pachacuti, es decir una inversión del orden. El cosmos se dividía en dos: el mundo de arriba y el mundo de abajo, el Cielo y la Tierra, que recibían los nombres de ‘Hanapacha’ y ‘Hurinpacha’. ‘Pacha’ significa universo. Los españoles podían integrar una de esas mitades, pero la relación que entablaron con los indígenas fue de imposición, asimétrica. Quisieron superponer una divinidad excluyente que demandaba entrega y sacrificios y no acataba las reglas de reciprocidad: es la imagen que algunos campesinos ayacuchanos tienen de Cristo. Todo esto pudo ser entendido por los hombres andinos como la instauración de la noche y el desorden, la inversión de la realidad, el mundo puesto al revés.”7)Flores Galindo, op. cit.
La amalgama entre los aspectos del cristianismo, como el milenarismo y las tradiciones locales, puede ser la raíz del mito contemporáneo del Inkarri.
El movimiento tupamarista transcurrió entre noviembre de 1780 y mayo del año siguiente, entre el ajusticiamiento del corregidor Antonio de Arriaga y la ejecución de Tupac Amaru II, si bien en el altiplano se prolongaría durante dos años.
El movimiento liderado por Tupac Amaru II es el acontecimiento que aparece como la culminación de un prolongado ciclo de revueltas que convulsionaron el siglo XVIII.
El incremento de las rebeliones va generando cambios cualitativos en su composición en el radio espacial que ellas abarcan. Se produce un traslado del norte hacia el sur del virreinato (Cuzco, Arequipa, Ayacucho). El sur es uno de los espacios más densamente poblados, es una zona de identidad indígena marcada, en la que por lo demás el tráfico comercial se incrementó a lo largo del siglo XVIII.
La revolución tupamarista fue a la vez culminación de un ciclo de levantamientos y movimiento de excepción. Según comenta Flores Galindo, contó desde el inicio con una organización, un conjunto definido de dirigentes, y un programa por el que luchar. En ese sentido los elementos conscientes y la voluntad histórica desempeñaron un papel decisivo.
El programa se podía resumir en tres puntos centrales:
1) La expulsión de los españoles o “chapetones”, como se acostumbraba decir despectivamente: no bastaba con suprimir los corregimientos y los repartos, deberían abolirse la Audiencia, el Virrey, y romper con cualquier dependencia con el monarca español.
2) La restitución del Imperio incaico: fiel a su lectura del Inca Garcilaso, pensaba que podía restaurarse la monarquía incaica, teniendo a la cabeza a los descendientes de la aristocracia cuzqueña.
3) La introducción de cambios sustantivos en la estructura económica: supresión de la mita, eliminación de las grandes haciendas, abolición de las aduanas y alcabalas, libertad de comercio.8)Flores Galindo, op. cit.
El líder rebelde pensaba conformar un nuevo “cuerpo político”, en el que convivieran armónicamente criollos, mestizos, negros e indígenas, rompiendo con la distinción de castas y generando solidaridades internas entre todos aquellos que no fueran españoles. El principio que podía unir a todos los colonizados contra España era la idea de Inca, principio ordenador que permitía superar el caos y la noche instalados desde la Conquista,
El programa tenía rasgos evidentes de lo que podríamos llamar un movimiento nacional. En el siglo XVIII no es una noción abstracta. Existen descendientes reales o supuestos de la aristocracia pre-hispánica: José Gabriel Condorcanqui, el curaca de Tungasuca, era descendiente legítimo de Tupac Amaru I, el último monarca de Vilcabamba.
“La revolución tupamarista, de haber triunfado, hubiera implicado una transformación radical de la sociedad colonial. Siguiendo algunas reflexiones de Emilio Choy, en otra ocasión señalamos que, a medida que se fue desarrollando la revolución, los indígenas desplazaron a los otros grupos sociales consiguiendo la hegemonía y logrando imponer reivindicaciones campesinas, en claro enfrentamiento con todo lo occidental. Las masas anhelaban la vuelta a ese Tahuantisuyu que la imaginación popular había recreado con los rasgos de una sociedad igualitaria, un mundo homogéneo compuesto solo por los runas (campesinos andinos) donde no existirían grandes comerciantes, ni autoridades coloniales, ni haciendas, ni mitas, y quienes eran hasta entonces parias y miserables volverían a decidir su destino: la imagen clásica de las revoluciones populares como la inversión de la realidad, la tortilla que se da vuelta, el mundo al revés.”9)Flores Galindo, op. cit.
La revolución tupamarista contenía en su seno a dos bloques internos disímiles: la aristocracia aborigen, que se había enriquecido con el fluido tráfico comercial en la etapa inmediatamente precedente, e incluía al propio Tupac Amaru II; y los campesinos rebeldes, víctimas pauperizadas del encomendero y la economía colonial. La apuesta revolucionaria combinaba características nacionales, étnicas y clasistas. En los inicios del levantamiento confluían. Las divergencias surgieron al calor de los acontecimientos, cuando la violencia comenzó a desplegarse.
Los líderes del movimiento proyectaban una revolución que terminase con el colonialismo, y
modernizara al país ampliando las posibilidades para el tráfico mercantil. Los campesinos entendían que habían sido convocados para un “Pachacuti” (transformación/recuperación de un antiguo orden).
Fin del Pachacuti
La derrota del movimiento no eliminó su potencia, ni su calidad disruptiva. En todo caso solo cristalizó una momentánea frustración colectiva. La esperanza indígena es absolutamente revolucionaria.10)Mariategui, José Carlos. Prólogo de “Tempestad en los Andes” de Valcarcel, incluido como nota a pie de página en “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana”. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2009.
La derrota implica el ocaso de la aristocracia indígena, cuyos títulos fueron suprimidos, y en muchos casos expropiados sus bienes. Atribuyendo el estallido de la rebelión, la administración colonial arremete contra todo lo que podía ser considerado cultura andina. Prohíben el teatro y la pintura indígena, la lectura de los “Comentarios Reales”, el uso del quechua, la vestimenta tradicional. El indio comienza a ser tan menospreciado como temido por quienes no lo son. El temor a que se pueda desencadenar una nueva “guerra de casta como la de 1780” genera una verdadera tensión étnica.11)Flores Galindo, op. cit.
En los comienzos de la dominación española, las Leyes de Indias amparaban la propiedad indígena y reconocían su organización previa. El reconocimiento de las comunidades y de sus costumbres económicas por las Leyes de Indias no acusaba simple sagacidad realista de la política colonial, sino que se ajustaba a la teoría y la práctica feudal. La comunidad podía y debía subsistir, para la mayor gloria y provecho del Rey y la Iglesia.
Una de las instituciones que facilitó el despojo fue la Encomienda. El encomendero era un encargado del cobro de tributos y de la organización y cristianización de sus tributarios. En la práctica operaba como un señor feudal dueño de vidas y haciendas. El régimen agrario colonial determinó la sustitución de una gran parte de las comunidades indígenas agrarias por latifundios de propiedad individual, cultivados por los indios bajo una organización feudal según nos lo refiere Mariategui. Estos grandes feudos, lejos de dividirse, se concentraron y consolidaron.
“La feudalidad dejó subsistentes las comunas rurales, pero la superficie de tierras disponibles para los comuneros, resultaba cada vez más insuficiente y su repartición defectuosa. El latifundista imponía la ley de la fuerza despótica, sin control posible del Estado. La comunidad sobrevivía, pero dentro de un régimen de servidumbre. Antes había sido la célula misma del Estado Inca que le aseguraba el dinamismo necesario, para el bienestar de sus miembros. El coloniaje la petrificaba dentro de la gran propiedad, base de un Estado nuevo, extraño a su destino.”12)Mariategui, José Carlos, op.cit.
El liberalismo de las leyes de la República, impotente para destruir la feudalidad y para crear el capitalismo, debía luego negarle el amparo formal que le había concedido, el absolutismo de las leyes coloniales.
La población campesina, en el Perú, no tenía en la revolución independentista una presencia activa, directa. El programa revolucionario no representaba sus reivindicaciones. La política republicana no atacó a los latifundistas, pero en nombre de los postulados liberales confrontó con las comunidades. Abolió formalmente la mita, las encomiendas. Pero dejó intactos el poder y la fuerza de la propiedad feudal, invalidando sus propias medidas de protección de la pequeña propiedad y del trabajador de la tierra.
La revolución auténtica había sido la tupamarista: mesiánica, independentista, nacional, proto-burguesa y campesina. La utopía en acción que, restituyendo el universo incaico, se proponía constituir la nación peruana. El recuerdo de un período sin clases, como punto de partida para la interrupción revolucionaria de la sociedad colonial. La creación de un Perú que no llegó a fructificar.
Referencias
1. | ↑ | Benjamín, Walter. “Conceptos de Filosofía de la Historia”, La Plata, Terramar, 2007. |
2. | ↑ | Lowy, Michael. “Redención y Utopía”. Buenos Aires, El cielo por asalto, 1997. |
3. | ↑ | Lowy, Michael, op. Cit. |
4. | ↑ | Paredes Oporto, Martin, “Asedios al indigenismo”, Revista Quehacer 128, enero-febrero 2001. |
5. | ↑ | Paredes Oporto, op.cit. |
6. | ↑ | Flores Galindo, op. cit. |
7, 8, 9, 11. | ↑ | Flores Galindo, op. cit. |
10. | ↑ | Mariategui, José Carlos. Prólogo de “Tempestad en los Andes” de Valcarcel, incluido como nota a pie de página en “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana”. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2009. |
12. | ↑ | Mariategui, José Carlos, op.cit. |
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