Carlos Loiseau tenía seis, tal vez siete años cuando empezó a dibujar la calle Cerrito del barrio de Temperley de esquina a esquina. Literalmente. En un tiempo en que no había ni tanto tránsito ni tanto apuro como hoy, Carlitos se traía las tizas de la escuela y se ponía a dibujar sobre el pavimento un interminable desfile de personajes. A la cabeza iba un cortejo fúnebre, con la imponente carroza tirada por caballos negros y los hombres de bigote fino y galera. Detrás, se desplegaba una profusa cohorte en la que se alineaban los personajes cotidianos de la calle: las señoras que venían de la feria con el changuito y la bolsa de las compras, el triciclo de los helados Laponia, el carro de la panificadora, el lechero que iba de puerta en puerta, el carro del botellero, el vendedor de pescado, los chicos que salían del colegio. Lo importante era recrear ese mundo propio aunque más no fuera por un rato. Si no tenía tizas a mano, Carlitos se valía de un pedazo de ladrillo.
Dibujaba todo el tiempo. Tanto sobre el papel de planos que el papá traía de su empleo en YPF como sobre papel de almacén. Los dos hermanos le pedían que se encargara de las pistas para jugar a los autitos, y él las hacía con todo detalle, pobladas de árboles, de construcciones, de personitas. En Navidad y en Año Nuevo dibujaba situaciones cómicas y se las regalaba a todos los miembros de la familia. La necesidad de crear y la capacidad de observar se mezclaron, desde muy chico, con una infinita paciencia: ante una sopa de letras, después de tomar el caldo, separaba los fideítos y formaba nombres y palabras.
Alberto Bróccoli, amigo de la familia, lo presentó en Tía Vicenta cuando todavía no había terminado de cursar “el Nacional de Adrogué”, al cual fue a dar luego de una retirada forzosa del Colegio Nacional de Buenos Aires. En 1966 publicó allí su primer dibujo. Después de ese número Tía Vicenta fue clausurada por personificar como una morsa al general Onganía. Pero desde aquel breve debut, Caloi no paró de pasear sus líneas, sus creaciones y su humor por todos los medios: porteños, provinciales y extranjeros, visuales y audiovisuales, principales y no tanto.
El resto es historia conocida.
Desde 1973, plena época de Lanusse, dar vuelta el Clarín para ver la página de los chistes se convirtió en una nueva costumbre argentina: allí estaba, día a día, Clemente, primero como personaje secundario de Bartolo, luego como protagonista absoluto de la tira. Difícil olvidar cómo, durante el Mundial 78, enfrentó al oficialista José María Muñoz -“Murioz”- a fuerza de cantos y papelitos. Durante quince años el Negro condujo Caloi en su tinta, donde ponía en el aire cortometrajes artísticos de animación, historietas, humor, diseño gráfico, ilustración. Acercó así a muchos jóvenes al cine de animación y a una nueva comprensión de las artes usualmente consideradas “menores”, y hasta se dio el lujo de ganar un Martín Fierro en el año 93. Sus dibujos se publicaron en Europa y en América; varios museos del país y del exterior exhiben sus originales y reproducciones en forma permanente. Publicó unos 40 libros, entre ellos Humeurs d’Amour para la editorial francesa Glénat y Libro de Humor en la República Popular China. Participó como creador, dibujante y guionista en cine y en TV. Y en todos los casos -y por todos los medios- hizo gala de coherencia ideológica y de una estética enraizada en el respeto y el cariño por el pueblo.
El profundo amor del Negro por los códigos porteños, por las calles, los aconteceres y los personajes de una Buenos Aires en vías de extinción está plasmado en una de las cuatro historias de Anima Buenos Aires, largometraje de animación que llevó tres arduos años de trabajo. Mi Buenos Aires herido se llama el corto de Caloi, y en él, como en aquellos murales de la calle Cerrito, desfila la gente de todos los días a través de la mirada -tierna, aguda- de un auténtico artista popular.
Nota: Gracias también a nuestro compañero Claudio Loiseau, hermano menor de “Carlitos”, por compartir con nosotros sus recuerdos.
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