Este año, la revista gastronómica Taste Atlas distinguió al asado como el mejor plato de América, en un contexto donde los movimientos y organizaciones que desalientan el consumo de carne ganan cada vez más protagonismo. ¿Por qué ocurre esto? ¿El problema es el consumo de carne, la cantidad o la forma en la que se produce? ¿Qué importancia tiene la cultura en nuestros hábitos alimenticios?

Sobre estos temas charlamos con Patricia Aguirre, antropóloga especialista en alimentación y docente investigadora del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús. Aguirre también es autora del libro Devorando el planeta. Cambiar la alimentación para cambiar el mundo.

¿El consumo de carne es un hábito cultural? ¿Puede modificarse? 

El consumo de carne es una construcción cultural sobre una realidad biológica: somos una especie omnívora (es decir que no encontramos todos los nutrientes que necesitamos en la misma fuente): ni vegetarianos, ni insectívoros, ni carnívoros, nuestra biología nos empuja a explotar múltiples fuentes y nuestra anatomía da cuenta de este proceso adaptativo de millones de años: por ejemplo nuestros intestinos no son largos para funcionar como una cuba de fermentación, que los vegetarianos necesitan para digerir cantidades de celulosa, ni los intestinos cortos de los carnívoros que se comen los nutrientes “envasados” en la carne de los vegetarianos que son sus presas.

Así que como especie omnívora tenemos que comer diverso para estar bien alimentados. Pero la biología omnívora no dice ni dónde ni cuándo ni cómo ni con quien comer, solo marca la dirección de la necesidad. Han sido las diferentes culturas humanas las que elaboraron respuestas creativas al mandato omnívoro. A estas respuestas las llamamos “gastronomía”, el saber del vientre acerca del comer donde se combinan de la mejor manera posible para su época y su lugar: los saberes (generalmente de la especialista mujer, madre, cocinera que seguramente los recibió de las generaciones anteriores y los aderezó con su propio juicio en base a sus experiencias) pero también el saber acerca de la salud y los alimentos mismos, la tecnología de extracción y producción, la economía y las posibilidades del hábitat, etc. Entonces en esta dinámica se crean hábitos de consumo, preferencias y aversiones, que por supuesto se modificarán con el cambio cultural (el saber, la tecnología etc.) y ambiental (la desertización o el cambio climático nos obliga a producir, distribuir y consumir distinto). 

Por ejemplo a principios del siglo XX en la India cerca del 60% de la población era vegetariana (las vacas eran consideradas sagradas y deambulaban libres por el país). En el mismo lugar hace 3000 años las vacas eran consumidas asadas en festines, según dicen los mismos libros religiosos que siglos después consagraban su sacralidad. ¿Qué pasó para que la vaca pasara de profana a sagrada y su carne de comida a prohibida? Parece ser que en el mismo hábitat, la población creció y a medida que crecía fue más conveniente alimentarse con cereales (1 kg de cereal da 1 kg de comida) que con carne (para formar 1 kg de carne de vaca se necesita alimentar al animal con 8 kg de pienso), así que el vegetarianismo del siglo XX era el producto de condiciones ecológicas, económicas y políticas. Se habían reinterpretado los escritos sagrados para dejar de comer lo que antes se comía. Hoy, en el siglo XXI en la India, solo el 20% es vegetariano; Kerala es la capital mundial del pollo y a medida que crece el ingreso medio, la población introduce cada vez más carne en su dieta vegetal.   

¿El problema es el consumo de carne o las formas de producción? ¿Sería más saludable cambiar hábitos alimenticios y tener dietas que incluyan más verduras y frutas?

Incluir por lo menos 5 porciones de frutas y verduras en nuestra dieta ayudaría a nuestra salud y la del planeta mismo, de manera que hay consenso nacional e internacional en que una comida planificada según esta regla sería más que deseable. Hace décadas que sabemos esto y la educación alimentaria y nutricional lo promueve. Sin embargo, saber no es querer y mucho menos poder.

Los 47 kilos por persona por año que tenemos los argentinos de carne de vaca (que para nosotros es LA carne), nutricionistas y otros profesionales de la salud dicen que —desde el punto de vista sanitario— es demasiado, que bastaría con 70 gr al día (lo que daría, anualizado, cerca de la mitad del consumo actual). Que con esa pequeña cantidad quedan satisfechas todas nuestras necesidades biológicas y estaríamos en condiciones de vivir una vida saludable.

Sin embargo, la mayoría de “nosotros” no llora por su salud sino que llora porque la carne es cara y hemos tenido que reducir el consumo, no por salud, no por gusto sino por la caída en la capacidad de compra de nuestros ingresos. Y lloramos los 125 k/p/año de 1965 (por no decir los 220 k/p/año de la época de la colonia), como si fuera el paraíso gastronómico perdido.

Entonces, hablando desde la salud: convendría reducir aún más el consumo de los que pueden comer carne y aumentar el consumo de los que la ven en figuritas. Todos deberían poder comer una cantidad nutricionalmente adecuada y aumentar el consumo de frutas y verduras que en nuestro régimen siempre fueron secundarias: guarniciones, mientras que la carne vacuna ocupaba el lugar principal en el plato.

Pero desde nuestra identidad, desde nuestra tradición gastronómica y desde la historia que construyó nuestro gusto, sentimos que estamos comiendo poca carne, es más: la cantidad de carne en el plato —antes que el INDEC— marca la precarización de nuestra alimentación, digan lo que digan los profesionales de la salud. Marca los pasos descendientes hacia la pobreza. 

Y respecto de la preparación, la industria alimentaria puso a punto a partir del siglo XIX sucedáneos de la carne que cada vez tienen más peso en nuestra dieta. Salchichas y hamburguesas, por no nombrar al viejo concentrado de carne (la publicidad decía que cada frasco era el concentrado de la carne de 8 vacas) o el paté o los fiambres de pasta (mortadela, salchichón etc.), que aunque el ANMAT los declare buenos para comer y se coman cada día más, son malos sustitutos simbólicos del asado, el plato que cocina la carne con el mínimo procesamiento de manera que se la imagina carne al natural, y que está en nuestros sueños y nuestros recetarios como el epítome de la gastronomía argentina. 

Y nuevamente el deseo y la realidad no van juntas. Nuestro deseo es la carne criada a pasto y agua, esa que fue la carne argentina que conquistó el mundo a principios del siglo XX. Pero hoy excepto unos pocos establecimientos que crían ganado de manera pastoril, para exportación principalmente, la mayoría de la carne para consumo interno se produce en feedlots, donde los pobres bichos viven hacinados, medicados y comiendo granos (mientras su aparato digestivo evolucionó para comer pastos), esperando su temprana muerte. 

El asado salió distinguido como el mejor plato de América, según la revista gastronómica Taste Atlas. ¿Por qué cree que es así? ¿Qué características posee el asado que lo diferencian del resto de los platos?

No tengo ninguna duda que el asado de buena carne pastoril con una buena técnica de cocción a la parrilla, sea horizontal como la trajeron los inmigrantes europeos de fines del XIX o vertical como la preparaba el gaucho es un plato que merece la distinción. Creo que la crianza tradicional del animal alimentado a pasto y agua da carnes magras y gustosas (que son el 80% de un buen asado). La preparación sencilla —sé que decir esto me enemistará con todos los asadores criollos que tratan de transformar en arte el encendido del fuego y la distribución de las brasas, convirtiendo lo fácil en difícil para hacerse ver— y el evento social que se genera alrededor del convite —ya que el asado es una comida colectiva—, hacen que sea una comida de relevancia en la gastronomía argentina.

Además en la cultura patriarcal del pasado era un plato cuya preparación estaba reservada a los varones, viril por su manejo de la carne, la sangre, el cuchillo, el fuego, todo un símbolo de masculinidad, tanto es así que cuando el varón promedio no cocinaba más que este único plato, se justificaba que tuviera su ambiente propio: la parrilla, separada de la cocina femenina donde se cocinaba todo lo demás; incluso la carne roja asada (pero al horno), en variadas formas (hervido, frito, guisado) y con múltiples combinaciones.

Hoy día y por imperio del cambio y flexibilización de roles de género encontramos parrilleros haciendo “comidas” en la parrilla, desde carnes rellenas (cima, matambre, pamplona, carne empanada) a vegetales asados, no solo grillados, y junto a ellos encontramos mujeres parrilleras (profesionales de la cocina y amas de casa parrilleras de domingo). Eso sí, como el chef, el asador o asadora cocina solo, nadie se mete en su parrilla aunque los otros ronden las brasas comentando cada uno sus logros y técnicas propias. Como los capitanes y los reyes, el parrillero/a es soberano en sus decisiones: decide cuándo está y a qué comensal le toca cada bocado (según su gusto y necesidad… se supone). Compárese con el guiso femenino que está sometido a la prueba de la cuchara o el pancito.

Toda una paradoja siendo el asado criollo el mejor ejemplo de reciprocidad, mientras con otras comidas sería una ofensa responder al convite repitiendo la misma preparación, una invitación a comer asado se responde con otro asado, ahora bajo las reglas de la artificación del otrora comensal. Creo que el esfuerzo cultural que ponemos los argentinos en construir nuestros asados bien valía un premio. 

Dentro del ranking elaborado por esta revista, de los 10 primeros platos 8 poseen carne en su preparación. ¿Cómo se entiende eso en un contexto donde crecen los movimientos y organizaciones que desalientan el consumo de carne?

No me extraña porque distintos campos tienen distintos valores y también distintos tiempos. Si pensamos desde la sustentabilidad del consumo alimentario, desde la salud del comensal o desde la economía nacional podemos justificar la reducción de carne y el incremento del consumo de frutas y verduras. Pero si pensamos en la gastronomía, en el turismo o en la distinción, entonces veremos que la carne en estos campos todavía conserva un lugar de privilegio. Cuando aquellos movimientos crezcan y sus valores sean hegemónicos, el soufflé de verdura será galardonado y coronado rey (mientras que el asado y el bife serán comidas antiguas, propias de seres impiadosos con los animales, insalubres por estar llenas de grasa, etc. etc.). La alimentación y por lo tanto sus premiaciones, siguen la danza de las ideas de su época. 

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