La construcción de Occidente
El segundo milenio, ese que va desde el año 1000 al 2000, tiene algo especial. Durante su transcurso ocurrieron las grandes revoluciones políticas de la humanidad, las más refinadas obras artísticas, las teorías filosóficas más lúdicas, los adelantos tecnológicos más asombrosos; se descubrió, por primera vez, el universo, el mundo, el hombre. Parece una ironía que al llegar al final de tan fructífero período, nos encontremos en la crisis humana real y potencial más importante de toda nuestra historia. Una crisis ecológica, de diversidad natural, de estar-en-el-mundo que implica preguntarnos para qué estamos acá: ¿Para llenar mil bancos de oro y plata? ¿Para nadar en un océano de plástico con cosas que, realmente, no nos sirven? ¿Para destruir lo que nos rodea en nombre de un progreso que nunca llega? En definitiva, la crisis del final del segundo milenio implica buscar nuevos sentidos a una existencia que en sí misma no los posee y, al mismo tiempo, preguntarnos sobre las relaciones que establecemos con lo material, lo humano y la naturaleza.
El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos señala que la crisis del fin del milenio se debe a la forma en que Occidente ha entablado relaciones con Oriente, con la naturaleza y consigo misma. El segundo milenio es el de los grandes descubrimientos imperiales y de la creación de dos ejes que recorren y dividen el planisferio, no en términos geográficos sino políticos. Un primer eje que separa Occidente de Oriente creando adversarios/enemigos civilizatorios. Un segundo eje que divide el mundo en Norte y Sur, fijando una relación de asimetría mediada por la inferioridad, y creando una dualidad que ha tomado diferentes nombres, tales como primer mundo-tercer mundo, países desarrollados-subdesarrollados y centro-periferia.
Para de Sousa Santos las Cruzadas del 1100 permiten recuperar el pensamiento aristotélico abandonado por Europa durante la Edad Media y que había sobrevivido en el mundo árabe. También supone la reaparición de Asia Central y la India como un inmenso mercado al cual inundar. Pero, fundamentalmente, el descubrimiento del mundo árabe, de Asia, de la lejanía del este infinito, le permite a Europa crearse a sí misma como Occidente. Con un solo movimiento y en el mismo momento, Occidente y Oriente emergen como polos civilizatorios, como dos horizontes de vida que aunque disímiles poseen la misma función histórica: dotar de sentido a la realidad. Cada uno de manera diversa, entablando diferentes relaciones, formas de abordaje y concepciones del mundo. Así, cada polo civilizatorio construyó una idea del hombre, de la naturaleza, de la historia, de dios(es), del conocimiento y, quizá lo más importante, del otro polo civilizatorio. Cada uno se construyó una idea de sí mismo, al tiempo que se creaba la idea del otro. Un “nosotros/ellos” que, mediado por tensiones, asombros, amenazas y temores, constituyó dos identidades civilizatorias diferenciadas al punto tal de aparecer, hoy, como irreconciliables. Occidente y Oriente marcan el devenir de la historia universal, con sus centros-periferias propios, con sus amos, esclavos, con sus negaciones humanas.
Y esa negación de lo humano encuentra de este lado, en Occidente, el trazado de una nueva línea, de otro eje, que separa el Norte del Sur, la sociedad metropolitana de los territorios coloniales, en fin, la civilización de la barbarie. En palabras de Boaventura de Sousa Santos, el pensamiento europeo es un pensamiento abismal asentado en dos grandes pilares: el derecho que impone lo legal y lo ilegal, y la ciencia que delimita lo verdadero de lo falso. Estas armas de guerra marcaron líneas inexpugnables de división y permitieron la creación de un mundo correcto, visible, posible, deseable y universalizable (dentro del cual escondieron a la civilización europea), y un mundo invisible, fatal, salvaje, incomprensible y hobbesiano (del cual quedaron presas las creencias, formas de conocimiento y ser-en-el-mundo de los pueblos americanos). Esta división entre lo humano y lo subhumano opera desde hace más de 500 años y ha hecho de América Latina el continente de la inferioridad, la irracionalidad infantil y un nuevo jardín del Edén eximido de la culpa cristiana, lo que habilitó violaciones, crímenes, matanzas y expoliación de recursos.
En resumen, Oriente se constituye como espacio de alteridad para Occidente, como un otro civilizatorio dotado de racionalidad e identidad propia. Esta dualidad civilizatoria es, inevitablemente, un campo de conflicto ya que Oriente es, siempre, una amenaza. Una amenaza que muta de forma pero no de contenido, y que puede traducirse en las hordas de Genghis Khan, el avance y la conquista musulmana, el imperio chino o japonés, el terrorismo o el Estado Islámico (ISIS). Siempre se procede a la creación de un elemento amenazante que debe ser constantemente vigilado y controlado por Occidente a través de diversas estrategias que van desde la guerra, la ocupación y el ataque preventivo, hasta la ayuda para el desarrollo y la imposición de la democracia liberal occidental. Europa occidental y América del Norte, Occidente y Norte a la vez, han ejercido, como dice Pierre Bourdieu el “imperialismo de lo universal”.
En cambio, América Latina (y en un sentido más general, el Sur) se erigió como espacio de inferioridad, como espacio incapaz de emanciparse civilizatoriamente. Aquí no hay conflicto posible, tan solo una amenaza irracional del Sur, un pataleo infantil, rápidamente sofocado por el Norte a través de estrategias de inferiorización que han calado hondo en nuestra región y que han adquirido formas políticas (colonia, dictadura y democracia liberal), formas económicas (tributo, neocolonialismo y privatizaciones neoliberales) y formas culturales (misiones jesuíticas, descalificación cultural, epistemicidio y hollywoodización cultural). Estas estrategias de inferiorización, ocurridas dentro de Occidente en el plano Norte-Sur, hicieron y hacen posible la expoliación de recursos naturales, la venta de empresas públicas estratégicas para los desarrollos nacionales y el éxodo de riquezas humanas intelectuales y afectivas.
El Sur como eterna dependencia
Las guerras de independencia latinoamericanas, si bien lograron la independencia política lo hicieron a costa de abandonar la emancipación general de sus pueblos. Los lazos de colonialidad continuaron vigentes, salvo el honroso intento de Haití, primer pueblo en abogar por una emancipación general del coloniaje, cuya valentía y desacato aún hoy continúa pagando.
El resto de América Latina transitó por el triste camino de, en palabras de Alberto Methol Ferré, cambiar el ropaje de colonia con control directo externo sobre el territorio a semicolonias proveedoras de materia prima para los grandes centros de poder imperial. Para ello, se mantuvieron las estructuras productivas y económicas del período anterior, conjuntamente con relaciones sociales de producción que repitieron, con cierto maquillaje liberal, relaciones de dominación y desigualdad social extrema, al punto tal, que mientras millones sufrían niveles de pauperización inhumanos, unos pocos levantaban sus mansiones con mármoles traídos de Italia, arquitectos franceses y el cínico mal gusto propio de un rey europeo del siglo XVIII.
Este período, posterior a la colonia, de construcción de los Estados nacionales y su inserción en la división internacional del trabajo, puede ser visto como un período de imposición y consolidación de una matriz liberal. De esta manera se reforzó la situación de inferioridad occidental de los territorios americanos frente al centro de Occidente emplazado en parte de Europa y norte de América. Dicha matriz liberal operó de manera similar en toda América Latina, como un recordatorio de nuestra dependencia, como un estigmatizador de nuestras posibilidades, como un azuzador de sueños imposibles ¿Quién diría que copiamos hasta los sueños, hasta la esperanza de ser-en-el-mundo algo que ya es-en-el-mundo del otro lado del océano? En suma, quienes desde Latinoamérica abrigaron el sueño de ser Europa en América (como si la occidentalidad viniera con los barcos) fueron, también allá y aquí, cómplices de la emergencia de esa matriz liberal que se estructuró en base a tres grandes categorías: lo institucional, lo cultural y el sujeto. La carencia de conciencia sobre lo propio les imposibilitó ver que sobre América Latina irrumpía una occidentalidad pobre, que si bien tenía una impronta occidental europea, venía acompañada de un fuerte componente de inferioridad.
Pero volviendo a las categorías de dicha matriz, en el plano institucional, la creación de pequeños Estados o proto-naciones quedaron supeditados a los avatares de la historia europea pretendidamente universal. Vale recordar que hasta el gobierno de Hipólito Yrigoyen en Argentina en 1916, el nombramiento de ministros se realizaba de manera consensuada con los sucesivos reyes de Inglaterra. Al mismo tiempo la construcción de Estados liberales impulsó un neocolonialismo fundado en un pacto, en muchos casos para nada oculto, entre las elites cosmopolitas de América Latina y los poderes imperiales occidentales que tradujeron ese neocolonialismo al interior de cada país, creando dentro de las periferias relaciones de centro-periferia y dentro de cada país relaciones de dominio puerto-interior. Es decir, extensas regiones de América Latina se constituyeron en periferia de la periferia, mientras que los centros cosmopolitas (construidos alrededor de un puerto marítimo transoceánico) se constituyeron en centros políticos, económicos y culturales de cada país, subsumiendo a los territorios mediterráneos en áreas de producción primaria al servicio de las elites portuarias.
En cuanto al plano cultural se estigmatizaron las prácticas culturales de las poblaciones originarias, los sectores populares y las minorías para dar paso a la importación de contenido estético propio del Norte. Con ello, la tradición, como fuente de reafirmación de la propia identidad, se reconfiguró en tradicionalismo, que es esa nostalgia por un pasado embellecido y limpio de contradicciones. A través del sistema educativo se despolitizaron los proyectos de emancipación general y la historia dejó de ser la política del pasado para convertirse en el relato aséptico de una serie de acontecimientos y hechos casi azarosos, sin causas ni consecuencias. La historia dejó de tener política, intereses, conflictos, traiciones y pasó a ser una fábula de buenas intenciones constructoras de lo que, inevitablemente, somos.
En el plano del sujeto, el sector que encargó de dar forma política, económica y cultural a la matriz liberal, estuvo representado por lo que podríamos denominar las oligarquías conservadoras portuarias, es decir, los sectores ligados a una estructura económica de exportación de materia prima sin valor agregado (sector integrado por el intermediario comercial pero también por el terrateniente mediterráneo, el banquero financista y el político promulgador de leyes que regalaban nuestra soberanía nacional). Esta oligarquía conservadora portuaria erigió una imagen de América Latina blanca y ordenada que se integraba al mercado internacional y a la división internacional del trabajo como partícipe secundaria de los flujos de capital, proveedora de productos de la tierra, y hacedora de mercaderías que tienden a perder su valor más rápido que cualquier otro, y cuyo precio internacional se coordina en Londres, Chicago y Nueva York a expensas de las previsiones sobre cosecha y saldo exportable que realiza el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA). Y ese sujeto, cómplice de nuestra inferioridad, realizó una mala copia sobre la idea de individuo, de naturaleza y de mundo desde Occidente. No podría haber salido diferente. Las ideas rectoras de la vida occidental son verdaderas solo en los países centrales, porque son Occidente y Norte a la vez. Para nosotros, que hemos construido este Occidente pobre y somos Sur, la copia nunca hubiese tenido éxito. Tenemos historias, sentires, amores, tiempos, solidaridades y odios diferentes, nuestros pueblos son ajenos a las ansias del centro occidental. Para nosotros el imperialismo es un sufrimiento y no un medio de estar-en-el-mundo. No somos átomos humanos que se ligan para un fin, somos cotidianos, nos juntamos en la nada, en el desinterés de las horas que pasan.
¿O no sentimos la incomodidad de querer tratarnos como europeos? De imponernos a nosotros mismos ese respeto casi jurídico por el otro, donde la libertad, como decía Hobbes, es ausencia de impedimento, donde mi derecho termina en el derecho del otro, donde la individualidad es premisa de todo lo social. Nosotros no. No somos así. Nosotros nos avasallamos unos a otros, y así, en ese enjambre cotidiano vamos avanzando. Pero no nos constituimos como sujetos latinoamericanos, o solo por momentos breves de nuestra historia. Lo demás, lo demás que es el resto y el casi todo, ha sido el desfile de una fantochada europeizante arrodillada, pulcra y servil, que ladra hacia adentro y lame hacia afuera. Que llama trabajo duro (pero moral y ético) a colocar a nuestros países como espacio de explotación de los poderosos, sean estos, los reyes españoles, las financieras británicas, los organismos multilaterales de crédito, las corporaciones multinacionales o la cultura francesa.
Hacia una re-occidentalización emancipatoria
¿Qué hacemos, entonces, con nuestra occidentalidad? Podríamos re-occidentalizarnos, salirnos de ese encuadramiento pobre que hemos construido, como occidente minúsculo de Occidente, como periferia pobre del centro rico. En verdad, es el camino más realista en el corto plazo. El mundo moderno se ha dividido, como decíamos al comienzo, en dos civilizaciones planetarias, escapar de eso sin un acontecimiento disruptivo es una utopía de las negativas, de esas que no nos hacen caminar, sino tan solo esperarlos a ellos, a sus crisis, a sus guerras, a sus cruzadas. Por eso necesitamos una utopía de las que nos movilizan parafraseando a Eduardo Galeano, de las que nos muestran un horizonte de sentido que para alcanzarlo nos ponga, a nosotros mismos, a caminar. Y esa utopía de lo posible podría llegar a ser nuestra re-occidentalización, resignificando todo, como decía Rodolfo Kusch, resignificar “desde el hambre hasta la Divinidad”. Transformar el tercer milenio, el que comenzó hace apenas más de una década, en el milenio del cuestionamiento, en el de la pregunta, en el de la duda, en el de la re-significación. Proceso que debería llevar a desoccidentalizar el sur, a salir de esa posición de (des)igual inferior.
En este sentido, desoccidentalizar el sur, es suprimir el sur del sur, abolirlo, y con ello abolir el occidente pobre de nuestro occidentalismo. Hoy, negar nuestra occidentalidad es negar las condiciones reales de existencia de América Latina, y por tanto, nuestro conflicto. Negar nuestro occidentalismo es tan absurdo como asumirlo. Porque a ambos lados hay disrupciones, incoherencias, acciones que no cierran, sentimientos que desbordan. Negarnos, hoy, como Occidente es construir una desesperanza en la lucha similar a quien creyéndose Occidente no puede entender las expresiones culturales del campo popular y continúa considerándolas bárbaras.
Entonces, ¿qué hacemos? Por supuesto que no lo sabemos. Por supuesto que creemos que es una construcción colectiva, proyectual, inconclusa, la que debe realizarse. Podríamos comenzar desoccidentalizando el sur como decíamos, re-occidentalizar, suprimir el Sur de nuestro Occidente. En pos de ello se hace necesario elevar a status civilizatorio la civilidad de América Latina. En el plano institucional entender a las democracias populares latinoamericanas como regímenes rectos, en un lenguaje aristotélico, y no como desviaciones barbáricas de la democracia liberal anglosajona. Las democracias de América Latina, con sus interrupciones y sus crisis, con sus liberales y sus movimientos populares, no son “copias fallidas” de los modelos europeos, ni regímenes incompletos, populistas, demagogos o irrespetuosos de la institucionalidad. Las democracias latinoamericanas son un campo novedoso de representatividad, donde, quizá mejor que en cualquier otro régimen político de Occidente, se cristaliza el conflicto y el agonismo, lo que hace de nuestras democracias, democracias radicales en el sentido que Chantal Mouffe le da a ese término. En América Latina la política es un campo de lucha, de combate, de resignificaciones, de conflicto, mediada por una lógica de amigo-adversario, donde no solo se reconoce que el pueblo es múltiple sino que, también, está dividido y que los diferentes Estados democráticos y no-democráticos que hemos tenido son momentos fugaces de institucionalización, de hegemonía (siempre inconclusa) de un sector de ese pueblo siempre múltiple. Por lo tanto, y aquí radica nuestra occidentalización pobre, cuidado con quienes quieren imponer un consenso inexistente o anular el conflicto (cerrar la grieta, para utilizar palabras contemporáneas), porque ellos serán quienes clausuren la política de la política. En el plano cultural asumir las prácticas culturales de los sectores populares, los “rituales” y horizontes de sentido de las poblaciones originarias, adaptar las dinámicas de la cuasi-legalidad y asumir la resistencia y el conflicto como elementos constitutivos de nuestra civilidad. Por último, y no menos importante, transformar el sujeto de nuestra América Latina, volverlo múltiple, volverlo corpóreo. Darle civilidad-visibilidad a nuestro sujeto latinoamericano es atender la diversidad, es identificar la unidad de la diferencia, es avanzar hacia un nuevo sujeto que impulse un nuevo ser-en-el-mundo, lo cual imprimirá nuevas dinámicas culturales y económicas alejadas del individualismo occidental y asentadas en lazos de solidaridad no-mecánica, de una hermandad que trasciende fronteras.
Volviendo, entonces, sobre lo dicho y a la nada, el mundo se halla dividido por dos líneas, una que identifica a Occidente y a Oriente, y otra que divide el Norte del Sur. Oriente, también ha hecho su propio Sur, y de allí, de la relación oriental Norte-Sur emergió el toyotismo como modelo de producción deslocalizado que permite mantener a la élite oriental a costa de la podredumbre del sur asiático. Para nosotros, occidentales pobres, se trata de desnaturalizar nuestra forma occidental como única posible y deseable. La abolición del Sur implica no solo regenerar la civilidad sino, fundamentalmente, emancipar a nuestros pueblos dándoles entidad altiva y propia en el concierto internacional desde una perspectiva que nos aleje de la ya conocida dependencia, subdesarrollo y olvido.
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