El 27 de marzo es el Día Mundial del Teatro, y para que Viento Sur se sume a la fecha elijo un pantallazo del rico cofre de recuerdos escénicos.
Es muy sabido y está en todas las historias de nuestra escena que el teatro argentino nació de la notable creatividad de la familia Podestá: ellos fueron transformando el circo criollo en situaciones melodramáticas de muy fuerte llegada al público. El ejemplo mayor y decisivo fueron los “gauchos alzaos”, de actitudes nobles, solidarios con los pobres, enfrentados casi siempre con los milicos de la policía y verdaderos centauros que formaban un cuerpo único con su caballito criollo. Y así, con esos cuadros tan primitivos, fueron dejando el circo para convertirse de acróbatas en actores. Enseguida surgieron los autores que con sabiduría pulsaron la bordona de la sensibilidad popular: el padre del hecho dramático en este origen literario fue Eduardo Gutiérrez, autor de la novela Juan Moreira, cuyo contenido devenido pantomima fue la semilla del teatro nacional.
Varios de los Podestá fueron figuras clave como Pepe y Jerónimo, pero no tanto como Blanca, gran actriz dramática que hasta tuvo el honor post mortem de que la sala donde casi siempre actuó, el Smart, fuera bautizada con su nombre, hoy Multiteatro. También María Esther se destacó aunque con otro perfil más romántico que el de su parienta: tuvo —según el decir popular— los ojos más lindos del mundo, una antecesora de Amelia Bence. Pero el auténtico león de la familia, la fiera indomable que hacía temblar a la platea, fue Pablo. De existencia efímera —vivió poco y mal— quedó confinado a las zonas más escondidas de la memoria porque partió en 1923 a los 47 años, y se perdió buena parte de la época de oro de nuestros escenarios. Se llamó Cecilio Pablo Fernando Podestá y era nacido en Uruguay, donde la troupe familiar actuó mucho.
Dueño de un temperamento de intensidad poco frecuente sus personajes estaban cargados no ya de electricidad sino de furia volcánica; fue el gran intérprete de Florencio Sánchez en Barranca abajo y Los muertos. Y llegamos a un episodio pintoresco y a la vez impresionante. En una de sus actuaciones, Pablo derribaba a otro actor con un golpe muy bien simulado y luego arrojaba sobre él un filoso facón. Como era cirquero y había tirado cuchillos sobre una plataforma redonda de madera que giraba con una chica sujetada en el centro (creo que el número se llamaba “la rueda de la muerte”), jugaba con mucha exactitud esa escena: el arma se clavaba bastante lejos de la cabeza de su colega sobre una marca en el piso, pero a la altura de las butacas parecía que estaba a pocos centímetros. Todo bien y la gente se asustaba. Sin embargo debajo de ese efecto tan rendidor latía una oscura realidad: sin que nadie se diera cuenta, Pablo había perdido la razón. Un poco por sus desbordes, un poco por la sífilis, se precipitó en la demencia total. Y cuando al actor que tantas noches venía venir el facón se lo dijeron, se desmayó. Cuando volvió en sí, balbuceó: “¿Pero ustedes se dan cuenta? Ese señor me arrojaba un cuchillo de verdad y lo clavaba junto a mi cabeza, yo tan tranquilo…¡Y él estaba absolutamente loco!”
La historia quedó en los pergaminos más viejos de nuestro anecdotario y Pablo murió delirando que iba a comprar todos los teatros de Buenos Aires. Estaba internado en la clínica del mejor psiquiatra del país en ese entonces, el doctor Gonzalo Bosch, sobrino nieto del fundador del Borda. La residencia particular de ese ilustre médico, un petit hotel de tres pisos en Pacheco de Melo 1820, lo conectó de nuevo —tuvo varios pacientes actores— con el teatro: hoy es la sede de la Sociedad Argentina de Autores (Argentores).
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