Finalmente no fui electrocutado. Solo había sido un electroencefalograma.

—Ya podés levantarteme dijo la enfermera después de sacarme con sumo cuidado los cables que tenía adheridos a la cabeza.

Respiré hondo, y cuando bajé de la camilla recordé las palabras del Gordo. Cuando te morís, todo es igual, la única diferencia es que vivís en las tinieblas, y si mirás para abajo no te ves los pies. Era evidente que el Gordo había visto más películas que yo.

Cuando me paré no quise mirar hacia abajo, pero sentí mi cuerpo muy liviano. Para confirmar la presencia de mi materia corporal, puse las manos en los bolsillos y con disimulo me apreté los muslos: aún estaban.

Salí de la sala tratando de afirmar mi existencia en cada paso. Afuera me esperaba papá.

Mamá no había venido. El trato con todo tipo de profesionales era una cuestión reservada solo para papá; mamá no tenía estatus intelectual para esas cosas.

Aunque sentí que le habían asestado el primer golpe a mi vida torrencial, la idea de una organización estatal que asistía a los padres para deshacerse de los chicos imperfectos ya había abandonado mi cabeza.

—¿Y, cómo te fue? —me preguntó papá con cara de resignación, de qué hice yo para pasar por todo esto.

—Bien —le dije—. ¿Qué me hicieron?

—Un estudio para saber que está todo bien.

No pregunté nada más. Después, las preguntas me las hicieron a mí cuando llegamos a la clínica psiquiátrica del Dr. Torino. Primero me explayé haciendo dibujos, y luego comenzó el interrogatorio; para ese entonces ya tenía muy claro que yo no era quien debía ser. Y papá lo confirmó: entre otras cosas, el diagnóstico del Dr. Torino decía «el niño presenta fantasías de aniquilamiento hacia la figura paterna».

Pobre papá, no sabía qué hacer conmigo y encima yo lo quería hacer mierda.

El sueño que le conté al doctor había develado mi instinto asesino. Es de madrugada y hace frío, un camión de carnicero estaciona frente a casa, en Temperley. Se abre la puerta trasera y bajan tres hombres, son más grandes y más fuertes que papá, llevan delantales blancos manchados con sangre. Con violentos empellones descargan el peso de sus cuerpos contra la puerta de casa, finalmente la tiran abajo, ya están adentro, desde mi pieza los veo pasar; van por el pasillo hacia el dormitorio de papá y a la fuerza lo sacan de la cama, mamá se ahoga en un grito de socorro, pero solo yo la escucho. Los veo pasar de vuelta, papá forcejea, pero lo dominan. Lo suben al camión, y lo cuelgan con un gancho de la quijada, como a una res. El camión partió, papá también.

El diagnóstico del Dr. Torino, entre otras cosas decía “para aliviar su culpa, el niño se proporciona intenso autocastigo”.

© Claudio Loiseau 2009

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