Poder leer

Aprovechamos los aniversarios para hacernos preguntas que en otros momentos parecen irrelevantes. Puede tratarse de un tema personal o profesional, puede tener que ver con algo sentimental o ideológico aquello que se pone de relieve a propósito de una fecha conmemorativa. Aprovechamos que este año se cumplen 200 años de la primera edición de Frankenstein o el Prometeo moderno -la novela de Mary Shelley publicada (anónimamente) en Londres- para preguntarnos ¿por qué seguimos leyendo esta novela? ¿qué hay allí que nos resulta tan fascinante? ¿qué novedades encontramos en ella hoy? ¿en qué consiste la actualidad de este texto?

Este punto de partida recuerda La pregunta que Harold Bloom se hace al comienzo de su famoso escrito El canon Occidental: “¿Qué debe intentar leer el individuo que todavía desea leer en este momento de la historia?”.  La respuesta, como sabemos, es una lista de 26 autores “imprescindibles”. Sucede que no debemos leer cualquier cosa porque no disponemos de vida suficiente. Somos mortales y nuestro tiempo de lectura es limitado. Uno pasa mil penurias leyendo puesto que el solo hecho de leer nos recuerda (o nos debería recordar) nuestra propia muerte.

Este deber ser de la lectura nos interesa menos que el poder leer. Por eso, nuestro punto de partida es ligeramente diferente del de Bloom. Nosotros nos preguntamos ¿qué obras, qué textos, qué escritos pueden aún leerse? Nuestro objetivo no es otro que indagar acerca del poder de la lectura, ese poder que hace de la novela de Shelley una obra aún abierta a nuestros más recientes sufrimientos, como una fuerza ancestral que con encanto premonitorio y espectral nos habla del futuro y de la epistemología feminista.

 

El legado

Además de encontrar en Frankenstein elementos comunes al resto de la literatura feminista del siglo XIX -detalles cotidianos, diálogos con empatía, personajes femeninos que asumen un rol compasivo y afectivo- el escrito se alimenta con la fuerza de un legado. La ironía y la crítica, rápidamente perceptibles en el texto de Shelley; su posición ideológica, sus especulaciones teóricas, son parte de la herencia simbólica que Mary recibe de sus padres, dos célebres referentes de la ilustración inglesa. Así lo explica ella misma en la Introducción que escribió para la segunda edición de la novela, en 1831: “¿Cómo es que yo, por entonces una joven muchacha, pude concebir y desarrollar una idea tan repulsiva? No es raro que, siendo hija de dos personas de distinguida fama literaria, haya pensado en escribir muy tempranamente” (Shelley, 2006: 263).

Mary Wollstonecraft, la madre, fue una escritora e intelectual de izquierda. En 1792 escribió Vindicación de los derechos de la mujer, obra en la que discute la educación que reciben las mujeres. “Así pues, me aventuraré a afirmar que hasta que no se eduque a las mujeres de modo más racional, el progreso de la virtud humana y el perfeccionamiento del conocimiento recibirán frenos continuos”, dice Wollstonecraft en este texto inicial del pensamiento feminista.

William Godwin, el padre, intelectual y anarquista, escribió Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales en 1793, escrito en el que -entre otras cuestiones- discute sobre la igualdad y las formas de gobierno. Se trata de una obra de filosofía política fundamental para los jóvenes románticos, determinante en el vínculo que la joven Mary entablará con el poeta Percy Shelley.

En El año del verano que nunca llegó, William Ospina reconstruye el linaje intelectual de Mary: “El mundo en que creció era, con todo, de esplendor intelectual. Pocas niñas de su edad podían decir que habían estado en brazos de Blake y de Wordsworth (…) Las grandes proclamas de la anarquía y del feminismo se habían escrito en su casa antes de que ella naciera y ella heredó toda esa audacia prometeica y esa furia volcánica, las lavas y los magmas del espíritu que engendrarían una nueva edad” (Ospina, 2015 :120).

Armada con estos antecedentes, Mary se instala en 1816 en Villa Diodati, un bello refugio aristocrático cerca de Ginebra. Había llegado allí, junto a Percy Shelley y su hermana Claire Clairmont, para visitar a Byron. Planeaban quedarse un día, pero el mal tiempo los retuvo. El clima se hizo siniestro, llovía permanentemente, el cielo estaba oscuro. Así que este grupo de jóvenes se abocó a la lectura de Phantasmagoriana, un volumen de historias alemanas de fantasmas, traducido al francés. Y luego, como divertimento, se pusieron ellos mismos a escribir historias de fantasmas. La historia que Mary escribió en aquella reunión comenzaba diciendo: “Era una lúgubre noche de noviembre…”.

 

La novela

Frankenstein cuenta la historia de Víctor, un joven miembro de una familia acomodada de Ginebra, educado con ideas progresistas que lo llevan a preguntarse por el principio de la vida, su naturaleza y las posibilidades de dominarlo.

Es la naturaleza humana y su estudio mediante la “filosofía natural” el genio que rige el destino de Víctor Frankenstein. En su primera juventud se cruza con un volumen de Cornelio Agripa, autor que le genera un inusitado entusiasmo y curiosidad intelectual. A Agripa se sumarán, luego, Paracelso y Alberto Magno, maestros de la episteme propia del siglo XVI, esa combinación de ciencia, teología, alquimia y semiología que Foucault rescata en “Las cuatro similitudes”, al comienzo de Las palabras y las cosas. Para Víctor, la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida son actividades que un discípulo de Alberto Magno en el siglo XVIII puede combinar con la observación de fenómenos naturales como los efectos del vapor. Víctor prefiere a los viejos maestros, aún cuando los sabe refutados: Agripa y Paracelso buscaban la inmortalidad y el poder, metas inútiles pero grandes. En cambio, la ambición del investigador moderno consiste en canjear quimeras de ilimitada magnitud por realidades de poca monta, dice. Por eso, el encuentro de Víctor con el profesor Waldman en la Universidad de Ingolstadt será crucial. Este maestro lo ayuda a conciliar la ciencia antigua y la moderna: él le hace saber a Frankenstein que los científicos modernos pueden gobernar los rayos del cielo y burlarse del mundo invisible porque parte de ese saber fue allanado por los viejos filósofos naturales. Esta doble filiación con respecto a la tradición científica permite que Frankenstein se dedique a estudiar química “moderna” de manera exclusiva durante dos años; aunque su interés último sigan siendo los secretos insondables de la vida.

Cuando Víctor descubre “la causa de la generación y de la vida” y el modo de animar materia inerte, decide aplicar este conocimiento en la creación de un ser humano. Pasa meses recolectando y acondicionando las partes. La tarea es febril y enloquecedora. Consume al científico hasta sus últimas energías y capacidades. Lo esclaviza, lo encierra, lo convierte en un monstruo. Cuando al fin logra su cometido, cuando logra “infundir una chispa de existencia a la cosa inanimada” que había armado… comienza el horror. El monstruo que Víctor crea no ofrece, a la vista de los otros, la chispa de vida que lo reanimó. Sus ojos son opacos, su tez no es radiante, sus labios no tienen el color de la sangre fluyendo. Es materia inerte animada, sin el brillo vital de la naturaleza. Es un monstruo, una creación abominable. Es un cyborg, un producto de laboratorio.

 

Epistemología feminista

El término cyborg es utilizado por primera vez en la década del ’60 para referir a un organismo técnicamente suplementado que podría vivir en un medio ambiente extraterrestre. Se trataba de una rata a la que se le había implantado una prótesis que arrastraba en forma de rabo cibernético. Donna Haraway toma esta idea y con ella piensa la condición de los individuos hacia fines del siglo XX. En su “Manifiesto para cyborgs” escribe: “todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo; en unas palabras, somos cyborgs. El cyborg es nuestra ontología, nos otorga nuestra política. Es una imagen condensada de imaginación y realidad material, centros ambos que, unidos, estructuran cualquier posibilidad de transformación histórica” (Haraway, 1991: 254).

Haraway piensa las nuevas tecnologías del yo, las nuevas subjetividades inscriptas en la era del tecnobiopoder, en términos de cyborg: se trata de un concepto que circunscribe el campo de batalla en el que se enfrentan distintas tradiciones (la científica, la política) y sus nociones fundamentales (la naturaleza, la cultura). Cuestionar la categoría de “naturaleza”, dar cuenta de la constitución histórica de esa categoría supone explicitar los procesos culturales, políticos y técnicos a través de los cuales el cuerpo como artefacto adquiere estatuto natural. Pero también -y aquí hay algo muy poderoso para pensar con respecto a la cuestión del género-, explicitar el carácter construido de la naturaleza nos exige señalar el carácter de construido de la cultura. En otros términos, el problema de “naturalizar la naturaleza” -y con ello a la diferencia sexual, por ejemplo- viene junto con la naturalización de la cultura (por ejemplo, la idea de que existe un verdadero “sexo psicológico”).

En tanto compuesto de ficción y materialidad, el cyborg nos recuerda que la naturaleza no es “natural” y que la cultura es también una construcción. Pero también nos recuerda que por más finisecular que nos parezca esta idea, por más atada que la pensemos al fin del siglo XX, la sintaxis del cyborg surge en la literatura feminista de Mary Shelley, a principios del siglo XIX. Frankenstein es un antecedente literario y ficcional de los debates que hoy cruzan el campo de la epistemología y el feminismo, un modelo textual para las nuevas investigaciones sobre género y subjetividad.

 

 

Bibliografía
Bloom, Harold (1995), El canon occidental. Barcelona, Anagrama. Haraway, Donna (1991), Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid, Cátedra. Ospina, William (2015), El varano que nunca llegó. Buenos Aires, Random House. Preciado, Paul B. (2017), Testo Yonqui. Sexo, drogas y biopolítica. Buenos Aires, Paidós. Shelley, Mary (2006), Frankenstein. Buenos Aires, Colihue.

 

 

Por María Teresa García Bravo
Docente investigadora UNLa

 

 

 

 

 

 

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