La película Laberinto de Silencio (Im Labyrinth des Schweigens, estrenada recién en 2014) cuenta por primera vez la historia de un joven fiscal de Frankfurt, Alemania, que empieza a investigar los crímenes del nazismo pese a la negativa de muchos de sus colegas y la ceguera deliberada de los ciudadanos alemanes, que preferían, poco después de terminada la guerra, no volver a mirar al pasado. Volver a una vida “normal“. Como escribió Sebald, “los alemanes solo querían mirar al futuro“.

Wiese, que vive en el barrio de Dornbusch, en las afueras de la ciudad financiera, sabía que los panaderos, maestros de escuela, artesanos, agricultores que vivían en su ciudad, habían tenido, todos o casi todos, importantes responsabilidades en los crímenes atroces del Holocausto. Empezó a investigar uno por uno, buscando testigos en el extranjero, que fueron llevados hasta Frankfurt a brindar su testimonio. Wiese cuenta que él tuvo que ir en persona hasta Polonia con colectivos para traer personas a declarar en Alemania. También alquiló aviones. Fue muchas veces a Birkenau con un periodista que lo apoyó. Sintió la necesidad de pasar muchas horas solo en Auschwitz​.

Todavía hoy, 50 años más tarde, se le corta el aliento cuando recuerda muchas de esas historias. De esos asesinatos, de familias separadas al bajar de un tren y luego gaseadas. Se le corta el aliento cuando lo recuerda. Recuerda a Mengele haciendo experimentos con gemelos que luego morían. Recuerda a un padre que conocía al boticario del campo de exterminio (polaco como él, de su mismo barrio) y que guardaba una receta, firmada por él, para salvar a sus dos hijas de ser gaseadas en un campo contiguo. Guardaba ese papel como un milagro. Pero no lo logró, lamenta Wiese tanto tiempo después: tiene todo presente, como si los crímenes hubiesen sido ayer. Como si el tiempo no pasara.

Le pregunté por Fritz Bauer, el célebre fiscal general, con quien Wiese trabajó como ayudante. Cuenta que Bauer iba con los nuevos fiscales al Club Voltaire, a pocas cuadras de la ópera de Frankfurt, a delinear estrategias para la querella hasta altas horas de la noche. Porque fue Bauer quien le encomendó la tarea de investigar uno a uno los crímenes del horror nazi, que no habían sido juzgados. Wiese no podía entender cómo esos criminales de guerra podían volver a su vida “normal“, como si nada. Cómo podían atender una panadería en Hessen o dar clases en los liceos de Frankfurt. Pero no tuvo muchos apoyos. El comienzo de su trabajo fue solitario y difícil. Recibió amenazas por “hurgar” donde “no debía”. Tiraban piedras en sus oficinas, rompiendo los vidrios. Se le dijo que nadie sería condenado y que su trabajo de todos modos era inútil, producto de un apasionamiento de joven. Efectivamente, como me repite durante la entrevista (en la que me aclara “no soy un profesor“, mientras me toma de la mano: no quiere tener nada que ver con la burocracia o con la Academia), las condenas en los procesos fueron exiguas, todos recibieron penas de pocos años. No quedaron satisfechos con eso, pero aun así lograron que Alemania juzgara un poco sus propios crímenes. Recuerda en especial a un imputado, Adolf Eichmann, por la liviandad con la que quería desprenderse de todo cargo.

Viajé hasta Frankfurt a entregarle una copia del Nunca Más argentino editado por EUDEBA, y a hacerle preguntas para una revista jurídica de la UBA; a preguntarle por los hermanos Hans y Sophie Scholl (del grupo de München La Rosa Blanca, decapitados por protestar contra Hitler), por el juez Roland Freisler, que humillaba a los perseguidos en las audiencias haciéndolos declarar sin pantalones, por el negacionismo en Alemania (que es un delito), algo que podría replicar la Argentina. Le conté que en la Argentina se está viviendo en la actualidad un retroceso en las políticas de Memoria, Verdad y Justicia, a lo que se mostró indignado, comparando la situación con la que se vive en Alemania, donde también está creciendo la extrema derecha: hace un gesto de desdén con la mano y se pregunta “por qué estas cosas tan importantes y graves no se enseñan en las escuelas desde el primer grado”. Me cuenta que hace apenas dos años que las escuelas de toda Alemania han empezado a pedirle, a sus 95 años, que cuente su experiencia. Cuando le pregunto por la “libertad de expresión“ (consigna que los neonazis emplean en Alemania para defenderse de la acusación de negar la historia y la magnitud de los crímenes), Wiese sostiene contundente: “la libertad debe tener un límite“. Cuando le cuento que en la Argentina hay sectores que niegan la gravedad del terrorismo de Estado o subestiman la importancia de la búsqueda de los hijos robados, me responde “siempre defender la justicia ha sido difícil, también en Alemania lo es, pero al final no hay alternativa”.

Cuando nos despedimos nos acompaña hasta la puerta como hacen siempre los alemanes, y se queda viéndonos desde el jardin, parado. Nos dice mientras nos vamos que la próxima vez le dirá a su hija, casada con un profesor de filología de Salamanca, que venga, así no tengo que hacer el esfuerzo de hablar sobre temas tan sensibles en un idioma difícil. “A ella le encanta hablar en castellano. Me puede leer el Nunca Más”. Cuando me voy, volteo y lo veo parado, con la humildad y la entrega que lo llevó, medio siglo antes, a luchar en soledad contra un sistema judicial cómplice del horror. Alcanza con un solo hombre. Cuando estábamos sentados en su sillón, en el living, le dije que había leído muchas cosas en Alemania (que incluso me había costado mucho escribir sobre derechos humanos en un país como Alemania, me habían becado —la Democracia Cristiana— para escribir allí sobre derechos humanos, y había momentos en que yo sentía que no se podía, que había algo, difícil de poner en palabras, que me frenaba, que me impedía seguir) pero ninguna había sido tan trascendente, para mi formación de abogado, como conocerlo a él en persona.

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