“El miércoles 17 de octubre de 1945 los británicos enviaron tropas para sofocar una insurrección en la colonia holandesa de Java, en Indonesia; el general Charles de Gaulle juró traspasar a representantes escogidos a través de elecciones, los poderes de emergencia que él había ejercido durante la guerra; una actriz de 21 años llamada Ava Gadner (…) se casó con Artie Shaw, un director de banda de jazz; y, en Washington, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado confirmó el nombramiento de Spruille Braden como Subsecretario de Estado para Asuntos Latinoamericanos”.
En este suelo, el 17 de octubre había cambiado todo.
Las jornadas del 17 y 18 dieron cuenta de un cierre, de un quiebre y a la vez, de una instancia inaugural, fundacional, de un hito que suele nominarse clivaje. Todo nacimiento supone siempre un movimiento previo, una gestación. Esta se había desarrollado durante su gestión, fundamentalmente en la Secretaría de Trabajo y Previsión, y en menor medida en el Ministerio de Guerra y la Vicepresidencia de la Nación. Los últimos días habían sido vertiginosos: el 9 de octubre había sido destituido de cada uno de sus cargos; cuatro días después había sido arrestado en su domicilio, para luego ser trasladado a la cárcel de la isla Martín García. Se suponía que su iniciativa y protagonismo resultaban un peligro para el gobierno.
Treinta meses: en ese período, se había convertido en un referente de la política nacional. Había proyectado y desarrollado una política pública pro obrera, había escuchado demandas históricas, que venían de décadas lejanas. Y no solo las había escuchado, sino que también las había registrado, había tomado la iniciativa y se había adentrado en la complejidad de poner en marcha una política pública. La justicia social resulta una misión posible cuando se conocen los derechos, cuando se visibiliza la expectativa, la demanda, pero fundamentalmente, cuando se plasma en políticas públicas y en un andamiaje institucional. Eso es lo que había emergido en los últimos meses.
Eso y un actor colectivo que se había configurado a partir de esa interlocución. Porque de repente había voces y cuerpos y movimientos en un escenario público. Y estos ya no estaban mediados por las organizaciones sindicales ni por la dinámica histórica con la que habían construido otrora su demanda. La clase trabajadora, heterogénea, mezclada, orgánica e inorgánica aparecía como fuerza auténtica, legítima y poderosa.
Esos días, los trabajadores reinventaron su estar en la calle. Ya no cantaban las canciones clásicas de los primeros de mayo, no marchaban en orden, ni respetaban el habitus de la ciudadanía obrera conocida hasta el momento. Salieron, algunos de las fábricas a las que habían ido a trabajar, adonde habían decido parar y marchar; en algunos casos con un gremio que los había alentado a sumarse al reclamo; en otros casos, no -porque en ocasiones hay que confiar en la propia intuición de lo justo y lo necesario-; otros salieron de sus casas; otros del barrio; salieron otras -otras que no tenían ciudadanía política formal pero que asumían su derecho a la participación-; salieron jóvenes, muchos, según las crónicas periodísticas de la movilización del 17 y 18. Entonaron canciones populares, bailaron, vociferaron, tocaron bombos -algo inédito en esos tiempos-, escribieron consignas con tiza en las paredes. Iconoclasia pura y directa.
El 17 de octubre es polisémico; pretender establecer una lectura definitiva y clausurarlo es no comprender algo primitivo, que siempre se aprende de un hecho novedoso y fundacional. Como uno vuelve a su propio nacimiento en cada cumpleaños, año tras año.
“Muchas veces he asistido a reuniones de trabajadores, y siempre he sentido una enorme satisfacción, pero hoy siento un verdadero orgullo de argentino porque interpreto este movimiento colectivo como el renacimiento de la conciencia de los trabajadores”, dijo uno de los protagonistas.
La movilización popular de esos días modificó el escenario y cambió ciertas reglas de juego: despertaron fuerzas sociales, políticas, morales que marcaron un barajar y dar de nuevo en el terreno de la política. Y de qué se trata la política sino de plantear significativamente preguntas del orden de lo ético en el territorio de lo colectivo; de poner en evidencia que siempre se trata de una estrategia para la cosa pública, para la comunidad.
La clase obrera puede concebirse como las mayorías que deben vivir de un trabajo asalariado, debido a la apropiación de los medios productivos por parte del capital. Es una definición posible. Sin embargo, resulta una limitación el considerar que las determinaciones económicas agotan las condiciones de existencia de la clase trabajadora, su riqueza, su complejidad y su potencialidad. Por eso, no resultó menor que a lo largo de esas jornadas, el sujeto de la enunciación política fuera el pueblo trabajador. El pueblo que trabaja, que hace, pero también el que deja de hacer y se planta cuando su interlocución, pero también su referente es separado, corrido, como si pudiera ser invisibilizado y reemplazado, es apresado y confinado.
Cinco años después, otro 17 de octubre, la primera verdad que se iba a exponer al colectivo, a la comunidad era la siguiente: “La verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo”. Y la última verdad planteaba: “En esta tierra lo mejor que tenemos es el pueblo”.
Pueblo: “desclasados”, “descamisados”, “hordas”, “el vulgo”, “el aluvión zoológico”, “clanes”, “turbas”, “murgas”, “chusma que metía las patas en la fuente”, “lumpen”, “los cabecitas negras”. Los nombres que quieran, porque la secuencia de esos días y el proceso político, cultural, económico y social que se desplegó fue tan significativo, que palabras con una carga de carencia y de desprecio como “descamisados” -los muy pobres, los sin camisa, los desarrapados- se volvieron una positividad y una bandera.
Ahora bien, ese pueblo, ese colectivo que se diferenciaría de una masa amorfa y absolutamente espontánea, debía ganar organización para poder plantarse y potenciarse como actor político. Esto lo planteará el conductor en las clases que brindará en la Escuela Superior Peronista en marzo de 1951 con el objetivo de formar cuadros dirigentes intermedios y superiores. Valores, una misión clara, formación y organización para la acción: unidad de concepción, unidad de ejecución. Esos días inaugurales nuclearon lo central de la tradición política peronista.
“No surgió de las combinaciones de un comité político. No es el producto del reparto de las prebendas. No supo, no sabe, ni sabrá nunca de la conquista de las voluntades, sino por los caminos limpios de la justicia. Esta es la raíz y razón de ser del 17 de octubre, (que) nació en los surcos, en las fábricas y los talleres. Surge de lo más noble de la actividad nacional”, decía ella, una de las vertebradoras de la jornada del 17 de octubre, unos años después.
El 17, el 18 no fueron producto de operaciones políticas sino el resultado de apuestas, de encuentros y acciones. Solo las acciones generan actores. También, como se sugirió, fueron jornadas de significaciones, de enunciación, de nominación. La filósofa política Arendt señalaba en alguna oportunidad “mediante la acción y el discurso los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad propia”. El Pueblo. Pero también otra P.
Marechal decía, según lo consigna Pavón Pereyra: “Mi domicilio era este mismo departamento de la calle Rivadavia. De pronto, me llegó desde el oeste un rumor como de multitudes que avanzaban gritando y cantando por la calle Rivadavia: el rumor fue creciendo y agigantándose, hasta que reconocía primero la música de una canción popular y enseguida su letra: ‘Yo te daré, / te daré, Patria hermosa, / te daré una cosa, / una cosa que empieza con P, / ¡Perooón!’. Y aquel ‘Perón’ resonaba como un cañonazo… me vestí apresuradamente, bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba a la Plaza de Mayo”.
Desde el balcón, en ese escenario negociado al que tuvo que acceder el gobierno de Farrell, porque nadie se iba a mover de ahí hasta no verlo, vivo, en todas las dimensiones, la material y la política, decía:
“Hace casi dos años, desde estos mismos balcones, dije que tenía tres honras en mi vida: la del ser soldado, la de ser un patriota y la de ser el primer trabajador argentino.
Hoy, a la tarde, el Poder Ejecutivo ha firmado mi solicitud de retiro del servicio activo del Ejército. Con ello he renunciado voluntariamente al más insigne honor al que puede aspirar un soldado: llevar las palmas y laureles de General de la Nación. Lo he hecho porque quiero seguir siendo el coronel Perón y ponerme con este nombre al servicio integral del auténtico pueblo argentino”.
La acción sin un nombre, sin un quién unido a ella, carece de significado. Por eso, las acciones que crean ponen en juego nuevos sentidos y nominan. Vienen, de alguna u otra manera a responder la pregunta: ¿Quién está ahí? Esos días, el 17, el 18 los habitaron el pueblo y Perón, que dejó de ser un interlocutor necesario, válido, para devenir el conductor de una organización que empezaba a configurarse. Y estuvieron ahí en diálogo. Alguien del pueblo lo interrumpió en su discurso y pregunto “¿Dónde estuvo?”. Lo importante a partir de entonces era dónde estaba y dónde iba a estar. Lo importante además era cómo iba a estar. Y allí, la tercera palabra clave: la manera en la que se iba a definir ese estar juntos, ese diálogo: la lealtad popular. El 17 de octubre será, a partir de entonces, el día de la lealtad popular: la manera en la que iba a concebirse el ser peronista. Ser leal, ser sincero, cumplir las promesas que se hacen a un otro, hacer, actuar, no mentir. Lealtad no como un movimiento y ejercicio unidireccional sino como un ser con el otro: volvemos al plano ético que se inauguraba.
A veces sirve volver a las apuestas éticas originales, a qué fundó la acción. Porque en ellas hay algo de permanente, de huella. En su planteo político, Aristóteles solía sugerir que cuando uno considera los asuntos humanos, no se debe considerar al hombre estrictamente como es, podríamos decir, en su mortalidad, sino pensar sobre estos asuntos en la medida en que tienen la posibilidad de inmortalizar. De alguna manera, para Aristóteles, esta mirada permitía proteger al espacio público, a la buena vida que siempre era común, de la futilidad individual. Se trata entonces de alguna manera de resguardar la acción colectiva.
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