El 9 de julio de 2016 se cumplieron 200 años de la independencia de las Provincias Unidas de Sud América. Pero, ¿cómo se construyeron estos colectivos independentistas que dieron su presente en aquel Tucumán de 1816?

Cuando intentamos alejarnos de las efemérides, de los próceres, de los bronces, de los documentos escritos; si indagamos en los quiénes, en los cómo y en los por qué, observamos que la independencia no tiene una fecha concreta, una cronología lineal. En muchos ámbitos, las motivaciones por una “independencia” se jugaron desde épocas más tempranas, quizás desde las rebeliones y levantamientos indígenas de fines del siglo XVIII, o desde las sublevaciones democráticas, en distintos sectores del Alto Perú, a principios del siglo XIX. Una “independencia”, una ruptura, un quiebre de lazos con un poder que ejercía un control hegemónico y brutal sobre las poblaciones sudamericanas.

En lo que fue el antiguo Alto Perú, se la conoce como “la guerra de los quince años”. Los ejércitos que allí se formaron, o las milicias irregulares, no reflejaban la composición social de las urbes, sino la del campo. Las tropas se caracterizaban por una composición multiétnica, provenientes del altiplano, de los valles y de las yungas. Pastores y agricultores, muchas veces sin intervenir en forma directa en los enfrentamientos, llevaron a cabo una guerra de recursos. Las casas funcionaron como “hospitales de campaña” improvisados. Hombres y mujeres intrigaban, infringían escaramuzas y emboscadas, una guerra de guerrillas continua y agotadora. Una forma de guerra andina.

Actualmente, en la Universidad Nacional de Lanús, se encuentra en marcha un proyecto de estudio sobre el devenir de las guerras de la emancipación en el sur del continente americano, específicamente, acerca de las batallas generadas por el derrotero de las diversas expediciones del “Ejercito Auxiliar del Perú”. Una línea de investigación pluridisciplinar en la que trabajamos arqueólogos, antropólogos e historiadores con fuentes de diversa índole: documentos escritos, cartografías, sitios arqueológicos, materialidades, espacialidades, entre otras. Nuestro propósito es preguntarnos: ¿Quiénes fueron los que combatieron? ¿Cómo fue la composición de la tropa? ¿Qué diversos colectivos sociales contribuyeron a la causa revolucionaria y cuáles fueron sus formas de hacerlo? ¿Qué estrategias y tácticas de lucha, logística, uso y conocimiento de rasgos espaciales poseían (caminos, cerros, quebradas, asentamientos urbanos o rurales)? ¿Qué saberes se pusieron en marcha? ¿Cuáles fueron las motivaciones de los actores que participaron en el conflicto? ¿Qué rol jugó y juega en el imaginario colectivo el movimiento independentista y su guerra?

Inicialmente, dirigimos estas preguntas a un evento en particular, la Batalla de Suipacha. Un hecho bélico ocurrido el 7 de noviembre de 1810 a orillas del río San Juan del Oro (actual Provincia Sud Chichas, Departamento Potosí, Estado Plurinacional de Bolivia) entre las fuerzas del Primer Ejército Auxiliar del Perú (conocido como Ejército del Norte), enviadas por la Primera Junta de Buenos Aires y comandadas por Antonio González Balcarce; y las Fuerzas Realistas, comandadas por José de Córdoba y Rojas. Días antes de aquel 7 de noviembre, el 27 de octubre, las tropas revolucionarias tuvieron su bautismo de fuego en el poblado de Cotagaita, donde midieron fuerzas (sin ninguna baja) con las tropas realistas. Luego de este entrevero, Balcarce se retira estratégicamente con sus fuerzas hacia el sur, al poblado de Suipacha. Y es allí en donde, atravesando las quebradas laterales, llegan milicias procedentes de distintas regiones que se unen a la causa de Balcarce y sus hombres. Entre ellos, la caballería salteña al mando de Martín Miguel de Güemes, los patricios de Santiago del Estero al mando de Juan Francisco Borges, las tropas chicheñas al mando de Pedro de Arraya y doscientos jinetes de las tierras bajas de Tarija que, desde Livi Livi, son comandados por José Antonio de Larrea.
Una vez en Suipacha, con 900 soldados y cuatro piezas de artillería, Balcarce posiciona 200 hombres y dos piezas de artillería a la vera Este del río San Juan del Oro, junto al caserío de Nazareno. Mientras tanto, voces engañosas daban noticias a los realistas que las tropas rebeldes estaban maltrechas y mal provistas. Días después un confiado Córdoba llega con 1000 hombres y cuatro piezas de artillería y, desconociendo las nuevas fuerzas revolucionarias que se habían reunido, se posiciona junto al poblado de Suipacha. Luego de varias horas de estudio de terreno, ve a 200 soldados rebeldes desafiantes a su frente (en Nazareno), por lo que decide cargar sobre ellos. Estos últimos emprenden una rauda maniobra de retirada fingida conduciéndolos a la Quebrada de Charaja (topónimo que aparece en el parte de Castelli de 1810 escrito erróneamente como Chorolla). Los rebeldes habían ocultado allí, estratégicamente, entre los cerros, al resto de su tropa. Las fuerzas realistas se toparon con el contraataque rebelde que, bajando a galope por las quebradas de Charaja y Veladero, los emboscaron y arrollaron. En media hora de combate quedaron desbandados, dejando en campo sus pertrechos, huyendo por la quebrada de San Agustín y de ahí al abra de Yurcuma (paso directo a Cotagaita), siendo perseguidos por los rebeldes por varias leguas.
Suipacha fue el primer triunfo de armas de la Revolución de Mayo. Esta victoria generó la euforia de las comunidades circundantes y una mayor adhesión a la causa de Mayo, aumentando el caudal de tropa a las fuerzas revolucionarias. Los vencedores fueron salteños, oranenses, tarijeños, porteños, cinteños, chicheños, santiagueños. El accionar de las milicias de ahora en más se va a definir por su forma de hacer la guerra, por el conocimiento del territorio, por sus hábitos y costumbres, por el conocimiento del otro, por las tácticas de utilización del espacio y de las armas no convencionales; y por un tipo particular de construcción y circulación de información.

 

Pero pese a haber sido loada la Batalla de Suipacha inmediatamente (tal como lo indica el reconocimiento de la junta en el escudo “a los vencedores de Tupiza” otorgado el 29 de noviembre de 1810 o el poema publicado en La Gaceta del 27 de diciembre del mismo año cuyo autor fue Vicente López y Planes[1]), ser un topónimo recurrente para nombrar calles, estaciones de trenes, pueblos, etc. y constituir una efeméride; posee escasa relevancia en la historiografía argentina y boliviana. Se trata de un hecho invisibilizado, sólo recordado nominalmente y escuetamente abordado por el campo historiográfico. Tan es así que cuando revisitamos la nómina de participantes del aquel encuentro en Tucumán el 9 de julio de 1816, la presencia de representantes de las provincias Charcas, Misque y Chichas (actual Bolivia) nos sorprende y extraña.

Lamentablemente, no sólo los hechos se encuentran invinsibilizados, sino también las voces de quienes combatieron. Las narraciones sobre el pasado se conforman, en realidad, por una unificación de discursos dada por un sector de la sociedad, muchas veces ausente de las realidades. Se construye un relato homogéneo y sometido a un criterio excluyente de ser “verdadero”.

Pero los discursos pueden ser puestos en jaque por la práctica. Actualmente, en el nuevo escenario político que constituye la conformación de un Estado Plurinacional en Bolivia, dicha batalla comienza a ser vista por la Nación Chichas (nación reconocida desde el 2011 por el gobierno boliviano como originaria, indígena, campesina, autónoma, preexistente a la llegada de los europeos al continente) como símbolo de entrega heroica a la patria naciente y de unión de los pueblos originarios del sur. Cada 7 de noviembre, alrededor de la plaza de la comunidad de Suipacha desfilan Granaderos, Gauchos salteños y Gauchos chicheños. Haciendo suya la victoria, haciendo suya la patria.

Frente a estos nuevos imaginarios, el estudio que nos encontramos realizando sobre este hecho bélico nos dará la posibilidad, no sólo de una mayor comprensión del devenir revolucionario hispanoamericano, sino también el poder complejizar las voces de la historia y recuperar así un papel más democrático del que hasta ahora han tenido. El poder pensar sobre ello, permitirá abandonar la visión cifrada en las falsas fronteras estáticas que la constitución de los Estado-Nación impusieron como consecuencia del proceso de balcanización atravesado en la segunda mitad del siglo XIX; y centrar la mirada en el ágil y dinámico mundo intercultural que constituyó y constituye la región andina en particular y Latinoamérica en general.

 

[1] Gloria al Grande Balcarce, eterna gloria

a su legión guerrera

que enrojeció la espada carnicera

con sangre de rebeldes

(Vicente López y Planes, La Gazeta, 27 de diciembre de 1810 en Halperín Donghi 1994)

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