El 11 de septiembre de 1973 las Fuerzas Armadas chilenas derrocaron a Salvador Allende, presidente constitucional desde 1970; cerca del mediodía abrieron fuego contra el palacio de la Moneda; en las primeras horas de la tarde el doctor Allende se quitó la vida, dispuesto a no entregarse a la milicia traidora.
Sobre esa jornada terrible hablamos con Patricio Contreras, el gran actor chileno radicado en nuestro país. “Para mí y para mi generación el 11 de septiembre fue una fractura dolorosísima. Me viene bien contarlo porque no quiero olvidarlo”, nos dijo Contreras cuando le agradecimos volver en el recuerdo a aquellos días aciagos. En otras palabras, hacer memoria para que no suceda nunca más.
¿Cómo fue el tiempo de Allende?
Yo tenía 25 años más o menos, trabajaba en la televisión como actor profesional y en el teatro con el legendario grupo Ictus. En esa época estábamos muy ilusionados con lo que pasaba en el planeta y lo que pasaba en particular en Chile. De pronto nos había acontecido algo extraordinario como la elección de Salvador Allende, a nosotros, que hemos tenido siempre conciencia de que vivimos, como dice el poeta Fernando Alegría, “en el rincón donde el mundo se cierra”. Por primera vez en el mundo se elegía democráticamente por el voto popular y masivo a un candidato a presidente declaradamente marxista: llegaba a la primera magistratura un político con esa doctrina, y sin tiros. Era novedoso para el mundo y para las expectativas en la región, donde estaba aún vivo el espíritu de la revolución cubana. El PC italiano nos observaba con mucha atención, tanta como Francia y Alemania y toda Europa, para ver qué destino iba a tener este experimento sintetizado en el eslogan del gobierno: “la vía pacífica al socialismo”.
Estábamos esperanzados. Nos sentíamos el centro del mundo y también que teníamos el socialismo al alcance de la mano.
¿Qué recuerdos tenés del día del golpe?
El 11 de septiembre del 70 yo estaba en mi departamento en el barrio de Providencia. Esa mañana madrugué porque tenía que hacer un trámite en el médico. Ya había un clima bastante tenso, uno sentía que en cualquier momento la cuerda se cortaba. La polarización era extrema: los fascistas de Patria y Libertad venían quemando neumáticos en algunos barrios de Santiago que adherían a ellos y celebraban sus marchas fascistas. Ese día muy temprano escuché por la radio un discurso castrense e imaginé distraídamente que era de algún país del Caribe con poca estabilidad institucional. Pero de repente escucho nombres de militares chilenos, ahí me di cuenta de que estaba en marcha el golpe. Salgo a la calle absolutamente cándido pensando que tenía que ir en horario a mi cita y cuando voy a tomar un colectivo me encuentro con un vecino que reconocía de las juntas vecinales, y le pregunto qué hay que hacer. Ese fue uno de los momentos más dramáticos: él me miró y sin decir nada levantó los hombros como diciendo “no sé”. Tomé el ómnibus por la avenida Providencia y ya a algunas cuadras estaban los militares golpistas con unas poleras y unas bandas de color naranja flúo muy distintivas, como una manera de reconocer a los golpistas. Estaban desviando antes de llegar a la plaza Italia y no había manera de entrar al centro. Fui a lo de una compañera del teatro que vivía cerca y me encontré ahí con tres o cuatro compañeros escuchando la radio: Pinochet amenazaba con que a las diez o diez y media iban a bombardear la casa de gobierno si el presidente Allende no se entregaba inmediatamente a las fuerzas subversivas. Allende resistió. En ningún momento aflojó la idea de entregarse, no quiso especular con su vida ni negociarla. Sabía que de algún modo iba a ser asesinado, como lo confirma un audio de Augusto Pinochet que ordena que lo suban a un avión “que lamentablemente se va a caer” (link al audio). Era un animal, el hombre ese.
Por lo que contás, era un clima de guerra…
Totalmente. Escuchábamos el bombardeo por la radio y también muy a lo lejos, estábamos a unas quince cuadras de la casa de gobierno. Llegó un momento en que me tuve que ir porque decretaron toque de queda a partir de las 18 horas. Yo vivía con mi pareja y quería volver rápido a mi casa, pensé también en irme a lo de mis padres que vivían relativamente más cerca pero me aterraron las calles vacías. La avenida Vicuña Mackena estaba desierta, lo único que se escuchaba eran tiros: los cordones industriales quedaban en esa dirección, allí resistían algunos trabajadores que se habían instalado en sus fábricas con un armamento muy precario, desde palos hasta armas con proyectiles. Lo único que llegué a ver fue un tanque a unas tres cuadras. Resolví entonces irme a mi departamento: mi edificio era una esquina clásica, con muchos pisos, en un vecindario muy de derecha. Al llegar encuentro que hay un grupo importante de vecinos en la entrada y me acerco a ver qué los convoca: había un bombero lleno de humo en el cuerpo, en la ropa y en la cara; venía de estar apagando el fuego en el palacio de gobierno, y ahí me entero de que Salvador Allende estaba muerto. No lo podía creer. Subí corriendo los tres pisos y no pude resistir un llanto tremendo cuando le di la noticia a mi pareja. Lo único que pudimos hacer fue ponernos a llorar y no saber qué hacer. Nos quedamos encerrados hablando por teléfono con los amigos y los compañeros. Fue una noche infernal.
¿Y el día siguiente…?
El 12 amaneció hermoso, al contrario del día del golpe, que había amanecido con sol, se había nublado al mediodía y a la tarde había empezado a garuar y a llover finito, incluso había oscurecido temprano: un clima muy gris, muy dramático, sumado al estado anímico nuestro. Pero al siguiente, con un sol radiante, abro las persianas de mi cuarto y veo la avenida Providencia y la calle soleada: era como un paisaje de ciencia ficción, no había nadie en la calle, y nuevamente a tres cuadras un tanque que cruzaba la calle con civiles que llevaban detenidos, seguramente los habrían encontrado fuera del horario permitido. Lo único que atiné a hacer fue a gritar porque no podía creer que eso fuera verdad. Empecé a putear a los milicos, lo cual era una imprudencia porque yo estaba en un edificio de gente bastante repulsiva que brindó con champaña por la muerte de Allende en la puerta del edificio.
¿Cómo fue el después del golpe?
Para nosotros fue muy traumático. Teníamos la ilusión de que aquello se terminaba pronto. Pero la Democracia Cristiana contribuyó a la situación del golpe al crear una situación sin salida, a pesar de que el cardenal Silva Enríquez, el máximo jerarca de la iglesia chilena, estaba de parte del gobierno en el sentido de evitar lo que se avecinaba. No hubo caso de negociar y de este modo la Democracia Cristiana permitió que llegara la sangre al río, que era lo que la iglesia quería evitar. De ahí en más empezamos a quedarnos sin respuestas. Fue muy doloroso. Nosotros teníamos un éxito en el teatro, en la Sala de la Comedia de Santiago y no podíamos dejar de trabajar porque era nuestro salario, así que las funciones se programaron a las tres de la tarde, la única manera de zafar del toque de queda que empezaba a las seis. Por cierto fue muy poca gente y los que fueron, fueron a reconocerse. Nuestro grupo hacía el teatro más movilizante de aquella década, políticamente comprometido. Desde la asunción de Allende teníamos también un programa de humor con mucha tendencia política en el canal nacional. Había público que conocía nuestra ideología y de algún modo venían al teatro a reconocerse, a “rozarse antenas” como los insectos. A estar conscientes de que podían tener algún aliento, alguna respuesta.
¿No los censuraron?
Sí, fuimos prohibidos de la televisión y de la radio. Solo se nos permitió seguir trabajando en la sala. Eso porque los militares chilenos son muy ignorantes y no le otorgaban ningún crédito a la capacidad comunicacional del discurso teatral. Pensaban que era una cosa de élite que no constituía ningún peligro.
¿Sufriste algún allanamiento?
Tuve dos allanamientos en mi casa, sin consecuencias graves. Una vez había una reunión con los compañeros actores porque dos de ellos se venían a probar suerte a Buenos Aires. Eran las dos de la mañana y de repente veo a los militares abajo señalando nuestro departamento porque uno de nuestros compañeros se había puesto a cantar un corrido mexicano. Mala idea. Era una hora a la que técnicamente no debía haber reuniones. Así fue que un grupo de militares nos sacó del departamento, nos llevó caminando hasta un bus al que nos subieron junto con otros muchachos y nos transportaron a un regimiento cercano. Ahí nos hicieron barrer y regar el patio porque nos reconocieron como actores de la TV y nos quisieron humillar. El patio del regimiento tenía dos manzanas. “Y regarlo, dejarlo bien negrito”, nos decían. Al amanecer se nos hizo formar en fila, dar media vuelta y “recibir el agradecimiento del ejército chileno por los favores recibidos” con tono de sorna. Salimos marchando al ritmo de una marcha. Fue muy humillante, indignante, aterrorizante. No sabíamos cómo continuaba aquello. Creo que el hecho de ser reconocidos por la TV nos dio la facilidad de que nos dejaran en libertad. Pero fue terrible. Uno por la inconsciencia o por el mismo temor está lleno de interpretaciones de lo que está pasando y cada uno reacciona como puede: algunos lo hicieron en forma tranquila, otros aterrados, a un compañero le dio por hacerse el gracioso. A otro se le notaba mucho su condición de homosexual, a tal punto que nos salió el machismo y le dijimos “¡portate como hombre, huevón!”, porque temimos que si advertían esta situación lo agredieran o la pasara peor.
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