Santa Fe, casi esquina Libertad. El edificio de la Casa del Teatro tiene un movimiento anormal, intenso y a la vez acongojado esa tarde de invierno. Es el miércoles 9 de julio de 1958. Tal vez hubo desfile militar por la mañana. La ciudad esta quieta y callada. Arturo Frondizi es flamante Presidente de los argentinos. Ráfagas arrachadas del sur arrugan banderas en los balcones. En el hall muchos rostros populares del teatro, el cine, la radio, soportan el asedio de aquellos otros rostros, anónimos, que se asoman al velatorio para espiar a los famosos. Al fondo, un féretro recibe miradas tristes y algún beso de despedida. Se destaca entre la gente la figura sólida, maciza, plena de autoridad de Luis César Amadori. Además de director cinematográfico consagrado, es el propietario y director general del Maipo, la catedral de la revista porteña. Y esa frágil figura de mujer que pronto partirá en silencio hacia el cementerio de Olivos, tiene mucho que ver con esa sala. Tanto que «Gino» Amadori no vacila en afirmar: «Desde hoy, la historia de la revista queda partida en dos: antes y después de Sofía Bozán.”
Le sobraba razón. Porque la sala de la calle Esmeralda, abarrotada de público casi siempre, generando montañas de dinero, tiene figuras de enorme incidencia popular. Desde la comicidad payasesca o socarrona, siempre estupenda de Dringue y Castrito, hasta la sensualidad directa, bien nuestra, de Nélida Roca. Y Mario Fortuna. Y Marcos Caplán. Y Vicente Rubino. Y una patota de mocosas semidesnudas que capturan «novios» desde el escenario. Luego irán a esperarlas a la salida, con grandes y lustrosos autos americanos, o a pie, para esconder la trampa.
Pero el Maipo tiene una reina que no es ni joven ni linda y sale vestida de la cabeza a los pies. Sin embargo, desde casi tres décadas atrás, canta (¿o dice?) tangos. No tiene rivales. La idolatran. Antes de salir a escena, como el programa está detallado cuadro por cuadro, ya suenan los aplausos como un trueno. Por fin, aparece. Puede estar ataviada de malevo, de gaucho, quizás con brillos de «cabarute». Sus dientes, blanquísimos, amenazan apagar el fulgor de la mirada intensa, profunda, cargada de picardía. Las manos en la cintura, el porte desafiante, la sonrisa sobradora y la «biyuterí» lanzando relámpagos que anuncian la tormenta que se viene. La «Negra» borra la frontera entre el escenario y la platea con un solo golpe de caderas. Semblantea la primera fila, elige a su víctima y dispara: «A vos, pelado, ya te vi tres veces esta semana. Pará la mano, viejito, a ver si con tanta carnaza junta te quedás sin leña para el fuego…”; “¿Y vos de qué te reís, chichipío, si también sos un cliente vitalicio de este sacrosanto templo de cultura?» Y enseguida, la seguidilla de tangos entre zumbones y abiertamente cómicos, interrumpidos siempre por ocurrencias suyas, picantes, certeras, que la convirtieron en una estrella singular e irrepetible de la noche de Buenos Aires: «Haragán», «Niño bien», «Mama, yo quiero un novio”, y tantos otros.
Dicen los eruditos que no canta bien, que no frasea en los tiempos justos, que desentona. ¿Y a quién le importa, si lo suyo es todo intención, astucia nochera y milagro de simpatía? Cuando la voz se vuelve ronca y la letra arrastrada para remarcar un impacto, la sala enloquece. Ella, Sofía Bozán, es un imán del teatro Maipo. El resto, mezcla de erudición pedante y envidia oscura.
Una noche, entre función y función, sus compañeros descorcharon champagne para agasajarla. La «Negra» se casaba, y no con cualquiera. Con un bacán, un señorazo de la vida empresaria, don Otto Hess, dueño de una cadena de ópticas en todo el país. Creo que no volvió a trabajar, pero en cambio visitaba siempre los camarines de esa sala que era toda su vida. Ella misma se refirió al tema en una nota: “No es cierto que mi marido me haya pedido que deje mi trabajo. Él sabe muy bien lo que significó siempre para mí… actuar es algo muy especial, no es atender en una tienda. La decisión fue mía porque me parece que una mujer casada no puede volver todas las noches a su casa a las dos de la mañana, no está bien, sola es una cosa, con marido es otra.”
Una tarde llegaron la mala noticia y la mala palabra: cáncer. Lo grave de su estado fue ocultado por un tiempo pero en una charla radial su prima Olinda Bozán admitió el peor diagnóstico. Y aquel miércoles 9 de julio del 58, a los 53 de edad, la Bozán pasó a ser un ícono de dos pasiones muy porteñas: la noche y el tango.
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