Félix Rodríguez, artista plástico y arquitecto —profesión que nunca ejerció—, da sus cursos en bares poblados de espejos; incluso en andenes de la estación Retiro. Dibuja en trenes, en la costa del Riachuelo, en todas partes: cuenta haber ido preso varias veces por el solo hecho de instalarse en el puerto a dibujar y tomar fotos. Una semana antes del 11 M, estuvo dibujando en la estación madrileña de Atocha.
Esa pasión por el sublime industrial —“la cosa que te emociona con grandeza”, explica— puede disfrutarse en la UNLa, en la vasta obra que el artista exhibe en el edificio Scalabrini Ortiz. En este caso se trata de temas relacionados con el tren que Félix viene trabajando desde hace muchos años; “en general lo temático lo evito un poco porque voy más a lo plástico, a la armonía de las formas; la tristeza se muestra por el color, no por la cara triste de la persona” —nos dice—, pero en este caso la elección de “la cuestión de los ferrocarriles tiene que ver con este ámbito maravilloso”. La muestra se compone de dos series —una de 12 dibujos llamada Bérlix y otra de 9 cuadros de la zona de Retiro—, además de algunos trabajos más antiguos: incluso un par de cuadros que no ha mostrado hasta ahora.
Hablaste del sublime industrial. ¿Cómo nace ese encanto, esa elección?
Cuando estaba en el secundario un profesor de geografía nos dijo un día que eligiéramos un tema, y yo elegí los ferrocarriles en la Argentina. Ya me gustaban. Después, el primer trabajo que hice cuando todavía no había terminado el colegio fue fotografiar toda la estación de Once para un estudiante de arquitectura. Me dieron un permiso para hacerlo. Yo no sabía ni cargar la máquina de fotos… Ahí ya empezó a prender este tema de los trenes y de los fierros. Además de chico yo trabajaba en un taller de herrería de la familia, hacíamos muebles. Así que me gusta mucho también el tema de los barcos, del puerto, me gusta el clima que tienen esos lugares. Me gusta el galpón abandonado, ese tema muy misterioso; también da un poco de miedo entrar ahí y a otros ciertos lugares porque hay ratas y personas controlando: no son lugares que estén llenos de gente paseando. Esos son los lugares que más me gustan, como la orilla del Riachuelo. También me gusta el silencio, las catedrales.
¿Y cuál es tu mirada de esos lugares?
Esta que está en la muestra.
¿Una mirada desolada?
Claro, no hay gente, en general. Depende de cómo uno lo tome: como yo lo tomo, creo que la gente puede ser anecdótica. Tengo bocetos de estaciones llenas de gente, dibujo gente y me interesa mucho hacerlo, pero en mi caso creo que debilitaría o me distraería porque trabajo con muchos detalles de techos. Una vez me preguntaron esto en un reportaje y dije “porque yo miro para arriba”. No siempre, pero también es cierto.
¿Tus dibujos tienen algo de Metrópolis, la película de Fritz Lang?
Cuando estaba en la facultad Metrópolis ya la veíamos en los libros de historia de la arquitectura, y fue una de las improntas. Otra fue (Giovanni Battista) Piranesi, el artista grabador del 1700 y pico, que hacía las cárceles imaginarias y todos esos grabados. Cuando vi las fotos de sus obras en los teóricos de la facultad dije “yo quiero hacer esto”, salí, y me compré el libro; fue el primer libro de arte que compré en mi vida. Mi amigo Adrián Gorelik me llama “el Piranesi del subdesarrollo”.
El sublime industrial viene de ahí. Me gustan mucho los “caprichos”, que son invenciones arquitectónicas: por ejemplo un puente de Venecia al que le meten un edificio de Roma. Como los de Piranesi, que hacía estas cárceles que eran construcciones de piedra imposibles y dibujaba la gente muy chiquitita para darles grandeza a las construcciones. Empecé copiándolo a él y después me di cuenta de que si uno lo quería construir era imposible, a pesar de que uno lo ve y cree todo: parece real, pero cuando lo empecé a dibujar me di cuenta de que no cierra.
¿A qué edad hiciste tu primera obra?
Cuando terminé la facultad. En la facultad era un muy buen dibujante, fue ahí donde me enganché.
¿Cambió tu mirada desde entonces?
Sí, y yo también cambié, si bien la esencia es la misma. La carbonilla la fabrico yo y les enseño a los alumnos a fabricarla; el fijador que uso, en todas esas cosas sigo siendo el mismo: en mi obra es muy importante la cosa material, es esencial en mí. Yo sé que sigo siendo el mismo, pero la mirada… Tengo una biblioteca bastante importante. Yo vivo en Córdoba, en la sierra, y cuando vengo a Buenos Aires me llevo tres o cuatro libros usados porque estoy conformando una biblioteca que quiero hacer semipública. Entonces la mirada cambió. Si mirara todo eso y no cambiara…
Pensando en los trenes, el tema inicial, en cuanto símbolo: en un momento fueron sinónimo de progreso, en los 90 se levantaron cientos de kilómetros de rieles, hoy son territorio de disputa entre lo público y lo privado… ¿Ese cambio está reflejado en tu obra?
Torres García, el artista uruguayo de principios del siglo XX, tenía todo un ideario simbólico: para él el tren era el movimiento del hombre hacia algún lugar, y me interesó esa idea. El tren es la despedida, también. Yo me entero después de lo que hago, cuando escriben sobre mis trabajos, como les dije ahora a Adrián Gorelik y a su señora, Graciela Silvestri. Así que lo simbólico me lo explican ellos a mí: yo lo hago sin querer, ellos lo ponen en palabras. Ellos me conocen desde hace años y saben hacia dónde voy.
Tus dibujos dan sensación de movimiento, ¿es así?
A mí me gusta, bueno, me facilita que el que mira entre en el cuadro: por eso el movimiento. Yo a mis alumnos de dibujo les enseño perspectiva en una clase pero como herramienta, no como “hay que ir ahí” ni como un cepo, sino “por si necesitás usarla”. Y ese movimiento lo aprendí con mi maestro Roberto Páez, que siempre ha puesto el énfasis en que el ojo, que es una cosa viva, se mueve. Cuando dicen que hay movimiento no es porque el auto pasa rápido, es porque el ojo se mueve cuando lo mira. Eso es muy importante en mi trabajo. Es una manera de ver.
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