Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y la relativa democratización del acceso a aplicaciones para el diseño, producción, distribución y uso de alfabetos digitales, durante décadas bajo dominio exclusivo de los (así llamados) países desarrollados, han habilitado nuevos espacios y posibilidades, hasta hace poco tiempo impensables, para los diseñadores latinoamericanos. Hoy podemos producir nuestros propios alfabetos, para escribir en cualquier tipo de dispositivo o pieza gráfica impresa (teléfonos móviles, tabletas, computadoras portátiles y de escritorio, impresiones hogareñas, folletos, carteles, diarios, revistas, libros).
Las 14 lenguas de pueblos originarios que habitaron o habitan el actual territorio de la Argentina eran ágrafas en sus inicios. Algunas de ellas, como el guaraní, lentamente y con cierta resistencia por parte de estamentos dominantes de la cultura eurocentrista, han emprendido el camino de la escritura. Pero al tratarse de lenguas no latinas, los alfabetos disponibles carecían de signos para permitir su funcionamiento operativo sin reducciones ni traiciones. Así como durante mucho tiempo las fuentes tipográficas que usamos para escribir en español carecían de tildes o eñes, podemos comprender la absoluta hostilidad e insuficiencia que un alfabeto latino convencional tiene para con las lenguas originarias, que presentan fonemas ausentes en lenguas europeas. Se trata de lenguas que necesitan sus propios signos específicos, normas y convenciones particulares, y que presentan particularidades a resolver, como por ejemplo el uso de palabras singularmente extensas para el hábito lector habitual.
¿Qué pérdidas y reducciones implican los “préstamos” de signos desde el español a estas lenguas? Las preguntas y complejidades son extensas, porque implican conceptos sociológicos, lingüísticos, gráficos, tecnológicos y éticos.
Ante todo, se nos impone una pregunta. Ahora que los latinoamericanos somos capaces tecnológicamente de escribir con nuestras propias fuentes tipográficas, ¿debemos hacer alfabetos para todas las lenguas, incluyendo aquellas de los pueblos originarios? Ciertamente, la posibilidad de escribir en una lengua específica modifica radicalmente su estatuto epistemológico y colabora en su visibilidad, pero, ¿cuáles son las consecuencias de otorgarle grafía a una lengua que hasta el momento ha permanecido relativa o completamente ágrafa?
Argentina históricamente le ha dado la espalda a su diversidad lingüística. Las lenguas de los pueblos originarios (como el toba, el mapuche, el quechua o el guaraní) eran símbolo de marginalidad cuando no de barbarie. Recordemos, a modo de ejemplo, las consideraciones de Domingo F. Sarmiento sobre el denominado “problema del indio”:
“¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”.
(Domingo F. Sarmiento, El Nacional, noviembre 25 de 1876)
La lucha por la visibilidad, la legitimidad y por el respeto de sus derechos que han realizado los pueblos originarios ha sido muy extensa, asimétrica y dolorosa. Afortunadamente, hoy esta cuestión tiende a evidenciar cambios observables, identificables y sostenidos en el tiempo que colaboran cotidianamente en la visibilidad de estas lenguas, y con ello, de sus culturas. No somos solamente el país del español y de las lenguas de las oleadas inmigratorias del siglo XX (gallego, italiano…): hay una multiplicidad lingüistica que lucha por su estatus frente a las férreas normas, convenciones y hábitos instituidos. El diseño de tipografía puede devenir en un actor relevante en este escenario, pero es urgente registrar, relevar, anticipar e identificar posibles dificultades y consecuencias en esta actividad de cruce y diálogo intercultural, desde una perspectiva amplia.

Realidad lingüística
El desconocimiento general que existe tanto en el amplio público como así también en ciertos espacios académicos sobre la riqueza y diversidad de la realidad lingüistica de nuestro país debe ser transformado. Compartimos a continuación, de forma muy sintética, la situación en la que se encuentra cada una de grandes familias de lenguas originarias, para poder aproximarnos al tema. Cabe aclarar que buena parte de lo aquí relevado corresponde al último censo de pueblos originarios realizado en Argentina, en el lejano año de 2004, lo cual indica a las claras la urgente necesidad de actualizar esta información, vital para la gestión y planificación de políticas públicas orientadas al desarrollo.

a) El tupí guaraní tiene gran extensión y vitalidad en el norte, noreste y región mesopotámica de nuestro país, con estatus de lengua oficial en la provincia de Corrientes y numerosos hablantes en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense, como consecuencia de las corrientes migratorias. El tupí guaraní integra una subfamilia de 53 lenguas de la familia macro tupí que se hablan (o hablaban) en Argentina, Paraguay, Bolivia, Brasil, Colombia, Perú y Venezuela. Mientras que el guaraní antiguo o jesuítico ha desaparecido (solo se conserva en documentos de las misiones), el guaraní avañe’e es hablado en la actualidad por aproximadamente 200.000 personas en Argentina. Existen otras lenguas de la familia guaraní vigentes y en uso en el país, en ocasiones con sus formas dialectales firmemente estandarizadas a nivel oral, que pueden volverlas incomprensibles para otros hablantes. Entre ellas, cabe mencionar al guaraní chiriguano, el guaraní mbyá, el kaiwá, el chiripá y el tapieté (también llamado ñandeva). Se trata de una familia de lenguas de gran vitalidad en nuestra región, integrada muchas veces al español (de la que reconoce una cantidad de términos «prestados», en particular vinculados al universo de lo tecnológico) pero en una relación jerárquica que por lo general no implica sumisión.

b) El mataco guaicurú se trata de un conjunto de 12 lenguas, divididas en dos grandes subfamilias (guaycurú y mataguayo), que a su vez tienen sus lenguas y frecuentemente un número importante de variantes dialectales. En Argentina se extiende principalmente en el norte del territorio: Chaco, Formosa, Salta y norte de Santa Fe. El wichí (de la subfamilia mataguaya) se encuentra entre las lenguas con mayor número de hablantes, aproximadamente 45.000, en sus tres formas: lhamtés nocten, lhamtés güisnay y lhamtés veloz. Otras lenguas de la familia con un número significativo de hablantes activos en nuestro país son el maká, el chorote, el nivaclé, el toba (también llamado qom, de la familia guaycurú, con cerca de 20.000 hablantes), el pilagá y el mocoví. La rápida urbanización y la emigración de los pobladores indígenas de las selvas y ríos hacia los pueblos y ciudades está haciendo descender rápidamente el número de hablantes de estas lenguas.

c) El macrolecto más extendido de la familia quechua es el denominado quechua sureño, que en Argentina está presente en el norte del territorio (Jujuy, Salta y Tucumán) pero con una singular variante, una forma semi aislada llamada quichua santiagueño en algunos departamentos de la provincia de Santiago del Estero, que cuenta actualmente con cerca de 170.000 hablantes locales, más 60.000 hablantes emigrados hacia otras regiones (principalmente CABA y el conurbano bonaerense). Una característica significativa para su estudio desde el punto de vista del diseño tipográfico tiene que ver con la ausencia de un alfabeto propio, como también sucede con el mapuche. Si bien es posible escribir en quechua, la tarea se realiza con signos del alfabeto latino más algunos dígrafos.

d) El mapuche, también conocido como mapudungun, es una lengua aislada que se extiende en el territorio que actualmente ocupan las provincias de Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz. Aunque el número de hablantes es objeto de controversia por la falta de estudios recientes en Argentina, se trata de una lengua relativamente saludable, en tanto se calcula que en nuestro país la hablan cerca de 100.000 personas. Si a ello le sumamos unos 400.000 hablantes del otro lado de la cordillera de los Andes, en territorio chileno, podemos tomar cabal dimensión de su relevancia.
Lamentablemente, respecto del tehuelche o aonikenk, así como ha sucedido con el resto de los integrantes del grupo chon (teushen, selk’nam, haush), actualmente se la considera una lengua extinta.

Redefiniendo la complejidad
A la luz de la complejidad del tema, se nos impone (no solo a los diseñadores gráficos sino a todos los involucrados en el campo de la comunicación) la importancia de redefinir la complejidad de los proyectos tipográficos, desde la convivencia de factores históricos, culturales y productivos, integrando los saberes de distintas disciplinas. La acelerada modernización tecnológica nos lleva una importante ventaja y resulta un factor fundamental a tomar en cuenta, porque la mutabilidad diacrónica de las lenguas que en el pasado llevaba siglos o décadas, en nuestros nuevos tiempos se produce en años o meses.
A partir de la emergencia en el escenario internacional de lenguas de diversos pueblos con alfabetos basados en el latino, pero con gran complejidad fonética y abundantes diacríticos (como el checo), y de la consolidación de alfabetos no latinos en internet (como el chino, el árabe o el hindi), una consideración estadística elemental a nivel etnolingüístico ha tomado relevancia: la mitad del planeta no utiliza el alfabeto latino para comunicarse.
La pregunta clave entonces es: ¿cómo vamos a participar los profesionales de la comunicación en este escenario? ¿desde una perspectiva instrumental, tecnocrática y eficientista, que reproduzca una historia de cinco siglos de dominación, o desde una mirada propia, latinoamericana en un sentido amplio, socioculturalmente responsable y con foco en el otro?
Este es el desafío que se nos plantea.

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