Entrar en el análisis de las tarifas de gas y electricidad requiere un repaso de cómo se llegó a donde estamos.
La Argentina creció industrialmente, y todos nosotros como consumidores, dentro de un paradigma de energía barata. La cuantía de los recursos naturales, y una estrategia político-técnica e institucional permitió el desarrollo de diferentes fuentes energéticas (petróleo con YPF SE, servicios de gas natural con Gas del Estado, hidroelectricidad con Agua y Energía Eléctrica e Hidronor, grandes emprendimientos binacionales Yaciretá y Salto Grande y energía nuclear con la Comisión Nacional de Energía Atómica); fueron logros del Estado a través de empresas públicas integradas y otros vectores de desarrollo tecnológico, que trascendieron fronteras y dieron al país la matriz energética más diversificada de Latinoamérica hasta mediados de los ‘70. Los argentinos que nos precedieron, con clara visión geopolítica, invirtieron, capacitaron profesionales, investigaron y desarrollaron el sector entendiéndolo como estratégico para el desarrollo.
La desfinanciación de las empresas públicas, ocurrida entre 1975 y 1985 dio por resultado una crisis eléctrica que sirvió como excusa para impulsar un cambio de paradigma de gestión de la mano de la llamada “desregulación y/o privatización”, en ese momento en boga a nivel global. Ello ocurría en un contexto histórico y político muy especial. La caída del muro de Berlín, la desaparición de la URSS, replanteó el tablero geopolítico en torno al entonces (y aún hoy) energético base, el petróleo.
En ese contexto global, cuando todos los países rediseñaban su políticas para garantizarse el acceso a las fuentes energéticas e iniciaban el camino hacia el desarrollo de tecnologías de aprovechamiento de fuentes renovables, el Estado argentino abandonó su rol de planificador y proveedor de bienes y servicios energéticos, cediéndoselo a los privados pero sin determinar cómo y quién planificaría para garantizar la provisión a mediano y largo plazo.
La lógica indica que, logrado el autoabastecimiento (en Argentina eso ocurrió en 1986), se debe mantener la relación reservas-producción para garantizar el mantenimiento de la autarquía energética por cuestiones políticas y socioeconómicas (no se requiere sacrificar divisas para acceder a los productos energéticos).
Los ‘90 se caracterizaron por el acceso de los privados a las fuentes de energía, su libre disponibilidad de la producción a precio de paridad de importación y exportación de volúmenes excedentes, sin que se verificase el mantenimiento del correlato entre las reservas y los volúmenes producidos. No se determinó legal ni regulatoriamente qué, cómo, con qué y quién articula la política nacional en materia energética, es decir, quién planifica. En buen romance, no se le puso el cascabel al gato y se perdió la gestión estratégica.
La capacidad excedente de gran parte de los activos privatizados de producción de petróleo y gas, transporte y distribución de gas natural y en gran parte transporte en Alta Tensión de energía eléctrica, permitieron por algunos años mantener el autoabastecimiento y cubrir las crecientes demandas internas sin grandes inversiones. La excepción fue la generación de energía eléctrica, donde un salto tecnológico –la irrupción de centrales de ciclo combinado- permitió en breve revertir la crisis de generación eléctrica que el país padeció entre 1988/1989. Para ello ayudó la coyuntura macroeconómica, con exceso de liquidez mundial y el “acatamiento al modelo privatizador”, que atrajo inversores que incorporaron centrales de rápida ejecución y repago. Desde entonces la matriz eléctrica se concentró nuevamente hacia los hidrocarburos, con el mayor uso de gas natural.
La desaceleración económica de la segunda mitad de los 90 que desembocó en la crisis de 2001, permitió que el modelo energético no hiciera visibles a la sociedad las fisuras prematuras que tenía y pocos advertían.
La crisis de 2001 desembocó en el congelamiento tarifario como medida de emergencia, determinación sobre la que piloteó la política energética de estos tres lustros. Esa decisión coyuntural fue mantenida como una política de redistribución de la renta general y de la renta energética en particular, por lo que los usuarios no advirtieron la situación sectorial ni los vaivenes de precios que hubo, aislados del contexto energético global e incluso local.
Los precios de la cadena energética interna pasaron a ser administrados por el Estado Nacional, quien debiera haber asumido un fuerte rol planificador y ejecutor y fue tibio en materia de reestructuración sectorial. La planificación de largo plazo fue ganada por las necesidades de corto plazo. El crecimiento de la economía y del consumo residencial de la mano de la incorporación de tecnología eléctrica a la vida doméstica, no tuvo su correlato con la expansión del conjunto de los sistemas energéticos: reservas de hidrocarburos, capacidad de almacenaje, transporte, refinación, gasoductos, líneas de transporte de gas y energía eléctrica, centrales de generación y redes de distribución de gas y electricidad.
Por otro lado el calentamiento global, la carga ambiental, los cambios tecnológicos y el mejoramiento de procesos determinaron la necesidad de modificar la matriz energética hacia la incorporación de fuentes renovables. Esta planificación tampoco se hizo.
La situación actual del abastecimiento energético requiere no subvaluar la complejidad del mismo, tanto del lado de los demandantes como de la elección de las fuentes de energía.
Precios y tarifas de servicios públicos
Antes de llegar a entender qué pasa con las tarifas, debemos tener claro que, como usuarios de energéticos, recibimos el producto (gas natural o energía eléctrica) con servicios asociados (las actividades que prestan empresas de servicios de redes de transportar y distribuir el producto desde el punto de producción hasta nuestros hogares o puntos de demanda).
La cuestión energética se construye en dos partes: el mecanismo de fijación de precios de los productos energéticos –esencialmente petróleo y gas natural (que es la principal materia prima para la generación de energía eléctrica)- y las tarifas, remuneración por los servicios asociados.
Los precios del gas natural, que son los que se trasladan a los servicios públicos de gas y electricidad (el 60% del volumen de energía eléctrica se produce con gas natural, 30% con centrales hídricas y el resto es combustible nuclear y combustibles líquidos) dependen de: (i) el acuerdo que el Gobierno hace con los productores de hidrocarburos -un cartel con lobby- y (ii) el precio del gas natural importado desde Bolivia y del gas licuado regasificado. Es decir, el gobierno nacional juega un rol preponderante. Este año el precio que se pretendió trasladar a tarifa fue de US$ 5,10 /MMBTU contra los 0,32 que el usuario final venía pagando en sus facturas.
A los servicios de transporte y distribución que, en cada tramo, son prestados por una sola empresa (no tendría sentido duplicar las redes para lograr competencia) se los denomina monopolios naturales y son sectores regulados, donde el Estado es responsable de garantizar que el ingreso que obtienen esos prestadores sea “justo y razonable”, tanto para los prestadores como para los usuarios.
Para determinar tarifas, el Estado a través de las instituciones reguladoras (antes lo hacían las empresas del Estado con los lineamientos de la autoridad política) deben tener recursos humanos, técnicos y económicos para poder anticiparse a las necesidades de la demanda y elaborar las estrategias para garantizar que el crecimiento de la infraestructura siga las necesidades de las crecientes demandas, generando las señales correctas de modo que el abastecimiento se garantice del modo socioeconómicamente más conveniente. No es solo cantidad (abastecimiento), también es precio y calidad.
El diseño regulatorio que impusieron los marcos de servicios públicos de gas y electricidad pone en manos de la autoridad política esa actividad, dejando al ente regulador la acción de fiscalizar el desempeño de las prestatarias a través de la calidad de servicio y determinar las tarifas (remuneración de las prestatarias). La actividad de regular requiere acceder a mucha información, pertinente y en tiempo y forma. Mientras las empresas eran estatales, esa información era pública. Desde las privatizaciones, la información la manejan las empresas y los entes de regulación y control han tenido limitaciones de acceso a la información, lo que dificulta cumplir con el rol que tienen asignado.
La tarifa es el fruto de una constante labor por parte de la autoridad política que, exante, debe tener determinadas cuáles son las necesidades de la demanda, cómo conviene abastecerla, con qué fuente energética lo hará, cuáles serán los esquemas de expansión de la infraestructura, quién pagará la misma y con qué mecanismos se diversificará la matriz y cómo se logra del modo socialmente más conveniente. Es decir, la planificación y regulación del sector.
También intervienen los entes reguladores que deben establecer, cada cierto período de tiempo, la remuneración por los servicios asociados, teniendo como eje la protección de los derechos de los usuarios, evaluación donde debe primar la función social, que integre la coyuntura y el largo plazo, y las diferentes situaciones.
Las audiencias públicas son la parte visible para la comunidad de usuarios del procedimiento de determinación de la remuneración de esos servicios, pero no la central ni la trascendental del proceso tarifario.
Hace años que en los servicios públicos no se hace la tarea de determinar los componentes de los costos de explotación y comerciales, activos involucrados de los servicios (revisiones tarifarias). Las tarifas han sido y siguen siendo el fruto de una negociación permanente entre los reguladores (o el Estado) y las empresas. La sociedad ha sido dejada de lado. El usuario ha sido desapoderado, en vez de empoderado. En la administración anterior, vía congelamiento, el Estado se erigió como redistribuidor de la renta energética, arbitrando tarifas y precios con las empresas prestadores de servicios, productoras y con desarrolladores de infraestructura (obra pública o mecanismos similares mediante), sin efectuar la tarea de planificación de base y sin que se garantizara el flujo de información pertinente entre el sector y el Estado.
Ahora, ¿qué se está haciendo? Considerar nuevamente a la energía como un “commodity”, donde el consumidor debe pagar los costos de oportunidad inmediatos que la oferta de gas natural pretende (también los costos de oportunidad mediatos pasados y eventuales futuros).
Las decisiones de traspasar el precio de los “commodities” (que no son tales por la concentración de producción en pocas empresas) sin poner objetivos ligados con la incorporación de reservas hidrocarburíferas es insostenible, porque valoriza inversiones largamente amortizadas sin garantizar que efectivamente se realicen nuevas, por lo que resulta una transferencia de renta de los usuarios hacia los productores. Eso es lo que ha sucedido con el precio del gas natural, que impacta directamente en las tarifas gasíferas y en la generación de energía eléctrica.
El cuentito de que primero hace falta el precio para que después vengan las inversiones es viejo y lo conocemos. Las inversiones vienen cuando las reglas son fijadas con claridad. A priori. Son las reglas que surgen de un debate y un consenso y no los precios momentáneos los que garantizan abastecimiento. Con alto precio y sin reglas se logra explotación salvaje y pérdida más rápida de reservas.
Por el lado de los prestadores de servicios de redes, aumentar su remuneración sin verificar todos los componentes de costos de los sistemas es volver a determinar la tarifa a dedo.
El nuevo usuario
¿Qué cambió en la Argentina? El usuario. Ha desaparecido del imaginario colectivo la mansedumbre como mecanismo de relacionamiento con el prestador de servicios. El cambio no se ha dado por casualidad, pero tampoco ha sido planificado. Es el resultado de la intuición del colectivo que nadie los representa en la defensa de sus intereses, que quedan a merced de los monopolios naturales y oligopolios y que esos procesos se dan fuera de un marco estratégico, donde el Estado debiera participar como planificador y garantizar, en última instancia, la sustentabilidad de los sistemas.
El Estado no es ajeno al cambio de los usuarios. Lo provoca al determinar cuál es el precio de los energéticos, de las tarifas y quién paga la tarifa sin participación de la comunidad de usuarios. Mientras lo pagaba el Estado desde Rentas Generales, formó parte de una política redistributiva de la renta energética y económica basada en dos pilares: hacia los actores sectoriales: el control a través de la administración de precios y remuneración de servicios asociados y, hacia los consumidores, tarifas bajas (extremadamente bajas para algunos sectores de la sociedad que podían pagar más). En el medio, el Estado administrando el desarrollo de infraestructura e inversión, que debemos reconocer, llegó tarde, no planificado estratégicamente y asimétricamente: haciendo diferencias entre los usuarios de Capital y Conurbano y los del interior (estos últimos pagaban hasta cinco veces más por sus servicios eléctricos porque no recibían inversión desde el Estado Nacional, salvo excepciones).
Los desaciertos estructurales de los ‘90 no se corrigieron. Después de casi 30 años sigue sin determinarse cómo expandir los sistemas de transporte de electricidad en Alta Tensión y el transporte y la distribución de gas natural, situación que desvincula las zonas productoras de energía de los consumidores. Esto posterga las posibilidades de desarrollo de zonas de nuestro país y condena a quienes menos infraestructura y servicios tienen a la marginación productiva (donde no hay redes de gas natural, la garrafa de GLP es carísima e impide alentar pequeños desarrollos).
La salida de este esquema no será exitosa volviendo al modelo anterior a 2001, que ya tenía fisuras serias y una concentración de mercado e información que dejaba inermes a las autoridades sectoriales. Se le agrega la cuestión social. Nos debemos, como sociedad, el pendiente debate de qué se hace, cómo se hace, con qué se hace y quién lo hace en materia energética. La Universidad no puede estar ausente y resulta un excelente articulador del mismo. Lejos de pensar que la “cuestión tarifaria” se cierra en las audiencias públicas que en estos días se están llevando a cabo debe entenderse que son el inicio de un período para repensar qué queremos en relación a un suministro estratégico.
Desde la Universidad tenemos propuestas.
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