En el “Manifiesto Comunista” Karl Marx sostiene que aquellos partidos que han asumido la denominación de comunistas, solo se diferencian de otras organizaciones proletarias en su defensa de los intereses y particularidades de la clase obrera, independientemente de la nacionalidad de sus integrantes.[1] El pensador alemán publica este texto fundacional en el contexto de las revoluciones burguesas que a lo largo de 1848 se desataron en buena parte de Europa occidental, sepultando la Pax absolutista que la Santa Alianza estableciera tras la derrota definitiva de Napoleón en 1815.
Las burguesías de los países del oeste del viejo continente, afirmadas en el control político de sus Estados, no solo habían olvidado su origen impugnador, sino que tras conquistar los resortes del poder repudiaron su antigua alianza con las masas populares. La nación apareció como un concepto de origen burgués y, por consiguiente, los trabajadores debieron desarrollar una solidaridad de clase internacional.
Las condiciones que llevaron al desarrollo y consolidación del Estado-Nación argentino, hacia el último tercio del siglo XIX, eran diametralmente opuestas, así como su inserción en la economía mundial en el contexto de una división internacional del trabajo propiciada por las grandes potencias europeas (Inglaterra en especial) en plena fase imperialista, es decir, del desarrollo del capital concentrado.
Germán Ave Lallemant fue el fundador del primer periódico marxista revolucionario que apareció en la Argentina, “El Obrero”. Salió a la calle el 12 de diciembre de 1890 y subsistió durante 22 meses con frecuencia semanal.[2]
Jorge Enea Spilimbergo reconoce a Lallemant como el primer analista de raigambre marxista que desarrolló su actividad intelectual en nuestro país. Las clases sociales y sus antagonismos, puestos en perspectiva, permitirían conocer las fuerzas fundamentales que le imprimían vida a la realidad argentina. Por fin se planteaba el estudio de la historia desde la posición de los sectores explotados y excluidos.[3]
Sin embargo, la lógica dogmática del precursor sentó un precedente negativo que no ha cesado de impregnar todo razonamiento posterior en buena parte de los pensadores de la izquierda argentina, escindidos de los fenómenos que recorren nuestro particular acontecer como nación sometida a los dictados de las potencias imperialistas; enfrentados, también, con aquellos sectores sociales explotados a quienes dicen representar.
El intelectual de izquierda en nuestro país, en numerosas ocasiones, ha obrado como un maestro despectivo y soberbio, dueño de conceptos sacrosantos e inalterables capaces de ser aplicados en todo tiempo y espacio en contra de las tradiciones propias de la sociedad de la que forma parte, que frustran su tarea transformadora, constituyéndolo en correa de transmisión involuntaria de la ideología de los sectores sociales dominantes.
Juan José Hernández Arregui señaló que la oligarquía liberal, la pequeña burguesía urbana y los partidos de izquierda se encuentran estrechamente relacionados. Los últimos son consecuencia del proceso inmigratorio que se desarrolló a partir del último cuarto del siglo XIX en la Argentina. A fines de la centuria mencionada la mayoría de los obreros empleados en la industria y radicados en Buenos Aires eran europeos. Hernández Arregui expresa que la desconexión con el país ha sido el escollo, hasta ahora insuperado, de la izquierda, y ha marcado el carácter antinacional de su pensamiento y su acción política.[4]
Expresa Rodolfo Puiggrós que, en nuestro país, la colonización capitalista coincide con el movimiento de las ideas del socialismo hacia el resto de los países del orbe. Después de la desaparición de la Asociación Internacional de Trabajadores o I Internacional (1864-1872) se fundaron partidos socialdemócratas en la mayor parte de los países europeos. El Partido Socialdemócrata Alemán se convirtió en modelo para muchos de ellos debido a sus éxitos electorales y a su desafío a las leyes antisocialistas de Bismarck. Marx censura en vida el programa de Gotha (1875) debido a que se adaptaba a la legalidad consentida por el canciller alemán. No obstante, su reelaboración por el Congreso de Erfurt (1891), inspirada en el propósito de volver al marxismo del “Manifiesto Comunista” de 1848, no evitó la infiltración revisionista de Eduard Bernstein (1850-1932) con su doctrina del avance pacífico hacia el socialismo mediante la paulatina socialización de las riquezas por la vía legal y parlamentaria.[5]
La sociedad argentina
Tanto anarquistas como socialistas llegaron a nuestro país con el proceso inmigratorio. Los socialistas querían un mundo totalmente capitalista para luchar por un mundo totalmente socialista. El principal dirigente del Partido Socialista, Juan B. Justo, desconocía las etapas, las desigualdades de desarrollo, la relación con otros modos de producción del capitalismo. Consideraba, por lo tanto, que la sociedad argentina podía equipararse con la sociedad capitalista en general. Señalaba en el número inicial de “La Vanguardia” el 7 de abril de 1894: “Junto con esas grandes creaciones del capital, que se han enseñoreado del país, se han producido en la sociedad argentina los caracteres de toda sociedad capitalista”.[6]
Las características de la sociedad argentina debían amoldarse al modelo clásico de la sociedad capitalista de la Europa de fines del siglo XIX. En realidad nuestras particularidades nacionales no se adecuaban a esta lógica, por lo tanto, Justo y sus partidarios las negaban o buscaban marginarlas. Las expresiones populares eran la manifestación de la barbarie que debía ser erradicada de cuajo, para implantar en su lugar la inteligencia y sensatez, propias del proletariado educado y revolucionario.
En el citado texto, Puiggrós expresa que para los socialistas vernáculos, solo aquellos obreros ganados a sus ideas se hallarían librados del salvajismo. Los restantes, presos de la ignorancia y carentes de capacidad cultural para asimilar las enseñanzas de estos maestros del civismo y la evolución, estarían condenados a perpetuarlo a través de los canales de la despreciada “política criolla”.
En “Revolución y Contrarrevolución en la Argentina”, Jorge Abelardo Ramos sostiene que el imperialismo había promovido en la Argentina un desarrollo económico de características especiales. En el contexto de la denominada división internacional del trabajo nuestro país asumía la tarea de granja agrícola- ganadera, como suplemento del taller industrial europeo. Una amplia red de comercialización, sistemas de comunicaciones y transportes, servicios públicos, algunas industrias conexas. Engendrada por este movimiento apareció una clase obrera, factor nuevo en la sociedad argentina.[7]
El Partido Socialista fue fundado en 1896. En esa época había en nuestro país unos 123.739 trabajadores empleados en actividades industriales, de la construcción y en actividades ligadas con los transportes. El dirigente socialista Enrique Del Valle Iberlucea señala que 93.294 obreros eran extranjeros. En la ciudad de Buenos Aires, de acuerdo al censo de 1904, último año de la presidencia de Roca y fecha en que ingresa al Parlamento nacional Alfredo Palacios -primer diputado socialista de América- la población estaba compuesta por 523.021 argentinos y 427.850 extranjeros.[8]
Manifiesta Ramos que el imperialismo importó a la Argentina capitales, máquinas, obreros e ideas. El trabajador rural local era acusado de vago o peleador. El obrero, generalmente un europeo meridional, se educaba merced a Juan B. Justo y sus seguidores en el desprecio de la política nacional. Aislado del resto de la Argentina criolla, no podía incorporarse en el devenir de la misma ni influir en el destino nacional.
Según el pensador peruano Haya de la Torre el capitalismo, al extenderse y desplazarse, deviene imperialista. Emigra y se asienta en aquellos sitios en los que encuentra condiciones para prosperar. Ahora bien, en países de economías atrasadas o precarias -dicho de otro modo, colonias o semicolonias como las indoamericanas- el imperialismo, no se presenta como la fase superior del régimen capitalista, sino que constituye su etapa inicial. [9]
El “maestro” Justo consideraba que los sectores populares no tenían educación política para participar activamente en la toma de decisiones. En “Teoría y Práctica de la Historia”, lo señala sin eufemismos: “[…]. Es, pues, un primer grado de conciencia política ese saludable escepticismo por la ley y los gobiernos que se apodera de muchos trabajadores; es un profiláctico contra la corrupción y la sugestión declamatoria de que serían víctimas si pretendieran ejercer una acción histórica para la cual no están preparados y en la que harían sino servir de pasto a las ambiciones y rencillas de la clase gobernante”.[10]
En 1912 se promulga la denominada ley “Sáenz Peña” que establece el sufragio masculino secreto y obligatorio en la Argentina. El socialismo vernáculo planteará que radicales y conservadores son una misma cosa, reclamando para sí el rol de vanguardia educativa y escuela de moral, cuya tarea primordial es injertar en las masas, a través de su pedagogía ideológica, las reglas civilizadoras necesarias para el ejercicio de sus derechos.
Aquellos militantes que cuestionaron la línea de la dirección fueron expulsados del seno del partido y Manuel Ugarte resultó ser uno de ellos. Tras retornar de una exitosa gira que le permitió recorrer, entre 1911 y 1913, casi todas las naciones iberoamericanas, denunció la injerencia del imperialismo estadounidense ante nutridas concurrencias y su presencia fue ignorada por la organización política a la que pertenecía. El enfrentamiento con el sector justista no se hizo esperar y su traumática salida de la agrupación tampoco. El 21 de noviembre de 1913 renunció al Partido Socialista.
Ugarte reitera que la cuestión nacional es insoslayable para toda política socialista en una nación inconstituida, en un país sujeto al predominio imperialista. Las condiciones específicas de la América latina balcanizada -de la cual la provincia Argentina es un fragmento- impiden importar mecánicamente los programas socialistas vigentes en los países de Europa Occidental, cuya cuestión nacional ya está resuelta. Por eso, a la par que Ugarte enarbola la bandera antiimperialista, exige la elaboración de ideas socialistas aplicables al mundo periférico.[11]
En el ideario del Partido Socialista está inscripto el germen de su fracaso. Conformado por un conjunto de preposiciones carentes de vínculo con la realidad argentina, no resultó una herramienta revolucionaria, o siquiera reformista sino, por el contrario, otro dispositivo de refuerzo del orden oligárquico imperante.
El Cabo sapiente no sostuvo diálogo alguno con su interlocutor. Monologó siempre, frente a un auditorio que despreciaba, y quería educar. La lección careció de éxito, ya que no interpelaba la realidad circundante, y marginaba a sus oyentes.
[1]Karl Marx. El Manifiesto Comunista. Ediciones cuadernos marxistas, Buenos Aires, 2000. pág. 47.
[2] Jose Ratzer. Germán Ave Lallemant. En AAVV. La Revolución del 90. Granica, Buenos Aires, 1974, pág.111.
[3] Jorge Enea Spilimbergo. Juan B. Justo y el socialismo cipayo. Ediciones Octubre, Buenos Aires, 1974, páginas 29-30.
[4] Juan José Hernández Arregui. La formación de la conciencia nacional. Ediciones Continente. Buenos Aires, 2011, página 80.
[5] Rodolfo Puiggrós. Historia crítica de los partidos políticos argentinos. Tomo II. Hyspamérica. Buenos Aires, 1986, páginas 39-40.
[6] Rodolfo Puiggrós. Op. Cit. página 42.
[7] Jorge Abelardo Ramos. Revolución y Contrarrevolución en la Argentina. Tomo II (Del patriciado a la oligarquía). Ediciones del Mar Dulce. Buenos Aires, 1970, página 279.
[8] Jorge Abelardo Ramos. Op. Cit. páginas 279-280.
[9] Víctor Raúl Haya de la Torre. El Antiimperialismo y el Apra. Ediciones Lydea. Lima, 1986, páginas 20-21.
[10] Juan B. Justo. Teoría y Práctica de la Historia. Ediciones Líbera. Buenos Aires, 1969, página 449.
[11] Norberto Galasso. Manuel Ugarte. Tomo I. Del vasallaje a la liberación nacional. EUDEBA. Buenos Aires, 1973, página 332.
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