Desparejo es el camino.
Hoy ando senderos ásperos.
Piso la espina que hiere,
pero mi huella está abajo,

 

Tal vez un día la limpien
los que sueñan caminando.
Yo les daré, desde lejos
mi corazón de regalo.

 

Yupanqui, De tanto ir y venir

 

 

Hay múltiples y variadas maneras de transitar un inicio. Pero también hay tres obviedades que podríamos apuntar al respecto y que, de alguna manera, delimitan tal vastedad. En todo inicio, no resulta siempre claro ubicar el punto de arranque. ¿Cuándo se inicia un proceso? ¿Cuando aparece como horizonte de posibilidad y uno empieza a acercarse a él? ¿Acaso se inicia cuando se toma la decisión última, o cuando luego de la decisión racional, e incluso puesta en palabras, se realiza una acción para mostrarle al mundo que estamos iniciando algo? Segunda obviedad: si bien se difumina la cronología del cuándo, hay algo constitutivo de todo inicio: su carácter transformador. La nueva pisada deja atrás todas las pisadas anteriores y se adentra en otro camino, siempre. En todo inicio algo pasa a ser novedoso, en todo inicio, algo o alguien nace. Y vamos con la tercera: si bien todo inicio se inscribe en un movimiento transformador, podría incluso pensárselo desde la afinidad con un viaje, en todo inicio, así como en todo viaje, podemos elegir hacerlo desde un lugar de expectativa absoluta, de desconocimiento cuasi irreal sobre lo que vamos a transitar, o podemos preparar el equipaje con herramientas, sugerencias, intuiciones explícitas y hasta una serie de trucos para llevar.

Este texto se propone explorar los inicios a la vida universitaria a propósito de lo que creo, es un hito constitutivo, el ingreso a la universidad. Con esto empiezo no contestando a la primera pregunta, o quizás, abro la respuesta. Se pueden identificar momentos de este cuándo, y el ingreso sin dudas, es uno de los más relevantes porque de manera explícita pone de manifiesto este inicio. Sin embargo, los inicios a la vida universitaria suponen una construcción: un antes del ingreso, la instancia en la que se comienza a pensar la posibilidad de habitar la universidad en abstracto, después, una universidad en particular, la trama en la que se conversa con los afectos, los cercanos, con uno mismo buscando una legitimación posible a esta decisión. También incluye la instancia en la que se indaga acerca de una carrera en particular, cuando uno se imagina habitando la cotidianidad de la universidad o trabajando de una profesión en un futuro. Y finalmente, cuando se le pide a alguien que nos acompañe a conocer este espacio, a hacer los trámites, cuando se compran los cuadernos, los apuntes, se arma la mochila. Pero hay un día de agosto, o de febrero, según el caso, en el que la microfísica de la decisión pone en movimiento una acción particular: venir en tren, colectivo, caminando, auto, atravesar una puerta, otra puerta, sentarse en un aula, esperar, y empezar a cursar.

Bien, estaríamos en condiciones de arrancar entonces, no obstante, hay algo que no dije hasta ahora. En la tradición de los estudios sobre ingreso, sobre los inicios, o sobre la universidad en general, se suele pensar la complejidad siempre desde la perspectiva de los estudiantes. Y también aquí hay sentidos inscriptos en buenas intenciones, en decisiones institucionales correctas, que podemos sugerir: los actores principales en la universidad son los estudiantes, ellos son los protagonistas principales en un proceso de formación. La universidad nació con ellos, por ellos y desde ellos, hace miles de vidas en Bologna y hoy, aquí mismo. A ellos es a quienes hay que acompañar en toda su vida universitaria, y en especial, en los comienzos. Esto es así, pero ellos no son los únicos que inician. Ellos no son los únicos que nacen y se transforman. Ellos no son los únicos que meterán la mano en su equipaje, tratando de buscar una herramienta, un consejo o un truco para que la vida en común en la universidad sea posible, y hasta sea exitosa. Por esto, es que me parece resulta importante ampliar el espectro de sonidos: sumar otras voces, las de los profesores. O sumar por lo menos una voz, la mía en primera persona, como profesora del ingreso a la universidad. Entonces, a las otras preguntas que apelan a obviedades, que nunca realmente son vividas como tal, voy a acercarme desde mi experiencia.

El ingreso es una instancia vital, por eso es que considero correcto hablar en términos de experiencia. En mi caso, esta experiencia, por ejemplo, no pone fuertemente en juego mis saberes sobre el campo epistémico. Sobre los contenidos de la materia voy y vengo con soltura. Camino el programa con seguridad, con un cronograma pero con la flexibilidad de todo aquel que camina en zapatillas y sabe que puede andar con paso liviano, trotar o correr. Hago aparecer los contenidos en una clase según las unidades previstas, según mi propio cronograma de trabajo, los desgrano, pero también los hago esperar  cuando veo que no es el día para ellos.

Más bien, lo que me interpela cuando entro a un aula de ingreso es lo novedoso, y esto hace un tiempo lo vivo a partir de la metáfora del nacimiento. En ese encuentro novedoso se da un nacimiento, el nuestro: el de ellos y el mío. Primera escena entonces: Aula Magna Bicentenario, o Plaza de los Derechos Humanos -según lo que nos ofrezca el clima del día-. Estos aspirantes, durante un mes y medio o tres meses -según la opción de ingreso que elijan- van a ser nuestros estudiantes en realidad, y yo los espero de a grupos para hablarles, para darles una bienvenida institucional y presentarles al Vicerrector, quien va a trabajar con ellos en una clase inaugural. Los observo mientras reconocen el territorio material de la clase, el suelo, las hormigas, las zonas de sombra en las que pueden refugiarse del sol, y finalmente los detecto cuando se acomodan, alistan el mate, sacan los cuadernos y lapiceras, miran la lista de preguntas que preparamos como disparadores para trabajar con ellos la clase. Arriesgo mentalmente de dónde vienen, si están cansados o ansiosos, de qué carrera son. Nos cruzamos en las miradas y los veo indagarme expectantes, nos sonreímos, entonces pienso que de alguna manera estamos naciendo todos. Que una universidad es tradición, y una tradición cultural e institucional que se originó nada menos que en la comunidad medieval, pero que una universidad siempre es nacimiento, lo asuma o no.

Y lo segundo que se me presenta es que, si bien en un nacimiento siempre hay una instancia de individuación, cada uno esta solo o sola allí naciendo, en un nacimiento, alguien está esperando recibir al recién nacido. Entonces empiezo la clase desde ese entusiasmo, desde el entusiasmo de quien sabe que puede nacer, de quien intuye que tiene una oportunidad. La instancia de nacimiento siempre supone una gran apertura hacia lo creativo, porque lo novedoso es creativo más allá de su voluntad. Pero lo que me resulta importante de asumir, casi como una reafirmación de principio, es su potencia. Si el movimiento implica una novedad, me propongo vivirla y ser novedosa también. Quizás mi trabajo tenga que ver con esto, con la responsabilidad de acompañar a “bienvenir” en este nacimiento. Pero a su vez, quizás esto constituya la posibilidad de resignificar mi propio trabajo: el ingreso explicita de manera rápida y contundente -sobre todo en el intensivo de verano- que tengo una nueva oportunidad como profesora.

Por otra parte comienzo esa clase de bienvenida desde un gesto de honestidad, sin que esto me sitúe en una posición demagógica. Arranco desde una interpelación. Les digo: sé que están nerviosos, sé que algunos tienen miedos, incertidumbres, están atravesados por expectativas propias y de otros, muchos de ustedes son los primeros en sus familias en venir a estudiar a una universidad, muchos de ustedes son los primeros incluso en haber terminado la escuela media, pero sepan también algo, yo también tengo miedo, ahora mismo. Mi miedo -que señalo pero no describo- es que se vayan antes de experimentar qué pasa con ellos en esa carrera universitaria, en nuestra universidad; mi miedo es que no se tengan paciencia o confianza en ese inicio del oficio de estudiante universitario. Sin embargo, agrego: con nuestros miedos tenemos que ser astutos: primero reconocerlos, después interpelarlos, y tenemos con qué. Muchas veces en nuestra vida hemos comenzado; a veces porque quisimos, a veces porque hemos tenido que, en ocasiones incluso a pesar nuestro, y cada vez, lo hemos hecho de alguna manera. Ahí hay un suelo de experiencia, un patrimonio cognoscitivo, ahí seguramente haya herramientas para contener la incertidumbre y para reafirmarnos en ese movimiento inicial.

Segunda escena: ingreso a un aula donde me esperan ya los estudiantes de mi comisión. Seguramente en la mayoría de los casos nunca termine de recordar sus nombres, aunque se los haga decir cada vez, como un intento de hablarles a partir de su nombre propio. Pretendo reconocerlos de alguna manera, y estar atenta semanas. Me voy a detener, me voy a dispersar en sus rostros y expresiones, en sus silencios y sus miradas, en la concentración de sus ojos cuando elaboran un práctico, en sus intervenciones y en su capacidad para trabajar con otros. Cuando llego el primer día, no hay perfiles de estudiantes acabados ni categorizaciones que me amparen, por lo menos, demasiado. Entonces vuelvo a recurrir a la honestidad, ¿acaso la universidad no es una institución que trabaja en la búsqueda o construcción de verdades? Les hablo de mí, de mis trayectorias, de cómo llegué a estudiar, a ser profesora, de por qué aunque devine otras funciones institucionales siempre pedí quedarme en el ingreso. Y apelo a su honestidad, porque en todo vínculo posible, la honestidad es un suelo común. Pido que me cuenten quiénes son, qué intuiciones o certezas los ayudaron a cruzar la puerta, qué esperan, qué desean, de ellos mismos, de su carrera, de la universidad, y también de mí como su profesora. Y a partir de ese encuentro les propongo, les comunico quizás una primera regla de juego: estamos acá, sobre este territorio común que es particular, quizás muchas veces pensemos que estamos en el lodo, pero desde ese acá vamos a trabajar todos, ellos, yo, todos juntos. Y vamos a trabajar mucho y esforzadamente.

Después de este nacimiento, aquí estamos en nuestro mundo común que es tal vez el que nos va a alentar y permitir transitar este inicio, en comunidad. Creo en las comunidades, definitivamente. Y creo en que para que haya comunidad debe haber un sentido común, una comunión, de alguna manera. Sé que tengo una responsabilidad particular en la construcción de ese andamiaje. Y que para desplegar mi oficio tengo que recordar mis propias palabras: tengo que buscar las herramientas en la mochila, los saberes previos, activar los sentidos, tengo que ser astuta.

De alguna manera siento que en cada clase del ingreso debo apelar a esta operatoria, la de la astucia que se inscribe básicamente en poner a jugar mi intuición. Y esta operatoria debo activarla de una manera rápida y efectiva. Entonces, tengo que devenir una “rastreadora”: rastrear a través de los silencios, intervenciones, resaltados de colores en los textos, ausencias, conformaciones de grupos de trabajos, si estamos construyendo o no una comunidad de sentido con ellos. Porque en un aula eso es lo que creo que tenemos que hacer: construir sentidos. Como decía antes, el programa lo conozco, sus textos, puedo navegarlos con fluidez. Lo valoro como propuesta académica e institucional. Pero también sé que tenemos cinco semanas de trabajo vertiginosas, que muchos de los textos que les proponemos les van a significar muchas y variadas novedades y desafíos: desde estéticos, formales, hasta otra profundidad en los abordajes de autores en los textos.

Y en este punto, para terminar con esta aproximación a mi experiencia como profesora del ingreso en la Universidad Nacional de Lanús, recupero a Carlo Ginzburg, “nadie aprende el oficio de connoisseur o el de diagnosticador si se limita a poner en práctica reglas preexistentes. En este tipo de conocimiento entran en juego (se dice habitualmente) elementos imponderables: olfato, golpe de vista, intuición” (: 163). Y en este movimiento de pasar de lo conocido a lo desconocido sobre la base de huellas, de indicios, cada clase comienza una y otra vez. En mi caso, la acción de enseñar, o las acciones que despliego cuando enseño, porque implican variados movimientos, serán posibles en este suelo de permanente reconocimiento del otro y reajuste de mi propuesta y de mi práctica. La práctica como rastreadora es básicamente la que me ocupa y vertebra mi oficio de docente en el ingreso. Y muchas veces, a propósito de este rastrear permanente, debo proponer distintas estrategias o reformularlas en una misma clase, a partir de sus lecturas o de las ausencias de lecturas, a partir del cansancio, a partir de las preguntas o de las miradas lejanas. Y me supondrá poner en juego una gran energía, tanto intelectual como corporal. Este es el suelo, pero esta también es la potencia. Aquí vamos una vez más.

 

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