Ya leyó el mensaje diez veces. Está como clavada al sofá del living, en un noveno piso de setenta metros cuadrados llenos de sol, para ella sola. El edificio tiene veinticuatro “unidades funcionales”, vive mucha gente, pero casi no se tratan entre ellos. Sólo tratan, todos, a Pedro y María, los “encargados”.
Vuelve a leer el mensaje.
Piensa que todavía deben estar con ella, si es que los dejan. O tal vez ya estarán de vuelta en su livingdormitoriococina, porque ya no les permiten estar con ella.
Mira desde su ventana del noveno piso el río allá a lo lejos, ancho, inmutable.
Hace dos horas que recibió la noticia, pero no puede moverse.
Baja imaginariamente las escaleras y se detiene frente a la puerta de ellos, la obligatoria, hoy infranqueable, puerta de ellos: la entrada al único ambiente del primer piso del edificio: la portería.
Bajó las escaleras muy despacio, no con los pies sino con la cabeza, y se frenó frente a la puerta negra. No sabe cuántas veces bajó ya, aunque sigue sin moverse del living. Está horrorizada con el mensaje, pero además tiene miedo.
¿De qué tiene más miedo? ¿De enfrentarse a Pedro y María, a su tragedia, o del contagio?
La pregunta la espanta, por la verdad que encierra.
Pedro y María estuvieron dieciseis días acompañando a Anita en un hospital público. Una mañana de la cuarentena, Anita se despertó con un moretón en un hombro. Esa tarde su brazo se hinchó. Al día siguiente el dolor era insoportable. La llevaron al hospital y quedó internada. Se salvó de que le cortaran el brazo, porque el cáncer no les dio tiempo. Un sarcoma epitelial, fulminante, que sólo ataca a los jóvenes. Anita tenía catorce años. Era la única hija de Pedro y María.
El celular sobre el sofá parece apagado, pero apenas ella toca la pantalla vuelve a leer: Falleció mi princesa, señora.
Recibió el mensaje hace dos horas, a las dos de la tarde, cuando todavía Anita sonreía desde la foto del whatsapp de Pedro. Ahora ya no está su sonrisa. En su lugar, Pedro ha puesto una cinta negra. Un crespón.
Sigue sentada. Pasa una hora más. Ahora sí está segura de que ya han de estar en la portería.
¿No puede ir? No debe.
¿No puede pasar la puerta negra y abrazarlos? No debe.
¿Nadie podrá consolarlos en un abrazo largo? Nadie.
Así se lo confirma Pedro, cuando ella se anima a llamarlo:
“Recomendación del hospital, señora. De todos los médicos, señora”
Pedro y María deberán estar catorce días solos, frente a frente, en su livingdormitoriococina de veinte metros cuadrados. Sin Anita, pero chocándose con la cama de Anita, con su ropa amontonada, con su mochila, con las zapatillas de Anita.
Marca el número del administrador del edificio. Nadie contesta.
Hace veinte días que no fuma. Pero todavía tiene cigarrillos. Enciende uno, con pulso tembloroso. Piensa en los rituales de la muerte y decide echar mano a todos: pone una cinta negra en el ascensor, una estampita, unas flores para Anita, de parte de todas las “unidades funcionales” del edificio.
Le escribe un mensaje a Pedro, le pide la dirección del velorio.
“No hay velatorio, señora. Las autoridades nos van a avisar cuando podamos buscar a mi hijita para darle cristiana sepultura”, contesta Pedro.
A ella se le cierra el estómago. Esa noche no puede comer, pero toma tres whiskies. Da vueltas en la cama. Imposible dormir. Piensa en ellos, en ese ambiente ínfimo del primer piso, al que sólo entró una vez en diez años.
Se levanta, se viste y prende el cuarto cigarrillo. Sale a fumar a la terraza, el olor tibio del final del otoño la sacude. Apaga la única luz que tenía encendida y ahora sí, abre la puerta de su departamento y baja por las escaleras. Son las cuatro de la madrugada. El consorcio parece descansar tranquilo.
Llega al primer piso y ve luz debajo de la puerta negra. Golpea y, cuando Pedro abre, con una seguridad asombrosa, ella dice:
–Salgamos, tengo el auto listo para dar una vuelta.
–Pero señora….
–Vamos. Traiga a María; yo los espero en la calle.
Lo dice sin esperar respuesta. Por alguna razón cree que aceptarán sin discutirle.
Cuando suben al auto, ella acaricia el pelo de María. María le apoya la mejilla en su mano. Su llanto la hace llorar. Pedro se une a las dos desde el asiento de atrás. Se quedan así un rato largo y después ella arranca el auto, despacio. Buenos Aires está vacía y fantasmal, como ellos.
Sin consultarles baja todas las ventanillas. Entra un aire espeso y tibio. María gira su cabeza hacia afuera. Sus manos retuercen un pañuelo, un bollo blanco.
No tiene idea adónde ir, pero enfila rumbo a la Costanera. Les propone quitarse los barbijos, si quieren. Para tranquilizarlos les dice que no va a frenar en los semáforos. Son los únicos en la calle quebrando la cuarentena. Ellos no dicen nada.
Estaciona. Baja del auto. Ellos también bajan y caminan hasta el parapeto. Se apoyan en el borde áspero de cemento, juntos, abrazados, ella se queda un poco más lejos. Recién ahí nota la luna, apenas creciente, reflejada en el agua.
Quisiera que gritaran, que no pararan de gritar por un rato largo. Pero no. Siguen así, callados, hasta que María interrumpe su llanto dócil, reprimido, y dice:
–Nunca había visto el río, señora.
Vuelven mudos. Ella quiere que hablen, que hablen de Anita, que cuenten, que recuerden, que maldigan. Pero no. María llora en silencio y retuerce su pañuelo.
Al mediodía siguiente va al cementerio. Son cinco en la entrada, pero sólo dejan entrar a Pedro y María. Ella les entrega el ramo de flores para Anita y se despide.
Dos días después sale a dar una vuelta a la manzana. En la entrada del edificio, Pedro frota sin ímpetu el portero eléctrico.
–Buen día, señora.
Ella no puede contestar. Tiene la garganta agarrotada. La rebela y la ahoga la entrega de Pedro. Quiere decirle que deje de lustrar el bronce, que largue todo, que se tome un mes y se vayan a cualquier parte. Pero ella también se domina, ella también acata las formas. ¿Cómo se puede hablar de lo que no se puede soportar? ¿Cómo hablar del vacío desde el vacío?
Camina unos pasos por la vereda, ensordecida por la impotencia, cuando oye la voz de Pedro, que le dice, despacito:
–Señora…. Cuando necesite salir otra vez, María y yo podemos acompañarla.
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