Si cultura es poder, cultura nacional es poder nacional.

Fermín Chávez

Raúl Scalabrini Ortiz manifestó en alguna oportunidad que los hombres siguen a los hombres, no a las ideas. Las ideas sin encarnación corporal humana constituyen entelequias que pueden disciplinar perfectamente a los filósofos, pero no a los pueblos. Ana Jaramillo, por su parte, refiriéndose a «La filosofía como historicismo» —la ponencia del filósofo e historiador italiano Benedetto Croce en el Primer Congreso Internacional de Filosofía, celebrado en Mendoza entre marzo y abril de 1949— sostiene, en plena sintonía, que tal proposición reafirma la identidad «entre la filosofía y la historia, y el rechazo a cualquier concepción metafísica o teologizante predeterminada o apriorística de la historia, como la hegeliana o la materialista, confirmando su planteo de la historia como hazaña de la libertad».

En el sentido scalabriniano expuesto, no cabe duda de que el clima de época que antecedió a la sanción del texto constitucional de 1949 fue singular, no solamente por la inédita circulación y producción de ideas y obras emergidas de la cultura popular que se operó en toda Nuestra América, sino por la excelencia y el compromiso de mujeres y hombres concretos que encarnaron posteriormente muchas de aquellas aspiraciones para transformarlas en realizaciones especificas: «realidad efectiva», como corea aún la marcha que identificó palmariamente el espíritu de aquel primer peronismo.

Cuando hablamos de cultura popular, hacemos referencia a la tesis central de Fermín Chávez en Historicismo e iluminismo en la cultura argentina, donde el autor plantea la necesidad lisa y llana de crear un nuevo eje cultural, proponiendo firmemente en aquel entonces (1977) una ruptura radical con lo que consideraba la ideología de la dependencia —el iluminismo— incorporada acríticamente en nuestra región y representada en aquel entonces por el liberalismo, el utilitarismo positivista y el dominio tecnocrático. Para el maestro entrerriano, las categorías centroeuropeas impuestas por el iluminismo en el siglo XIX —europometrismo cultural— «no nos sirven: en realidad nunca nos sirvieron desde el punto de vista de una voluntad nacional autoconsciente».

En su batallar anticolonialista, Chávez sostendrá que «desentrañar las ideologías de los sistemas centrales, en cuanto ellas representan fuerzas e instrumentos de dominación, es una de las tareas primordiales de los trabajadores de la cultura en las regiones de la periferia». El autor asignará así, no a los académicos sino a los trabajadores de la cultura, una misión fundamental en lo que respecta al esclarecimiento de lo que en aquel entonces se conocía como “mecanismos de tutelaje o “coloniaje cultural”: escindirse ideológicamente de los sistemas centrales que —en sus propias palabras— convivían en armónico connubium. Tal posición lo llevará a aseverar que «las crisis argentinas son primero ontológicas, después éticas, políticas, epistemológicas, y recién, por último, económicas».

En el marco de esta postura que hace hincapié en el devenir histórico-cultural de los pueblos y en la potencia de la cultura popular para producir mecanismos autoconscientes, hemos sostenido en alguna oportunidad que la Constitución de 1949 será consecuencia de dos factores eminentes.

El primero es sin duda la inédita revolución cultural, estética y epistemológica que se desarrolló en nuestro país entre principios de los años veinte y fines de los cuarenta, protagonizada por lo que Juan W. Wally ha denominado la «décima generación de argentinos». Dicha progenie —que entre otros tantísimos integraran Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Benito Quinquela Martín, María Rosa Oliver, Oliverio Girondo, Ernesto Palacio, Álvaro Yunque, Leopoldo Marechal, Roberto Arlt, Samuel Eichelbaum, Florencio Molina Campos, Homero Manzi, Azucena Maizani, Rosita Quiroga, Celedonio Flores, Francisco Canaro, Pascual Contursi, José Luis Torres, Juan Alfonso Carrizo, Carlos Vega, Enrique Santos Discépolo y Armando Discépolo— tiñó el ambiente cultural y artístico argentino de una nueva sensibilidad, en cuyo marco la cuestión identitaria cobraría inédita relevancia.

Esta revolución cultural abarca todos los campos de la producción estética y artística e implica un impresionante cambio de paradigmas. Luego de la revolución estética acontece la segunda revolución, la político-económica. Asume el peronismo el poder y en solo tres años se duplica la producción industrial y aumenta un 56% el salario real de los trabajadores. La distribución del ingreso sufre un cambio sustancial en la Argentina. Revolución estética, luego revolución política y económica; faltaba la revolución jurídica. Restaba dotar a esa tremenda convulsión de un marco jurídico constitucional.

La revolución cultural coincidió además con una profunda reacción antipositivista y antiimperialista que fue extendiéndose a todos y cada uno de los campos de la cultura y el pensamiento, detonando un impresionante cambio de paradigmas. El nativismo y cierto nacionalismo cultural, no solo se expresará a través de la literatura política de los textos de Julio y Rodolfo Irazusta, José Luis Torres, Raúl Scalabrini Ortiz, Leonardo Castellani y Ramón Doll —entre otros— sino también en aquellos bellos paisajes humanos de La Boca de Benito Quinquela Martín y las caricaturas de los motivos camperos de Florencio Molina Campos, que conectarán la belleza visual con el sentimiento popular. También en el desarrollo de la música popular argentina, a través de la obra de Carlos Gardel, Ignacio Corsini, Agustín Magaldi, Azucena Maizani, Rosita Quiroga, Celedonio Flores, Francisco Canaro, Pascual Contursi, Enrique Cadícamo y Enrique Santos Discépolo. En el ímpetu prodigioso del teatro nacional, que tendrá en Armando Discépolo, Alberto Vacarezza, Samuel Eichelbaum, Luis Arata, entre otros, sus más destacados cultores, y en la revalorización del folklore a partir de la obra de Juan Alfonso Carrizo y Carlos Vega, cuyas composiciones «serán expresiones diferentes de un mismo fenómeno que se constituirán en verdaderos hitos culturales del país».

También salieron de esta generación los destacados juristas que cobrarán especial protagonismo en el devenir específico del instrumento supralegal sancionado en el año 1949: José Miguel Francisco Luis Figuerola y Tresols, Tomás Casares y Arturo Sampay. Sobre esta cuestión en particular, me remito a un artículo publicado —merced a la extraordinaria generosidad de Oscar Castellucci— bajo el título «La generación décima. Arte, cultura e identidad nacional» perteneciente a la colección Breviarios: Arte y Libertad.

El segundo factor determinante es aquel fenómeno que en alguna oportunidad hemos denominado “convergencia de los orilleros”. Entre mediados de los años veinte y principios de los treinta, confluyeron masivamente en los márgenes de la metrópoli los grupos sociales heterogéneos que cobrarían especial protagonismo en los acontecimientos de octubre de 1945. A aquellos primeros orilleros, ya asentados en los límites de la europeizada Reina del Plata, desplazados desde hacía décadas por el impulso del «progreso» de los vencedores de las guerras civiles, se les sumaron nuevas camadas de inmigrantes negados de «pan y tierra» en sus países de origen y, posteriormente —ya en los prolegómenos de la gran crisis de 1930— se adosaron a este conglomerado heteróclito los migrantes internos: población rural expulsada de las labores agrícolas debido al trance del modelo agroexportador. Este fenómeno sociológico, pocas veces examinado con la rigurosidad que merece, sería de trascendental importancia de cara a los aconteceres políticos que se avecinaban y daría lugar a las nuevas expectativas retratadas por las mujeres y los hombres de la cultura. También circulaba entre ellos —por cierto— la compleja demanda que coalimentaría el nuevo espíritu en germinación: la cuestión social.

Cabe señalar que ambas convulsiones —lejos de ser inducidas por «individuos preclaros»— fueron protagonizadas por colectivos humanos imbuidos de una potencia que Scalabrini describirá ulteriormente como «el espíritu de la tierra» e impusieron una rebelión político-cultural y económica que se plasmaría en la revolución de junio de 1943, para expresarse en todo su esplendor el 17 de octubre de 1945. En términos prácticos, esta revolución implicó que la producción industrial creciera exponencialmente en menos de tres años, aumentando en un 56% el salario real de los trabajadores, encuadrados a partir de entonces en organizaciones libres del pueblo. La política reapareció entonces como factor desencadenante, no como otrora «asentada sobre deleznables cimientos», sino fundamentada en el compromiso activo de una generación que, aunque heterogénea y nutrida de contradicciones, intentaría llevar a la práctica ese conjunto de esperanzas y anhelos colectivos.

¿Constitucionalización de una realidad justa?

A la revolución política le sucederá —casi naturalmente— la innovación constitucional. Pero esta vez no estará respaldada —al decir de Arturo Sampay— en un modelo de «regulación formal observada al sancionársela o al derogársela», sino en una nueva legitimidad sustentada «sobre el hecho de establecer los fines e instrumentar los medios adecuados para obtener el bienestar del pueblo, esto es, la efectuación de la justicia». Ana Jaramillo sostiene en la actualidad, que los derechos sociales allí consagrados serán en realidad «derechos de justicia». Para esta autora, «el derecho es una ciencia hermenéutica que debe interpretar los valores en una determinada época y en una cultura particular, las pasiones, las creencias, la intencionalidad, los afanes y deseos, así como la voluntad, que forman parte esencial del ser humano y que no se subalternan al racionalismo».

Domingo Mercante, presidente de la Convención Constituyente y mentor de una irrepetible gestión como Gobernador de la provincia de Buenos Aires, expresará en un manifiesto escrito ya en el exilio que «la reforma de 1949 tuvo por esencial finalidad consolidar jurídicamente los frutos de la revolución popular del 17 de octubre de 1945, ratificada electoralmente en los comicios libérrimos del 24 de febrero de 1946, cuyos contenidos consistían en hacer de una Argentina hasta entonces dependiente de un imperialismo expoliador, una nación económicamente libre y políticamente soberana».

A diferencia de sus antecedentes —la Constitución de 1853 y la de 1860— el texto concebido durante el primer peronismo será el fruto de un realismo político-jurídico que reconocerá derechos ya vigentes en la realidad. Tal como sostuvimos en cierta oportunidad —junto al entrañable Ernesto Adolfo Ríos— se trató ni más ni menos que de la constitucionalización de una realidad justa. De esta forma, a diferencia del iluminismo apriorístico que había nutrido el texto de 1853 —presuponiendo que la razón era capaz de construir ex ante una nueva realidad— la Constitución de 1949 será un instrumento jurídico elaborado para dar cuenta de una comunidad dispuesta a autorredefinirse sobre sus propios cimientos. La Constitución de 1949 vendrá entonces a supralegalizar lo real.

En esta línea de razonamiento, mal puede considerarse a la norma constitucional de 1949 como encuadrada dentro de lo que se conoce como constitucionalismo social clásico y que suele representarse en los modelos constitucionales de la República de Weimar (Alemania, 1917) y de la Constitución mexicana sancionada en 1921. La Constitución de 1949 reconocerá derechos preexistentes, que serán llevados al cuerpo normativo fundamental a partir de una extraordinaria labor colectiva que encontrará en Arturo Sampay a uno de sus principales mentores. Ríos dijo en este sentido que el Gobierno peronista aspiraba a consagrar un

            “… instrumento constitucional, para regir el destino nacional con un sentido de grandeza fundado en la Justicia Social apareada a un autosostenido desarrollo socioeconómico y a un espíritu comunitario de amplia resonancia en el concierto de los pueblos hermanos [y esta obra] no es una más en el vademécum del «constitucionalismo social», sino que expresará un género único […] es una Constitución revolucionaria, instaurada sin romper la legitimidad anterior; sus preceptos no son declamativos, porque receptan […] derechos en plena vigencia; sus cláusulas económicas son absolutamente novedosas y argentinas”.

Ahora bien, sobre la necesidad de la reforma constitucional, Perón ha señalado: «La Constitución no debe ser un artículo de museo que cuanto mayor es su antigüedad mayor es su mérito, no podemos aceptar sin desmedro de la lógica, que en la época de la navegación estratosférica que permite trasladarnos a Europa en un día, usemos la Constitución generada en el tiempo de la carreta».

Esta reflexión tiene un sentido, en virtud de la discusión que había en esa época en torno a la naturaleza de la Constitución, sobre todo por parte de «los maestros de Derecho», quienes sostenían la existencia de contenidos «pétreos» en el texto constitucional, es decir contenidos que no se podían modificar ya que sobre ellos se asentaba la formación del Estado argentino.

Perón mismo expresaba que la reforma constitucional venía a acompañar la reforma política que él había implementado. En lo que respecta al período previo al dictado del texto definitivo, se suceden varias circunstancias, como por ejemplo, la gran discusión sobre la juridicidad de la ley que declaraba la reforma y, posteriormente, la vinculada al contenido de su texto. Respecto a esto último debe tenerse en cuenta que el texto de la ley que declaró la necesidad de la reforma rezaba: «se declara la necesidad de la reforma con el objeto de suprimir, modificar o agregar o corregir sus disposiciones». Esta cláusula a la que se le asignó el mote de «tibia» no se sabe bien todavía si respondía al hecho de que una gran parte de los representantes del peronismo no estaban dispuestos a promover un cambio sustancial en materia constitucional o, simplemente, a una estrategia tendiente a no «avivar» al enemigo. Para no decirle expresamente: «mirá que te la vamos a cambiar toda». Esta es una circunstancia del proceso previo muy pocas veces discutido y sobre el que habría que ahondar —sobre todo— porque aún quedan testigos y protagonistas.

Otra de las circunstancias que componen el debate previo es la que llevan al recinto los convencionales radicales sobre la interpretación de «los dos tercios del total» o «los dos tercios de los presentes» que hoy, a la distancia, demuestra ser simplemente un ardid leguleyo.

No voy a profundizar sobre esta cuestión porque en lo que resta quiero hacer hincapié en otras cuestiones a mi juicio fundamentales. En primer lugar, las razones filosóficas que ameritaron el dictado de una nueva Constitución en la Argentina. Aquí Sampay, quien fuera miembro informante y autor intelectual de la Constitución del 49, dice —y debo citarlo textualmente como corresponde con los maestros— lo siguiente:

            “La necesidad de una renovación constitucional en el sentido social es el reflejo de la angustiosa ansia contemporánea por una sociedad en que la dignidad del hombre sea defendida en forma completa —y añadía— […] la experiencia del siglo pasado y las primeras décadas del presente, demostró que la libertad civil, la igualdad jurídica y los derechos políticos, no llenan su cometido si no son complementados con reformas económico sociales que permitan al hombre aprovecharse de esas conquistas”.

Sampay, de esta forma, estaba dando cuenta de la preexistencia de derechos que habían sido reconocidos en lo político mucho antes del dictado del texto constitucional. Pero además, nos deja una serie de enseñanzas respecto a cuáles son los elementos más importantes de la Constitución.

En rigor de verdad, Perón encomendó originariamente la preparación de un anteproyecto de reforma a su secretario de Asuntos Técnicos, José Figuerola[1]. El exhaustivo trabajo del funcionario —que entre otras cuestiones reúne un corpus donde se detalla cada artículo de la Constitución a reformarse y la reforma proyectada— en donde además se incorporan todos los antecedentes parlamentarios y consultas de Constituciones extranjeras, clasificados por materias, será —junto a todos los discursos presidenciales— uno de los nutrientes principales del esbozo. El material «se archivó ordenadamente en un fichero de 105 mil tarjetas, puestas a disposición de quien quisiera consultar la documentación» recuerda Figuerola, quien compiló además todas y cada una de las sugerencias ministeriales. Las estadísticas más relevantes que obraron como fundamentos fueron, entre otras, el Plan Quinquenal (1946) y el IV Censo Nacional de 1947.

Sin embargo, ciertos sectores recelosos del sector peronista se opusieron a Figuerola y motivaron su posterior alejamiento. A pesar de ello, es justo recordar una labor impresionante que construyó el basamento para que otro conjunto de juristas y pensadores se ocupara de finalizar la tarea. Es allí donde cobrará relevancia Arturo E. Sampay, junto con otros colegas olvidados por propios y ajenos, tales como Carlos María Lescano, Carlos Berraz Montyn, Oscar Salvador Martini, Domingo Mercante y Pablo Ramella.

Enrique Arturo Sampay: ¡Manos a la obra!

Para comprender cabalmente la magnitud de la obra que llevó adelante el maestro entrerriano, bien vale hacer al menos una somera referencia a su cosmovisión filosófico-jurídica. Se ha dicho con certeza que un principio aristotélico había modelado sustancialmente su pensar: la idea de que el sector dominante es la Constitución. Cabe recordar que, para Aristóteles, una Constitución no es sino «la ordenación de los poderes gubernativos de una comunidad política, de cómo están distribuidas las funciones de tales poderes, de cuál es el sector dominante en la comunidad política y de cuál es el fin asignado a la comunidad por ese sector social dominante».

El prestigioso constitucionalista y amigo entrañable, Alberto González Arzac, señala por su parte que es el grupo dominante el que conforma el poder político de modo tal que, si el poder social dominante es nacional, el producto constitucional será nacional; pero si ese poder es colonial, la Constitución será seguramente colonial.

Sampay comparte la idea de que es un sector dominante el que establece las reglas de juego en toda comunidad, de modo tal que la estructura —o superestructura— jurídica suele coincidir con los intereses de dicho sector. De acuerdo con este jurista, toda comunidad humana posee una Constitución primigenia «impuesta por las condiciones geográficas del país, por la ubicación del territorio estatal en el planeta y en el universo sideral, por la idiosincrasia de la población modelada por dichas condiciones geográficas y astrales y en especial por la cultura tradicional». La Constitución real, a su vez, estará determinada por el sector social que ejerce el dominio. De la combinación de ambas surge la Constitución jurídica del Estado, que al decir de Sampay es un código «supralegal» impulsado por el sector dominante que define los órganos del Estado, así como los derechos y las obligaciones de todos los integrantes de una comunidad determinada.

En lo que atañe a la labor del jurista entrerriano en el marco de su desempeño constituyente, bien vale además concentrarse en algunos de los vectores que nutrieron su realismo constitucional: la filosofía política y la historia nacional. No cabe duda de que el pensamiento de Sampay —así como el de otros autores de la época— encontró fuerte influencia en lo que se conoció como el “nuevo humanismo cristiano”, impulsado por una renovación de la Iglesia católica a partir de las encíclicas Rerum novarum y Quadragesimo anno —de inspiración jesuita—. La renovación cristiana, a su vez, se enriqueció con los aportes de numerosos autores americanos imbuidos del espíritu reformista que insufló la reacción antipositivista[2]: una corriente centrada en la crítica al utilitarismo, al determinismo social y a la lógica del progreso indefinido. Nutrida de un vitalismo esencial, esta reacción propuso una axiología humanista con miras a recuperar ciertos valores rechazados por el positivismo. El humanismo cristiano constituirá una de las vertientes más poderosas de la doctrina justicialista.

Para Sampay el ζῷον πολῑτῐκόν, el ‘animal político’ —zoon politikón, ontológicamente libre— y el Estado deben resguardar esa libertad promoviendo un orden justo. Dicha concepción implica el rechazo de los totalitarismos, que a su entender degradan al hombre, promueven la divinización del Estado y lo convierten en su instrumento. El bien común aparece entonces como garante temporal del bien individual. En este orden de ideas, Alberto González Arzac afirma que en el pensamiento de Sampay está clara la idea de que el Estado, «si bien tiene como fin la perfección y la felicidad del hombre que vive en sociedad —la suficiencia de vida que el aislamiento haría imposible lograr—, abandona la neutralidad liberal que es intervención a favor del poderoso, y participa —dentro de la órbita de las funciones que le son propias— en las cuestiones sociales, económicas y culturales, como poder supletivo e integrador para afirmar un orden positivo, restituyendo o asegurando al hombre la libertad necesaria a su perfeccionamiento».

Las críticas al capitalismo contenidas en la encíclica Quadragesimo anno aparecen implícitamente en la marca con que Sampay impregna el texto constitucional, ya que las consecuencias del espíritu individualista en el campo económico se manifestaban por entonces con plena crudeza. La denuncia contenida en dicha encíclica señala que «la libre concurrencia se ha destrozado a sí misma; la prepotencia económica ha suplantado al mercado libre; al deseo de lucro ha sucedido la ambición desenfrenada de poder; toda la economía se ha hecho extremadamente dura, cruel, implacable».

La vinculación entre las cuestiones sociales y económicas es un aspecto medular de este texto constitucional, y encuentra especial recepción en los artículos 38º, 39º y 40º bajo principios tales como la función social de la propiedad, el capital al servicio de la economía, la tutela de las riquezas del suelo, la regulación contra los excesos monopólicos y la garantía de la renta de calidad de nuestras tierras mediante la organización del comercio internacional. En el discurso pronunciado el 3 de setiembre de 1948 —donde se establece la necesidad de la reforma— Juan Domingo Perón enuncia algunos de los principios que según él deberán regir en el nuevo Estado constituido:

            “En lo social buscamos: asegurar para nuestro pueblo un régimen social justo y humano, donde la cooperación reemplace a la lucha, donde no haya réprobos ni elegidos, donde cada hombre que trabaja reciba un beneficio proporcional a la riqueza que promueve; […] donde la sociedad no se desentienda, egoísta, del viejo ni del incapacitado […]. Asegurar los derechos del trabajador incorporándolos a la ley y las costumbres argentinas, para que las clases económicamente débiles estén protegidas contra el egoísmo, la prepotencia y la explotación de las económicamente fuertes. Asegurar el acceso a la cultura y la ciencia a todos los argentinos, para terminar con un Estado anacrónico y monstruoso en que el acicate de las capacidades es el dinero, en vez de serlo las aptitudes, la inteligencia y la dedicación”.

El rol vital del Estado como garante del bien común y de la grandeza de la Patria dejará también una huella indeleble en el ideario de Sampay, reflejada en los preceptos de nacionalizar el petróleo, las fuentes naturales de energía, el Banco Central y los servicios públicos; estatizar el comercio exterior y reconquistar la soberanía plena de nuestros ríos interiores. Con absoluto discernimiento de la dimensión estratégica que comportaba la obra puesta en sus manos, el jurista no titubeó en manifestar:

            “Tenemos clara conciencia de la magnitud de esta empresa, sabemos medir el tamaño goliático de aquellos enemigos de la reforma constitucional, y justamente porque tenemos conciencia histórica de nuestro cometido, y porque sabemos que en esa bancada [los convencionales de la Unión Cívica Radical] están hombres de nuestra generación que acarician los mismos ideales, es que deseamos la colaboración de los componentes del bloque minoritario en esta verdadera gigantomaquia que, cualquiera sea el resultado inmediato —triunfo o derrota no son más que nombres que solo el ulterior desarrollo de los acontecimientos demuestra propios o prematuros—, nos permite sin embargo aventurar desde ahora la siguiente prognosis: esta reforma nos hará, junto al general Perón, los vencedores en la Historia. Constitución, universidad y saberes”.

Fue el primer peronismo el que consagró la plena gratuidad de los estudios superiores cuando —en el mes de noviembre de 1949— el entonces Presidente de la Nación suscribió el Decreto 29337 de Supresión de Aranceles Universitarios. Este dato desconocido por «partidarios» y negado por «contras» —y que resurgiera a la luz pública gracias a una persistente iniciativa emprendida por la conducción de la Universidad Nacional de Lanús— coincide con el espíritu del texto constitucional promulgado ese año. Nótese que ya en el Preámbulo de la Constitución de 1949 se incorpora la idea de «promover la cultura nacional», circunstancia que implica —entre otros objetivos— constitucionalizar la obligación estatal de impartir saberes culturales, científicos y tecnológicos vinculados a la historia y al desarrollo del país, así como al bienestar de la población. De esta manera se intentaba romper con el aislamiento universitario, con la autonomía mal entendida y con la vieja estructura disciplinar medieval.

Ya desde los tiempos de la reforma universitaria, algunos integrantes de aquella generación tales como Arturo Jauretche y Saúl Taborda, habían tomado conciencia de que no bastaba con que los estudiantes obtuvieran espacios de poder en la administración de las casas de estudios superiores, sino que también era preciso modificar contenidos, prácticas, metodologías y concepciones pedagógicas que atentaban contra el desarrollo integral del país. En textos de la época encontramos infinidad de impugnaciones, como el rechazo de los enfoques centrados en un

            “… psicologismo empírico que ciega la inteligencia humana para el conocimiento de los valores objetos —de la justicia, sobre todo— a fin de conformar generaciones sumisas a las normas inmanentes al statu quo de la dependencia con que gravan al país. También se impugnaban las facultades de Derecho que impartían una enseñanza reducida a la teoría pura del Derecho, es decir, al conocimiento «puro» «del Derecho positivo» —Derecho de la dependencia, desde luego— para así sustraerlo del enjuiciamiento moral-político.

Esta enseñanza «pura» del Derecho ponía de relieve el aprendizaje del código civil del liberalismo burgués decimonónico:

            “Con el propósito de infundirles a los jóvenes la ideología [según la cual] las relaciones sociales se fraguan entre individuos aislados, [y en cuyo marco] la utilidad de los bienes de producción y el intercambio de bienes y servicios deben estar regidos respectivamente por la libertad de los propietarios y por la libre voluntad de los interesados, y sabido es por todos que estos son los medios jurídicos para someter a los sectores populares bajo la férula de las oligarquías”.

En el espíritu de los constituyentes también circulaba la idea de regionalizar las universidades para garantizar a todos los argentinos el acceso a la educación superior, pero también para promover el desarrollo de sus respectivas zonas «con el fin de que el progreso social se desenvuelva armónica y parejamente en todo el país». El texto constitucional habla por sí mismo. Veamos entonces algunos incisos del artículo 37º, sección IV, «De la educación y la cultura»:

            “iii) La orientación profesional de los jóvenes, concebida como un complemento de la acción de instruir y educar, es una función social que el Estado ampara y fomenta mediante instituciones que guíen a los jóvenes hacia las actividades para las que posean naturales aptitudes y capacidad, con el fin de que la adecuada elección profesional redunde en beneficio suyo y de la sociedad.

            iv) El Estado encomienda a las universidades la enseñanza en el grado superior, que prepare a la juventud para el cultivo de las ciencias al servicio de los fines espirituales y del engrandecimiento de la Nación y para el ejercicio de las profesiones y de las artes técnicas en función del bien de la colectividad. Las universidades tienen el derecho de gobernarse con autonomía, dentro de los límites establecidos por una ley especial que reglamentará su organización y funcionamiento.

            Una ley dividirá el territorio nacional en regiones universitarias, dentro de cada una de las cuales ejercerá sus funciones la respectiva universidad. Cada una de las universidades, además de organizar los conocimientos universales cuya enseñanza le incumbe, tenderá a profundizar el estudio de la literatura, historia y folklore de su zona de influencia cultural, así como a promover las artes técnicas y las ciencias aplicadas con vistas a la explotación de las riquezas y al incremento de las actividades económicas regionales.

            Las universidades establecerán cursos obligatorios y comunes destinados a los estudiantes de todas las facultades para su formación política, con el propósito de que cada alumno conozca la esencia de lo argentino, la realidad espiritual, económica, social y política de su país, la evolución y la misión histórica de la República Argentina, y para que adquiera conciencia de la responsabilidad que debe asumir en la empresa de lograr y afianzar los fines reconocidos y fijados en esta Constitución”.

Constitución y Corte Suprema

La Corte acompaña o no acompaña, y el que no acompañe puede resultar en el fracaso de toda una política; recordemos como ejemplo las peleas de Roosevelt para imponer su New Deal, cuando la Corte lo declaró inconstitucional.

Las convulsiones sociales, políticas y económicas de la época también alcanzaron el mundo judicial. Poco se conoce, incluso dentro del peronismo, del rol que le cupo al Dr. Tomás Casares[3], integrante de la Corte Suprema durante aquella década; Casares, en su momento, acompañó. Ustedes recordarán que Tomás Casares es el único miembro de la Corte Suprema que continúa en sus funciones después del juicio político surgido tras el advenimiento de Perón. El doctor Casares fue el miembro del tribunal supremo que acompañó el espíritu de la reforma con mayor valentía y compromiso. El propio Sampay formuló un reconocimiento explícito a dicha labor al subrayar que «la acción de Casares dentro de la Corte Suprema fue vital». Magistrado que se había mantenido en su función a pesar del cambio que se produjo en la composición del tribunal supremo con la llegada del justicialismo al poder, Casares fue uno de los artífices necesarios para que el espíritu de la reforma fuera adoptado por el tribunal. En palabras del propio Sampay: «Mientras brilló la Constitución del 49, el sabio jurista Tomás D. Casares elaboró, en su carácter de ministro de la Corte Suprema, la jurisprudencia que, al otorgar prevalencia a la justicia del bien común sobre los derechos adquiridos en los cambios conmutativos siguiendo los preceptos de la nueva Constitución, supera la concepción del liberalismo económico que informó siempre, en lo esencial, a la jurisprudencia del alto tribunal del país».

Aquí Sampay es claro: está señalando que sin la presencia de ese hombre «nuestro» en la Corte, la Constitución se transforma en letra muerta. Sin la lucidez de Casares —un hombre de una lucidez, de un coraje y de una inteligencia inusuales— la Constitución hubiera podido caer en letra vacía. Sigue Sampay: «realizada la reforma del 49, la jurisprudencia de la Corte inspirada siempre y elaborada en la parte fundamental por Casares, interpreta orgánicamente sus preceptos de sentido con una conceptualización, una coherencia filosófica admirable».

He aquí el reconocimiento del autor de la Constitución del 49 al juez que la aplica. Sin esta aplicación fidedigna, la letra constitucional era letra muerta: es como el artículo 14 bis de nuestra actual Constitución:

            “El trabajo en sus diversas formas gozará de la protección de las leyes, las que asegurarán al trabajador: condiciones dignas y equitativas de labor; jornada limitada; descanso y vacaciones pagados; retribución justa; salario mínimo vital y móvil; igual remuneración por igual tarea; participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección; protección contra el despido arbitrario; estabilidad del empleado público; organización sindical libre y democrática, reconocida por la simple inscripción en un registro especial. Queda garantizado a los gremios: concertar convenios colectivos de trabajo; recurrir a la conciliación y al arbitraje; el derecho de huelga. Los representantes gremiales gozarán de las garantías necesarias para el cumplimiento de su gestión sindical y las relacionadas con la estabilidad de su empleo.

            El Estado otorgará los beneficios de la seguridad social, que tendrá carácter de integral e irrenunciable. En especial, la ley establecerá: el seguro social obligatorio, que estará a cargo de entidades nacionales o provinciales con autonomía financiera y económica, administradas por los interesados con participación del Estado, sin que pueda existir superposición de aportes; jubilaciones y pensiones móviles; la protección integral de la familia; la defensa del bien de familia; la compensación económica familiar y el acceso a una vivienda digna”.

La labor de Casares consistió justamente en sincronizar el derecho positivo: reemplazar la jurisprudencia del constitucionalismo liberal por la jurisprudencia de un constitucionalismo justicialista. Y hablé de constitucionalismo justicialista y no de constitucionalismo social, porque comparto con Ríos su apreciación de la originalidad de la Constitución de 1949, y que ella es «género único».

Aprovechando el recuerdo de Casares, podemos señalar que fue él, en un fallo del 11 de mayo de 1950 con voto en disidencia, quien por primera vez fundamenta doctrinalmente la extensión del recurso de beas corpus.

Sin la acción de juristas como Casares, el proceso constitucional podría haber quedado trunco. Profesionales del derecho y magistrados tienen plena conciencia de que, de no haberse operado este proceso —la decisión judicial de incorporar determinados preceptos al derecho vigente— ciertas normas habrían caído en lo que se conoce como «letra muerta». La participación obrera en las ganancias de las empresas, prevista en el artículo 14 bis de la Constitución Nacional, es un ejemplo contundente.

A falta de reconocimiento judicial, la normativa carece de vigencia. Casares fue además un prestigioso filósofo que, respecto del tránsito entre dos realidades constitucionales, sostuvo en alguna oportunidad que «durante los trances de crisis en los que coexistían una realidad jurídica agonizante y una nueva realidad, correspondía a los jueces sincronizar el ritmo del derecho positivo». Su gran labor fue entonces la de sincronizar el derecho vigente con miras a reemplazar el viejo orden constitucional liberal por otro de carácter social.

El «olvido de Casares» probablemente encuentre explicación en los acontecimientos que derivaron del conflicto con la Iglesia católica. Casares era un hombre vinculado a la Iglesia, cuya conducción —como sabemos— se enfrentó al gobierno peronista en las postrimerías del segundo mandato.

Sampay, entonces, reconoce como un hombre de la nueva jurisprudencia —verdaderamente justicialista— en el período que le tocó integrar la Corte Suprema, a este hombre muy pocas veces recordado. Su nulo recuerdo tiene que ver —es honesto decirlo— con sus convicciones de acendrado catolicismo; y su firme posición ante el estéril y fatal conflicto con la Iglesia. Hubo, incluso, por parte de algunos diputados peronistas durante el año 55 —amantes crónicos de la obsecuencia acrítica—, un pedido de juicio político con la intención de expulsarlo de la Corte, y una denuncia por conspiración. Otro argentino más que, como Sampay y tantos otros, «tuvo que pagar en monedas de silencio el estigma de su filiación nacional».

Conclusión

Mediante estas breves reflexiones hemos intentado dar cuenta del devenir de una serie de acontecimientos y causales que dieron origen al extraordinario texto constitucional sancionado en el año 1949, y que además nos remiten a fenómenos y convulsiones colectivas que antecedieron al proceso constituyente. Tal perspectiva de orientación historicista encuentra fundamento en la importancia que —para muchos de quienes aspiramos a contribuir al desarrollo de aquella epistemología de la periferia a la que se refería Fermín Chávez— debe asignarse a la cultura popular de Nuestra América como principal vector resistente a las tentativas de aculturación.

Sea, entonces, una oportunidad maravillosa para recordar a nuestra Constitución argentina de 1949, y a estos hombres sin los cuales, en su momento, no habría sido posible: a Arturo Sampay como su autor ideológico intelectual y a Tomás Casares como el autor jurídico de su jurisprudencia.

Y soñar despiertos con que esa Constitución, única y justa, vuelva a reinar en la vida de todos nosotros y nos permita vivir digna y soberanamente como nos merecemos. Ese texto maravilloso que encerraba, en preceptos legales simples, la realidad incontrastable de la Comunidad Organizada en Argentina.

Dejaremos para una nueva oportunidad la profundización de algunos aspectos que quedaron en el tintero, cuyo desarrollo excede al objetivo de este texto.

Fuentes bibliográficas

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[1] José Miguel Francisco Luis Figuerola y Tresols, nació en España en 1897; allí se doctoró en Derecho, Filosofía y Letras. Fue designado por Juan Domingo Perón, primero como secretario general del Consejo Nacional de Posguerra, luego —ya electo el primer gobierno— como secretario de Asuntos Técnicos con rango de ministro y encargado de coordinar los demás ministerios. Proyectó el Primer Plan Quinquenal y fue detenido inmediatamente después de ocurrida la insurrección «libertadora». En 1958 estuvo a punto morir en un atentado por un artefacto explosivo. Más tarde, se desempeñó como secretario general del Instituto Superior de Investigaciones Sociales, asesor técnico de la Federación Gremial de la Carne y asesor de los Sindicatos Unidos Petroleros del Estado (SUPE).

[2] Movimiento filosófico cultural que comienza a manifestarse en Nuestra América entre fines del siglo XIX y principios del XX, caracterizado, entre otros aspectos, por un reverdecer metafísico, la crítica radical al utilitarismo y la reivindicación de la ascética moral del héroe. La reacción contendrá variados matices filosóficos que la harán «tributaria de un nuevo espiritualismo».

[3] Tomás Darío Casares: filósofo y jurista de sólida formación tomista, Casares fue uno de los puntales del movimiento de renovación católica. Tras las visitas a la Argentina de José Ortega y Gasset en 1916 y de Eugenio D’Ors en 1918, y bajo el patrocinio de sus ideas, integrará el Colegio Novecentista, junto a Julio Irazusta y Vicente Sierra. Durante la década peronista se desempeñará como presidente de la Corte Suprema de Justicia.

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