Aunque tiene su cumple como todos —nació el 11 de octubre de 1904—, Tita Merello es una presencia permanente que nunca nos dejó. Como auténtico ícono de la sensibilidad argentina lo envuelve todo y el tiempo solo se corporiza en fotos viejas, en grabaciones con fritura y en películas que hace mucho perdieron la nitidez. O sea en el deterioro de los medios que capturaron su imagen. Pero su esencia tiene la frescura de lo que no se marchita.
Ana Laura Merello —desde siempre Tita— nació en un conventillo de San Telmo cuando despuntaba el siglo, hija de un chofer y una planchadora. Pobres sin vuelta de hoja. Y huérfana de padre cuando solo tenía cuatro meses. El comienzo de una infancia muy dura que se mantuvo con firme crueldad. La madre tenía varios trabajos y no podía cuidarla por lo cual la metió en un asilo del conurbano. No volvió a verla hasta muchos años después. Esa chica creció y se formó a golpes de dolor sin una migaja de afecto. Cuando un tío la rescató —es una manera de decir— y la llevó a una chacra donde él cumplía funciones administrativas, la hicieron trabajar como un hombre en el chiquero, levantándose en pleno invierno a las cinco de la mañana. Ella lo diría sin tapujos: “Me faltan motivos para tener buen carácter”.
En la década del veinte comenzó a husmear el territorio de las varietés porteñas, tan abundantes entonces. Como tenía coraje, desparpajo y un carisma que todavía no se llamaba así, se metió como corista en un teatrito de revistas totalmente marginal, casi pornográfico, bailando en la tercera fila. Pero le pagaban algo, comía y se pagaba una pieza de pensión en San Cristóbal que luego sería otra igual aunque en plena calle Corrientes, todo un avance. Los comienzos fueron difíciles porque se largó a cantar tangos y no gustó, tal vez la encontraban demasiado arrabalera y algo tosca. Pero no se desanimó y escuchó a las otras, fue aprendiendo y con su talento natural más el ruido de la panza vacía no tardó en hacerse notar. También por entonces, casi veinteañera, aprendió a leer porque tuvo una niñez analfabeta. Su reconocimiento se produjo cuando empezó a trabajar en el Maipo, la catedral de la revista porteña, ya con actores de primera línea que la ayudaron mucho: Pepe Arias, Luis Arata, Marcos Caplán. Ellos la alentaron para que impusiera su estilo natural, atorrante y burlón. Las reinas de ese idioma tanguero fueron ella y Sofía “La Negra” Bozán. Pero como Tita era una actriz instintiva con neto perfil dramático y la otra no, la que siguió décadas en el Maipo fue la Bozán. Tita Merello ya tenía un destino de grandes letreros luminosos con su nombre en la calle que nunca duerme y con protagónicos fuertes.
No vamos a reseñar su trayectoria paso a paso porque sería imposible y reiterativo. Solo vamos a recordar (y porque tiene que ver con mi cariño más profundo) que una obrita tipo sainete de mi tío Alejandro Berruti, Milonga, fue un escalón clave para que Tita pasara de la revista al teatro de otro género como primera actriz. Lo demás es un collar de títulos que la hicieron estrella donde por lógica quedaron en la memoria los que preserva el cine. Imposible omitir —además de Tango, la primera sonora— La fuga, notable película de Luis Saslavsky que estuvo perdida muchísimos años y recuperó en Uruguay el Museo del Cine, Mercado de Abasto y Los isleros, ambas de Lucas Demare y sin duda las más populares; Filomena Marturano que invirtió el orden habitual —primero fue cine y luego teatro—: Tita se consagró definitivamente en el escenario con este drama estupendo del italiano Eduardo De Filippo que dijo en su país: “Me la hicieron grandes actrices, pero ninguna con la fibra dramática de Tita Merello”; y también una del final, La madre María, otra vez Demare y otro impacto interpretativo. El resto fueron filmes menores dirigidos por Enrique Carreras que tuvo el mérito de rescatarla del olvido cuando estaba casi retirada. Y siempre cantando tangos de manera estupenda, incluyendo el que ella escribió y dedicó al amor de su vida, Luis Sandrini: Llamarada.
Es conocida la persecución que sufrió de la Revolución Libertadora cuando cayó Perón, tuvo que exiliarse en México, acusada sin la menor prueba de un contrabando de té. Cuando a principios de los sesenta pudo volver, la protegió mucho Hugo del Carril, otra víctima de las mismas listas negras. También quedan en la memoria sus charlas en radio y televisión, siempre con esa calidez única que volcaba en sus consejos.
Muy longeva, cuando sintió que flaqueaba su salud se internó para siempre en la Fundación Favaloro. En la nochebuena de 2002, a los 98 y mientras dormía, Tita Merello partió físicamente y quedó para siempre entre nosotros. Como el obelisco, como el Maipo, como nuestras pizzerías y cafés. El retrato de Buenos Aires.
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