La economía popular podemos definirla como el conjunto de actividades que un número creciente de trabajadores realiza con el objetivo de satisfacer sus necesidades individuales y colectivas, por fuera de una relación salarial formal y mediante labores diversas de producción de bienes y servicios para el autoconsumo o para su comercialización.

En principio se integra a la economía tradicional de mercado, participando o intentando participar en redes de comercialización y mercados de distinto tipo, donde suelen presentarse problemas de escala y productividad, imposibilidad de obtener financiamiento, dificultades para acceder a máquinas y herramientas de trabajo o sistemas de gestión, incluso a un proceso de capacitación acorde a sus necesidades.

La economía popular puede o no ser solidaria. Lo será cuando asuma la autogestión bajo los principios del cooperativismo y sus valores, o participe en redes de comercio justo, experiencias de moneda social, finanzas éticas y ferias populares solidarias; cuando se asocie para demandar apoyo al Estado o se organice colectivamente para luchar por sus derechos y por el reconocimiento social de sus trabajadores.

Sin embargo, si bien toda esta economía puede representar formas de concebir las actividades creadoras de valor en términos no convencionales, se desenvuelve con excepciones bajo los parámetros de la economía de mercado y sus reglas. Esto último sugiere un camino alternativo para la inserción de la economía popular en la sociedad de la que forma parte. Podrá hacerlo bajo la configuración de la economía de mercado tradicional o bajos los principios y valores de la economía social y solidaria, como ha sido planteado por diversos autores, siendo estos paradigmas inequitativamente coexistentes.

La economía social y solidaria (al igual que la economía de mercado) no es un sector productivo o las actividades económicas que en este se realizan; tampoco un grupo de trabajadores que comparten ciertas características, como sí podríamos definir a la economía popular. La economía social y solidaria es una perspectiva y es un proyecto de realización colectiva, incluso de transformación, en el cual el trabajo y las necesidades que este resuelve se ubican en el centro del sistema económico. La economía social y solidaria se nutre del componente solidario que poseen los subsistemas de la economía del sector público (compras orientadas, seguridad social, subsidios productivos o de consumo, presupuesto participativo, etc.), de la economía empresarial privada (organismos filantrópicos, fundaciones, cogestión, etc.) y de la economía popular solidaria (cooperativas, asociaciones, mutuales, redes, empresas recuperadas, etc.), que llevan a la práctica esta perspectiva.

La economía popular, por su parte, no es una instancia en la que sus actores cumplen un paso previo antes de ingresar en la formalidad, aunque naturalmente esto pueda ocurrir en las trayectorias personales. No es temporal, debido a que en la actualidad la economía empresarial privada no incorpora suficientes trabajadores ni siquiera en épocas de alto crecimiento económico. Por eso es difícil pensar que el éxito de este tipo de organización popular del trabajo es autodisolverse en un proceso de crecimiento. Por el contrario, es cada vez mayor el número de personas que deben crearse su propio trabajo para salir adelante, sin salario, patrón ni protección social alguna; carentes de derechos.

En efecto, los datos más recientes que arroja el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular (RENATEP) indican que en nueve provincias argentinas sus trabajadores ya superan en número a los trabajadores registrados en el sector privado. A nivel país, la economía popular se estima en 8.3 millones de trabajadores, de los cuales 3.5 millones se han registrado en el RENATEP o suscriben al monotributo social. Los otros 5 millones están ahí, pero permanecen invisibles para las políticas públicas que intentan contemplarlos.

En este contexto, el desafío es continuar avanzando en una institucionalidad para la economía popular, considerando que sus múltiples formas provienen de situaciones y vínculos impactados por las relaciones sociales de los territorios en que se desenvuelve. Así, podemos encontrar la actividad de los cartoneros y recicladores, la venta ambulante o callejera, la agricultura familiar, el personal doméstico, el trabajo socio comunitario y numerosos proyectos productivos y de servicios que, en el esquema del cooperativismo de trabajo, intentan poner orden y organización colectiva en los grupos de trabajadores. Estos comparten con la economía social tradicional de las cooperativas el principio de la autogestión del trabajo. Sin embargo, muchas cooperativas, sobre todo las más grandes, se ubican muy distantes en términos de posibilidades respecto de la economía popular, mientras que en el otro extremo, las empresas recuperadas por sus trabajadores, estimadas en 430 casos en nuestro país y con alrededor de 19.000 trabajadores, parecieran ser las organizaciones que mejor conjugan los aspectos comunes al reconvertirse mayoritariamente en cooperativas de trabajo.

Por lo demás, parece importante desde el ámbito académico reconocer la conceptualización de la economía popular que los trabajadores han definido a través de sus organizaciones, siendo la misma indisoluble de una perspectiva de políticas públicas. En ese punto de contacto entre el Estado y los movimientos sociales más representativos se encuentra actualmente la centralidad del debate acerca de la economía popular. Por eso se ha revelado indispensable identificar claramente a los trabajadores, quienes interpelan a la sociedad y requieren ser reconocidos, registrados y apoyados; aceptando la clara dislocación de los conceptos de empleo y trabajo para garantizar los derechos laborales de todo aquel que trabaja, empleado o no. En general y en los últimos años, esto ha sido interpretado cabalmente desde la acción gubernamental, que ha creado instrumentos de registración e iniciado un camino de formalización de la economía popular.

En síntesis, los desafíos pasan por aceptar que la economía popular, en tanto conjunción de actividades económicas y actores que las llevan adelante, no es transitoria y su crecimiento parece, en este contexto, garantizado. En segundo lugar, que esto último se explica por la imposibilidad estructural de absorber cantidades significativas de trabajadores por parte del sector privado empresario. En tercer lugar, que la economía popular no puede, por los mismos motivos, quedar afuera de un proyecto de desarrollo nacional. Esto implica, no solo ser reconocida y convocada, sino además generar las condiciones para una participación efectiva en este proceso.

La economía popular no debe ser la economía de la informalidad y la precariedad, ni quedar asociada a subsidios sin contraprestación. Las políticas públicas deben estar orientadas a igualar los derechos de sus trabajadores respecto de los trabajadores registrados (poder facturar, acceder a una jubilación, a una obra social, etc.), mediante escenarios favorables para el desarrollo de sus actividades: una macroeconomía que garantice estabilidad, crecimiento equitativo y las condiciones materiales para trabajar en cada actividad, tales como financiamiento (acceso a crédito blando), asistencia técnica (acceso a tecnología), capacitación (acceso a procesos productivos y de gestión) y reglas claras para participar en las distintas cadenas de valor.

Por último, existe en el campo de lo simbólico un desafío no menos importante para los trabajadores populares. La economía popular necesita romper con los estereotipos con los que frecuentemente se la asocia desde determinados ámbitos, que intentan vincularla a la ilegalidad, la marginalidad, el clientelismo y a la supuesta mala calidad de sus producciones. Esta disputa es central para que dichas percepciones no obturen su desarrollo y se perjudique a toda una economía que es la consecuencia y puede ser, al mismo tiempo, la solución frente a la exclusión.

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