Fue a principios de los 90 cuando comencé a elaborar la temática de los micromachismos[1] (en adelante mM). Y lo hice residiendo en un país europeo, España, a partir de la experiencia adquirida en mi trabajo con mujeres y hombres de muy variadas condiciones socioculturales, así como a un acercamiento al feminismo y al trabajo desde el enfoque de género.

Mi ámbito particular de inserción profesional —la asistencia al malestar psicológico y el estudio de las problemáticas de la subjetividad— me permitió tener un lugar propicio para visibilizar y observar lo que llamé micromachismos, tratando de entender sus efectos dañinos sobre algunas mujeres. Eran aquellas que convivían con hombres y sentían que, lejos de sufrir ningún tipo de violencia, compartían sus vidas con buenos “compañeros” y que relataban, una y otra vez, situaciones cotidianas que les resultaban desagradables, dolorosas, confusas por no poder detectar quién era el responsable, incluso sintiéndose culpables de sus malestares y de las reacciones que ellos les generaban. No entendían por qué no se sentían tranquilas, seguras y dueñas de sus propias decisiones.

Atendiendo a esas narraciones, comencé a centrar mi atención en estos “hombres buenos” quienes, en general y sin lugar a duda, no se consideraban machistas —ni eran considerados así por sus entornos cercanos—, ya que no agredían física o verbalmente a las mujeres, asumían algunos cambios de roles, o se solidarizaban con las reivindicaciones del feminismo. Según ellos, los machistas y los violentos con las mujeres eran “esos otros” que se aferraban a la masculinidad hegemónica, con el abuso de poder, la discriminación y la impunidad posesiva que conlleva. “Esos otros” de los que, no cabe duda, limitan el desarrollo de la vida de las mujeres como personas con identidad propia, ciudadanas de primera, con deseos y necesidades propias y derecho a satisfacerlas. Me propuse indagar sobre su implicación en esas situaciones cotidianas desagradables que relataban las mujeres y fui descubriendo que ellos también eran (éramos) “esos otros”, que parecían tan alejados de nuestro propio autoconcepto.

En mi tarea psicoterapéutica comencé a observar y escuchar de otro modo a estos hombres y a las mujeres que me narraban sus padeceres y, luego, fui ampliando mi mirada hacia otras y otros de mi vida tanto profesional como cotidiana. Poco a poco comenzaron a hacerse presentes una gran diversidad de comportamientos masculinos que, por su efecto, indicaban ejercicios de dominación y violencia machista, aunque no reconocidos como tales. Esos que ningún hombre está exento de realizar y que, desde mi punto de vista, son el caldo de cultivo para las violencias más manifiestas, aquellas que los que me preocupaban sí reconocían sin dudar.

Fui descubriendo la habitualidad de unas particulares actitudes masculinas cotidianas que por estar tan naturalizadas, toleradas socialmente o legitimadas se tornaban invisibles o casi imperceptibles, fundamentalmente a los ojos de las mujeres. Manipulaciones sutiles, maniobras, trucos, tretas que, al no ser percibidas como tales, se ejercen con total impunidad, generando indefensión, confusión y poca capacidad de respuesta. Conscientes o por hábito, comencé a comprenderlas como mecanismos de imposición —por acción u omisión— de las propias “razones y haceres masculinos” en el día a día, formas y modos larvados y negados de abuso de poder genérico que buscan sostener el disfrute de los privilegios de género. Engañosas porque, por comparación con la dominación y violencia física o psicológica explícita y deslegitimada socialmente, parecen de “baja intensidad” aunque tengan una alta capacidad de daño a la autonomía femenina.

Centralicé mi mirada en un ámbito —la pareja heterosexual— porque es desde donde pude percibirlas especialmente tóxicas, dada su reiteración y su ejercicio en un vínculo de confianza e intimidad. Intenté visibilizarlas, inclusive catalogarlas de alguna manera para hacerlas más evidentes, consciente de lo parcial y contextuado que podría ser mi propia visión en tanto conocimiento situado. Mi expectativa era que sirvieran de disparador de nuevas miradas críticas al comportamiento masculino cotidiano.

Utilicé para definirlas el término Mm —machismo micro, aludiendo al concepto de micropoderes de Foucault. No pensando en su tamaño sino por lo imperceptibles, indetectables y normalizados, ejercidos en los espacios micro, los de la cotidianeidad. Comportamientos machistas, prácticas de dominación y violencia del día a día, capilares, camuflados, inadvertidos, ignorados. Aparentemente insignificantes, pero no irrelevantes ni banales ya que por su habitualidad y “normalidad” apuntalan muy eficazmente las dominaciones, violencias y discriminaciones existenciales hacia las mujeres. Actualmente muchas personas aluden a ellos asociando “micro”, a los microbios patógenos, ya que a pesar del daño que producen no se ven a simple vista.

Quiero recordar que la denominación surgió en una época en la que recién comenzaba a estudiarse en profundidad y denunciarse internacionalmente la violencia contra las mujeres en sus diversas formas, y a definirla como un problema de Salud Pública y de atentado a los derechos humanos. La designación de “violencia doméstica” empezaba a ser impugnada y se iba iniciando la visibilización y el abordaje de la violencia psicológica y sus efectos. La palabra “patriarcado” no era aún de uso generalizado y hacía ya varios años que los conceptos dominación masculina, micropoderes, micropolíticas circulaban en el ámbito de la sociología crítica francesa. En España, faltaban varios años para que se promulgaran medidas legislativas estatales para erradicar la violencia de género.

Desde que comencé a describirlos, ha habido notables avances sociales en cuanto a la visibilización e impugnación de la violencia contra las mujeres y del machismo. Por ello, muchos de los que fui señalando hoy han dejado de ser sutiles o normalizados y se califican claramente como violencias psicológicas. A la vez, otros muy normalizados van saliendo a la luz, incluso desde el humor hay quien habla de nanomachismos.

Con el tiempo he ido descubriendo que su nombre, y el propósito de visibilización de comportamientos masculinos que pretenden señalar, suponen una paradoja: en el momento en que pueden percibirse y claramente advertirse, dejan de ser sutiles e invisibles y se convierten en machismos indiscutibles.

Desde 1993 hasta 2010 escribí varios textos sobre ellos, el primero titulado Micromachismos, la violencia invisible en la pareja. Todos siguen circulando por internet y unos cuantos sin fecha de publicación por lo que, a veces, quienes leen algunos de los primeros creen que reflejan mis últimas reflexiones. Comencé describiéndolos y organizándolos en diferentes tipos —mM encubiertos, de crisis y coercitivos— y luego los fui complejizando —agregué los utilitarios—, reconsiderando, reconceptualizando y recontextualizándolos. En ese proceso cobró un lugar muy importante la retroalimentación brindada por quienes me leían.

En el último de mis escritos, Micromachismos, el poder masculino en la pareja “moderna”, quise remarcar en el prefacio mi mensaje específico para los hombres en proceso de cambio, apuntando a que no hay que anclarse en lo conseguido ni sobrevalorarlo y que junto a los deseos de avanzar en ese camino también hay resistencias, siendo la autocomplacencia una mala consejera. Me guiaba, como siempre, interpelar al colectivo masculino, queriendo trabajar sobre lo que me parecía importante para que ninguno de nosotros nos creyéramos exentos de ejercer violencia machista. Para que tomáramos conciencia de que no bastan algunos cambios de roles y las buenas intenciones. Para que entendiéramos que la implicación masculina en el logro de una cotidianeidad en real equivalencia con las mujeres aún sigue pendiente. Y para que nos convenzamos que sin transformaciones cualitativas de prácticas y de subjetividades la tarea se quedaría en lo superficial.

Desde el inicio de mis publicaciones me sorprendió su impacto en numerosos ámbitos. Tanto en los sanitarios, educativos y académicos, como en los espacios de mujeres, se comenzó a hablar de ellos, señalarlos para desenmascararlos, poner en evidencia a sus ejecutores y a evaluar más detalladamente sus efectos. También y casi desde el comienzo, numerosos medios de comunicación y personas de todos los colores políticos se interesaban en el tema, escribiendo artículos y solicitándome frecuentemente entrevistas (aun no era época de redes sociales). Lo que de verdad no esperaba fue la respuesta positiva y agradecida de tantísimas mujeres de muy diversas condiciones sociales, que se iban sintiendo identificadas con lo que leían en mis escritos. Por lo que me transmitían y me siguen trasmitiendo aún hoy, descubrir los mM les ha servido para tomar conciencia de comportamientos cotidianos de manipulación masculina que sufrían, pero no visibilizaban. Poder detectarlos les ha ayudado a desculpabilizarse y reposicionarse ante sus hombres cercanos. Cómo negar la gratificación que me ha generado haber aportado ese granito de arena que estas mujeres reconocen.

En contraste, fue duro comprobar que no eran mayoritariamente hombres los que se identificaron con lo que yo describía en mis textos. Solo para algunos, descubrirlos —en general ante interpelaciones de sus parejas— les ha servido para comenzar a tomar conciencia de sus comportamientos machistas, de lo que generan y dejar de ser tan autocomplacientes con lo que creían haber avanzado. Muchos relativizaban su importancia o ridiculizaban estos planteamientos diciendo que eran nimiedades intrascendentes. Otros, cerraban sus oídos ante alguien al que acusaban de algún modo, de “traidor a la corporación masculina” y no les faltaba razón: mis escritos sobre los mM apuntan a visibilizar las tretas masculinas para mantener el poder cotidiano sobre las mujeres

Uno de mis principales centros de interés desde hace más de 30 años ha sido reflexionar acerca de la subjetividad masculina y sus problemáticas. Comprobar la resistencia de muchísimos hombres a hacerse cargo de los mM, esas prácticas que tan visibles se le hacían a las mujeres, me estimuló a indagar sobre el porqué de esa reacción. Y la respuesta surgió al empezar a analizar el lugar existencial, la posición jerárquica desde la cual los hombres los ejercemos así como lo hacemos con todas las variantes del machismo más evidente. Un estatus naturalizado que la cultura patriarcal nos adjudica solo por ser reconocidos como hombres al nacer —en algunos de mis escritos más recientes lo metaforizo aludiendo a la propiedad vitalicia de una tarjeta Vip—, y que está sostenido a costa de las mujeres. Ese sitio que nos habilita para “sentirnos con derecho” y para entrenarnos en la adquisición de una experticia masculina (saberes, destrezas y habilidades) para la dominación y el egocentrismo, una de cuyas expresiones son los mM.

Desde esa perspectiva, hace algunos años empecé a virar mi atención, apuntando no ya a los mM sino a señalar, visibilizar e impugnar el lugar desde el que los hombres nos permitimos ejercerlos. Pude entender que de no cambiar dicho lugar de superioridad las actitudes machistas no sólo no desaparecen, sino que se adaptan a las nuevas realidades, se maquillan y pueden ser aún más confusas y manipuladoras. Admitir nuestra vulnerabilidad, tener alguna participación en lo doméstico y en la crianza, autodefinirnos como feministas o pretender participar en las manifestaciones contra la violencia de género no nos convierte necesariamente en no machistas e igualitarios en nuestras prácticas cotidianas.

En ese sentido, actualmente no son las “nuevas masculinidades” las que me ocupan ni preocupan en mi trabajo con hombres en relación a la desigualdad y la violencia machista. Tampoco me atrae demasiado hablar de “abolir la masculinidad” o “desmasculinizar” ya que, aunque coincido con esos conceptos, no me parecen muy útiles a la hora de generar prácticas de cambio en el día a día. En cambio, ahora mi interés apunta a promover la renuncia masculina a las ventajas, beneficios y privilegios de género ejercidos en la cotidianeidad, a remover los obstáculos que se oponen a esa tarea, pero sobre todo a destituirnos del lugar de superioridad desde los que los ejercemos. Para ello, para quienes nos creemos más alejados del machismo “tradicional”, estoy cada vez más convencido que ya es hora de que dejemos de centrarnos en los “costes de la masculinidad tradicional” —en realidad efectos y daños colaterales del disfrute de los privilegios—, que abandonemos la creencia de que la simple solidaridad con la causa de las mujeres es suficiente, que nos alejemos de la autocomplacencia y la victimización y de esperar que el cambio cotidiano siga siendo forzado por ellas. Y también para aquellos fuertemente apegados a la masculinidad tradicional, incluir imprescindiblemente la necesaria y radical interpelación al estatus desde el que se posicionan existencialmente ante las mujeres, aunque la tarea prioritaria consista en lograr que visibilicen y renuncien a las manifestaciones más visibles y dañinas del machismo.

Los mM han cumplido ya 25 años de existencia. Durante estos años se han definido como concepto y a su vez como herramienta de visibilización y han ido cobrando vida y vuelo propio, especialmente a partir de la utilización generalizada de las redes sociales y las nuevas tecnologías de la información. Incluidos en el glosario de términos de numerosas publicaciones desde fines de los 90, dan título a innumerables textos, talleres, informaciones periodísticas y producciones audiovisuales. Son de amplia utilización en los ámbitos sanitarios, la educación formal y popular, los medios de comunicación, los grupos de trabajo y militancia sobre la igualdad y contra la violencia de género, por la gente de la academia y de la calle e incluso por variadas figuras públicas y políticas.

Hay personas que los descubrieron hace mucho tiempo y para otras es un hallazgo reciente. Sus conceptualizaciones han sido muy reconocidas y admitida su eficacia práctica, pero también han sido interpeladas, miradas con desconfianza, criticadas, muchas veces descontextualizadas, expuestas sus limitaciones e incluso desestimadas. Modos diferentes de observación y juicio, acordes con el análisis de cualquier nueva mirada —siempre parcial y contextuada— de un aspecto de la realidad social.

Actualmente nombrarlos se ha vuelto casi un lugar común en diferentes lugares de España y Latinoamérica. El término fue uno de los diez candidatos a la “palabra del año 2018”, galardón que adjudica una emblemática fundación cultural española (ese año la palabra elegida fue microplástico) y cuatro años después fue incluido en el diccionario de la Real Academia de la lengua española.

La palabra se utiliza en diversos contextos y por variedad de actores, para describir y analizar escenarios diversos y con múltiples intencionalidades. Así, se habla de mM en lo afectivosexual, en lo laboral, en la vía pública, en lo educativo, en lo sanitario, en las redes sociales, en las instituciones, en la militancia o en las escuelas, aunque habitualmente no se señalan sus características y efectos diferenciados —que los tienen, y muy importantes— en cada uno de esos ámbitos. Hay quienes definen bajo este nombre a los estereotipos sexistas y a las violencias mediática y simbólica. Las publicaciones anglosajonas nombran, a su estilo, algunos de ellos (mansplaining, manspreading, manterrupting, bropiating). Hay quienes alteran el sentido del concepto afirmando que las mujeres también los ejercen, al no entender su objetivo de reaseguramiento de dominio masculino. Finalmente hay quienes nombran el término en singular, micromachismo, como descriptivo de una categoría ideológica y no de comportamientos concretos, que es para mí lo específico de su definición.

Esta diversidad de miradas sobre los Mm es evidentemente enriquecedora porque complejiza la cuestión. Sin embargo, se corre el riesgo de que dicha pluralidad desdibuje su significación, la tergiverse o la generalice tanto que pierdan su especificidad, que contribuya a banalizarlos o vaciarlos de contenido, o que lleve a transformarlos simplemente en moda o reclamo mediático. Ante estas posibilidades, espero al menos que no se olvide que los Mm, desde mi punto de vista tienen, como el patriarcado y el machismo, rostro masculino.

Debo reconocer que, a un cuarto de siglo de mi primera reflexión sobre los Mm, me gratifica saber que hoy para muchas mujeres resultan obvios y claramente inhibidores del desarrollo de sus vidas en primera persona. Y que para algunos hombres, aunque pocos, son una evidencia de que hay ciertos cambios de roles que no han logrado una transformación profunda en sus subjetividades y que en el ejercicio de poder y dominio las cosas no se han modificado tanto en las relaciones con las mujeres. En mi opinión solo la interpelación incómoda y honesta de nuestras prácticas cotidianas y el compromiso ético de cambio, nos permitirá a los hombres abordar con seriedad y responsabilidad las transformaciones pendientes.

Luis Bonino es psicoterapeuta y experto en las problemáticas de la condición masculina. Desarrolla desde hace casi 40 años numerosas actividades en los ámbitos de la Salud mental y las cuestiones de género, así como en la promoción de la igualdad entre mujeres y varones. Dentro de su trabajo extenso y constante, es especialmente notable su aporte al corpus teórico de género con el concepto de micromachismos a principios de los ’90. Micromachismos es una categoría dinámica, porque pone el foco en lo que aún no ha sido reconocido como violencia y por lo tanto pasa culturalmente inadvertido.

* Artículo publicado en Revista con la a, Nº 47, actualización y reconsideración de otro publicado en setiembre de 2017 en Madrid.

[1] Las imágenes que ilustran este artículo fueron generadas por la Coordinación para la Igualdad de Género de la UNAM – Universidad Nacional Autónoma de México.

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