Este artículo busca reflexionar sobre las posibilidades y las formas de trasladar el impacto que el sistema de derechos humanos ha tenido en la configuración de los instituciones y políticas de seguridad en América Latina a los nuevos desafíos ligados a las formas más graves de violencia desarrollada por actores no estatales (en otras palabras, lo que en general se entiende como “violencia criminal”, sea producto o no del crimen organizado).
El movimiento, las normas y el sistema de derechos humanos han tenido incidencia en la configuración de las políticas de seguridad desde el resurgimiento de las democracias de América Latina.
Puede señalarse la participación en los procesos de desmilitarización o juzgamiento de responsables de las atrocidades del terrorismo de Estado. Pero también la incidencia en la gestión cotidiana del accionar policial a partir de nuevos estándares de actuación. Su impacto es perceptible, por ejemplo, en los protocolos de uso de la fuerza policial o el diseño de los operativos con que los Estados intervienen en el contexto de protestas y manifestaciones públicas. Con mayor o menor incorporación en las prácticas cotidianas, resistencias o directo rechazo, estos principios y estándares dan forma a los debates públicos, al accionar policial y al modo en que las instituciones juzgan dicho accionar y a sus responsables. Todo ello no es ajeno a la prioridad que el sistema de derechos humanos ha otorgado al derecho a la vida.[1]
Sumado a esta perspectiva de control o limitación de la violencia ejercida por el Estado, otro acercamiento propio de los derechos humanos ha sido la importancia otorgada a la desigualdad y la violencia estructurales. A modo de ejemplos, pueden señalarse la violencia que afecta a comunidades indígenas o migrantes, así como los perfiles racistas y discriminatorios en el uso de la fuerza pública. Asimismo, la incorporación de estándares de derechos humanos en los nuevos paradigmas de salud mental vino acompañada de reglas especiales de actuación de las instituciones de seguridad cuando deben intervenir en estas situaciones. Los ejemplos pueden seguir: la articulación de los movimientos feministas y de derechos humanos ha iluminado el grave problema de las violencias contra las mujeres (Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer de la Asamblea General de Naciones Unidas, 1993[2], o Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer de la Organización de Estados Americanos, 1994). Ha sido en estos casos donde más claramente aparece que no se trata de llamar la atención sobre la violencia de agentes del Estado, sino sobre la complicidad o tolerancia públicas frente a la violencia ejercida por particulares o actores no estatales contra las mujeres; se trate desde formas más organizadas de esta violencia, hasta la violencia ejercida en el contexto de la familia. En estos casos se han señalado la tolerancia, desigualdad y desprotección estructurales que posibilitan y promueven estos hechos.

Interesa destacar dos aspectos de las declaraciones y de los casos en que los sistemas internacional y regional de derechos humanos han abordado este tipo de violencia.
El primero de ellos, es que aun cuando se entienda que esa violencia, inclusive de actores no estatales, es el resultado de una desigualdad estructural relacionada con causas socioculturales que deben ser atendidas, ello no inhibe que la solución también requiera reorganizar la respuesta de las instituciones de seguridad y de justicia del Estado. Ello a fin de dar protección y prevenir estos casos, así como investigar y sancionar a las personas responsables de estos hechos, pues la falta de organización de la fuerza pública para intervenir en cualquiera de estos conflictos, es también un componente de la desatención, desprotección e impunidad.
En segundo lugar, y corolario de lo anterior, es que no se trata solo de obligaciones negativas y positivas de los Estados para inhibir o limitar la fuerza pública evitando su actuar excesivo o abusivo, sino que en muchos casos se están planteando obligaciones del Estado para promover formas del accionar policial y de la justicia que permitan garantizar los derechos de colectivos desprotegidos; derechos que no pueden ser garantizados solo por medio de las políticas que excluyan la estructura de seguridad del Estado[3].
Quizás el caso más emblemático del Sistema Interamericano de Derechos Humanos sobre estos hechos de violencia estructural de actores no estatales es “Campo Algodonero”. La sentencia de la Corte IDH en la que se condenó al Estado de México como responsable en la desaparición y muerte de tres jóvenes: Claudia Ivette González, Esmeralda Herrera Monreal y Laura Berenice Ramos Monárrez. Estos hechos eran una muestra de los centenares de mujeres —la mayoría de ellas niñas y jóvenes— asesinadas, luego de ser torturadas y sexualmente atacadas en Ciudad Juárez en los últimos años frente a la absoluta inacción de los poderes del Estado[4]. O el caso de Jessica Lenahan, víctima de violencia doméstica junto con sus pequeñas hijas Leslie, Katheryn y Rebecca Gonzales, donde se condenó a Estados Unidos de América luego de que la CIDH estableció que el aparato del Estado no estaba debidamente organizado, coordinado y listo para proteger a estas víctimas de violencia doméstica mediante la implementación adecuada y efectiva de la orden de protección, cuyas fallas también fueron efecto de un actuar discriminatorio.[5] O la desprotección de Lidia Loayza López Soto por la que fue condenada Venezuela en 2018. También pueden encontrarse casos por la violencia contra comunidades campesinas causada por parte de grupos contratados por terratenientes, como “Hacienda Verde” y “Manoel Luiz da Silva y familiares”, ambos contra Brasil. Puede mencionarse la responsabilidad estatal por no haber adoptado medidas razonables para prevenir el atentado ocurrido el 18 de julio de 1994 contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), así como por no haber cumplido con su deber de investigar y el encubrimiento posterior por el que fue condenado el Estado Argentino.[6] También, el novedoso desarrollo del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), conformado por la CIDH para colaborar en la investigación del caso de los 43 estudiantes desaparecidos en 2014 en Ayotzinapa, México.
En el campo de los derechos humanos son tres los principales canales con que se establece la responsabilidad del Estado por la violencia de actores no estatales.
- Primero, cuando la violación a la vida o la integridad física es el resultado de un riesgo previsible o evitable (en forma concreta, no abstracta) y la persona o el colectivo es víctima de una amenaza real.
- En segundo lugar, casos en que el accionar de esos actores no estatales cuenta con la tolerancia o connivencia de actores estatales.
- En tercer lugar, cuando el riesgo es creado por el mismo Estado, por ejemplo con medidas que sobreprotegen a algunos actores frente a una enorme desprotección de los derechos fundamentales de otros.
Esto implica concebir al Estado como nodo de responsabilidad y de instrumentos mediante los cuales, desde el sistema de derechos humanos, interactúa con lo social. Y asumir que, así como por una parte la represión o la violencia institucional son producto evidente del accionar estatal, por otra parte, la violencia, la ilegalidad aun de actores no estatales también pueden ser concebidas no solo ni fundamentalmente como consecuencia de “la ausencia del Estado” sino como resultado de las formas en que este se configura, interactúa, o estructura una serie de intervenciones, muchas de ellas vinculadas a las políticas de seguridad y justicia. Esta perspectiva parece de utilidad para accionar desde los instrumentos de derechos humanos frente a “la ambivalencia” del Estado que señala parte de la bibliografía que estudia la violencia criminal en la región[7].
El impacto y la contribución de estos estándares a las políticas públicas pueden ser diferentes, y han dependido de la forma y fuerza de las alianzas tanto nacionales como internacionales[8].
También cabe destacar que otro de los desafíos necesarios en ese campo es poder mejorar el diálogo entre: el conjunto de agencias internacionales y regionales que impulsan políticas contra el crimen como UNDOC (Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito), por un lado; y por el otro lado, el sistema regional de derechos humanos. Distintos casos y estudios han señalado que varias de las vulneraciones a los derechos humanos que se producen en los países de la región se desarrollan al amparo de políticas promovidas por las primeras agencias.
Es necesario avanzar en la regulación de las situaciones de excepcionalidad para evitar formas de intervención que cronifiquen y extiendan prácticas autoritarias, como lo señala el Informe sobre Estado de Excepción y Derechos Humanos en El Salvador de la CIDH (2024).
Este instrumental debe ser la base para determinar de forma más precisa cuáles son los marcos de actuación y líneas de acción del Estado que sean efectivas en materia de prevención y sanción de la violencia, y que inhiban el desarrollo de acciones más gravosas para los derechos que aquellas que planteaba modificar.[9]
[1] De hecho, los criterios generales de “racionalidad” aplicados a la pena privativa de la libertad ya aparecían en los programas constitucionales de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, junto con la abolición de la tortura. Sin embargo, los principios de “racionalidad” en el uso de la fuerza policial son adoptados por el sistema universal de derechos humanos muchos años después de las primeros tratados y declaraciones de este sistema. El Código de Conducta para Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley fue aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1979 (Res 34/169), los Principios Básicos sobre el Empleo de la Fuerza y de Armas de Fuego por los Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley, aprobadas por el Octavo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, son de 1990, y luego siguieron una serie de principios sobre uso de las armas menos letales. Normas muy propias del sistema de derechos humanos.
[2] Resolución 48/104.
[3] También podría decirse que al menos parcialmente fundados en la desigualdad estructural pueden considerarse los estándares que en situaciones de crimen organizado, por ejemplo, trata de personas, establecen que grupos que antes eran ilegalizados como partícipes o victimarios, debe ser percibidos y asistidos en su calidad real de víctimas.
[4] Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso González y Otras (“Campo Algodonero”) Vs México. Noviembre 2009.
[5] Caso Jessica Lenahan Gonzalez y otros c. Estados Unidos, Informe del 21 de julio de 2011
[6] Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Asociación Civil Memoria Activa Vs. Argentina. Sentencia del 26 de Enero de 2024.
[7] El concepto de Estado ambivalente destaca la articulación entre acciones legales e ilegales con que el accionar del Estado modela la violencia y puede verse desarrollado en Auyero, Javier y Sobering, Katherine, Entre narcos y policías. Las relaciones clandestinas entre el Estado y el delito y su impacto violento en la vida de las personas. Siglo XXI, Buenos Aires. También “Narcotráfico, Regulación y Violencia: Notas conceptuales” en Saín, Marcelo, Ciudad de Pobres Corazones, Estado, crimen y violencia narco en Rosario. Rosario. Prohistoria Ediciones, 2024.
[8] Ver por ejemplo para el caso de México en particular el “II, Violencia Criminal y Derechos Humanos”, en Espíndola Mata, Juan y Serrano, Mónica (ed), Verdad, justicia y memoria: derechos humanos y justicia transicional en México, El Colegio de México, Centro de Estudios Internacionales, Primera Edición, Ciudad de México, 2023, págs 295 y sgts.
[9] Es el desarrollo de los casos donde también podrían establecerse las reparaciones y sanciones que pudieran corresponder, aun cuando el artículo se ha enfocado de modo prioritario en medidas de no repetición.

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