El 6 de mayo de 1985 se estrenó en el Atlas una película que de acuerdo a los anuncios previos desorientaba un poco. Su director era uno de los más prestigiosos de la pantalla nacional, Alejandro Doria, que había conmovido ya con “Los miedos”, “Los pasajeros del jardín” y un verdadero misil al corazón que fue “Darse cuenta”. Pero el tema de la película era el de una obra teatral costumbrista de Jacobo Langsner estrenada en Montevideo en 1962. Se titulaba “Esperando la carroza” y la figura protagónica era el exitosísimo Antonio Gasalla que venía de llenar salas enormes en ocho funciones semanales con ese humor vitriólico que fue siempre su marca de fábrica, pero que no garantizaba mover de igual forma una boletería de cine. El público no se entusiasmó y los críticos entramos a la sala en puntas de pie.

Me consta que aunque hubo risas esa exhibición no auguraba un éxito. Las críticas fueron poco piadosas, incluida la mía: me pareció una sucesión de golpes bajos y gritos altos, todo sobreactuado y excedido aunque con un sostén argumental muy eficaz. Esa supuesta muerte de la nona bajo las ruedas de un tren, el impacto en la familia, los desbordes emocionales y la supuesta muerta mirando todo –hasta su propio velorio- desde la terraza de una casa de enfrente era una idea de alto vuelo.

Sin embargo, el primer fin de semana las recaudaciones treparon mucho y el boca a boca la impulsó hacia las galaxias. “Esperando la carroza” se vivía como un bombazo cómico excepcional y muy pronto algunos bocadillos se incorporaron al lenguaje popular impulsados por el talento de sus intérpretes: “¡Yo hago ravioles, ella hace ravioles…!” (China Zorrilla), “¿Sabés qué tenían para comer? Tres empanadas” (Brandoni dibujando el tres con los dedos de una mano mientras con la otra sostiene una de esas tres empanadas…). La máscara conmovedora y patética de Mónica Villa destruida por ser la nuera que obligadamente convive con la imbancable Mamá Cora. Y tanto más. Grandes intérpretes todos. Y ante el aluvión yo comprendí que mi comentario crítico –publicado en Clarín- había errado el camino por no haber sabido descubrir el grotesco, género sacro del teatro argentino que tanto había yo mismo ponderado en los escenarios y que era el motor de la película.

El público, que muy rara vez se equivoca, valoró el espejo que cuando está bien hecho les brinda el costumbrismo auténtico. Muchísimos se sintieron identificados con esa gente de barrio, los personajes hablan su mismo idioma y sin prejuicios estéticos festejaron a carcajada limpia cada gag del film. Viéndola nuevamente –y pasándola tres veces en televisión por exigencia del público- aprendí a valorar el contenido por encima de la forma y a entender que esa historia tan especial, de caricaturas crueles, no podía contarse de otra manera. Pero los vaticinios previos apuntaban nítidamente para otro lado.

Cuando se anunció el estreno de “La tregua” de Sergio Renán un colega me dijo: “¿pero quién va ir a ver una historia de oficinistas tristes?” Fueron muchísimos y resultó el primer título argentino nominado para el Oscar. Por eso siempre sostengo que con el cine nunca se sabe.

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