En un pequeño pueblito boliviano, mientras el sol del mediodía quebraba la tierra, Ernesto Guevara se desplomaba, con los ojos tremendamente abiertos. Su rostro ya recorría el mundo, su nombre estaba en boca de militantes de todas las latitudes y su muerte vaticinaba banderas, símbolos y reconocimientos. Pero en ese momento era temprano para saber que para la leyenda que nacía con la muerte del hombre, el imperio y el mercado le tendrían preparada una sutil trampa.

Aunque el Che fuera su apodo más resonante, como buen cordobés no le escasearon las nominaciones. Chancho, Fuser, Teté, Ernestito, era un personaje bastante singular desde joven, del que parece que poco queda por decir que no se haya dicho ya. Un enorme estudioso, un militante abnegado, con una sensibilidad ante la injusticia que se puede rastrear hasta su infancia inclusive. Y hasta su foto más famosa tenía destino de ícono, con esa mirada tremendamente legendaria que con solo mencionarla se nos figura al instante en nuestra mente.  ¿Y dónde es que está la trampa? En lo inalcanzable que parece. Porque tal vez cada vez que nos lo ponemos al Che en una remera, lo sacamos un poquito de la historia y cada vez que nos aparece como un superhéroe, lo sacamos un poco del rol de militante antiimperialista de carne y hueso que era.

Es verdad, no hay mucho para decir que no se haya dicho ya. Pero podemos por un momento recordarlo en un nuevo aniversario de su muerte desarropado del gigante histórico en el que se convirtió y pensar sus contradicciones y sus búsquedas y, fundamentalmente, su vida como latinoamericano. Esa vida que lo hizo nacer en Argentina, ser líder revolucionario en Cuba y morir peleando en Bolivia. ¿Era un argentino sumándose a una aventura cubana? ¿Era un cubano entrometiéndose en la realidad boliviana? ¿Era un turista participando de la resistencia guatemalteca? ¿Era un temerario acoplándose a un grupo de militantes guerrilleros en México? ¿O era tal vez un latinoamericano, de esos que Borges decía que nunca había conocido? Porque si algo debería llamarnos la atención es que Ernesto, antes de ser el Che, parecía estar siempre en el lugar indicado, en el lugar al que la historia convocaba en ese empecinamiento feroz que tiene en no distraerse del destino de los pueblos. “Estaré atento para la próxima que se arme, ya que armarse se arma seguro, porque los yanquis no se pueden pasar sin defender la democracia en algún lado”, mencionaba en una carta, dando una pista sobre cual sería uno de los ejes que lo guiarían en esa búsqueda política, aún en momentos en que tal vez no lo tenía del todo claro.

Su vínculo con lo social, cultivado desde pequeño, se combinó con una vocación de conocer lo nuestro, el espíritu de nuestra tierra. Y así, aunque tuviera mucho de aventurero o de desarrapado viajante, sus viajes que tempranamente lo acercaron a los procesos más trascendentales de la historia de nuestra Patria Grande, tuvieron como motor profundo esa necesidad de mirar al mundo con ojos latinoamericanos. Lo que vio con esos ojos tremendamente honestos fue la crueldad del imperialismo y la avidez de las oligarquías que sometían a latinoamericanos y latinoamericanas de todas las regiones a las mismas penurias y las mismas ausencias. Lo que vio fue la violencia, casi calcada en algunos casos, que se cernía sobre los pueblos que osaban desafiar esos modelos de infamia e injusticias. Vio cómo bombardeaban Guatemala y pudo advertir que lo mismo pasaría en Argentina al año siguiente. Vio cómo en Colombia se perseguía a los que buscaban un cambio. Vio cómo en las repúblicas centroamericanas una empresa norteamericana se quedaba con absolutamente todo. Y al identificar en esos ojos latinoamericanos los dramas propios en los que el imperialismo nos une, también pudo ver todas las resistencias y las luchas por una América Latina más justa. Las que se encontraban junto con los mineros bolivianos y su revolución, las que latían en cada lazo solidario que daban hombres y mujeres del pueblo chileno ofreciendo hasta aquello que no tenían a quien consideraban un hermano, las de la reforma agraria guatemalteca, las de los obstinados martianos que se negaban a entregar la causa cubana y las del movimiento obrero argentino y el peronismo, al que cuando miró con ojos latinoamericanos lo sintió un poco más cerca y menos merecedor de las críticas que le había endilgado en su juventud.

“Creemos, y después de este viaje más firmemente que antes, que la división de América en nacionalidades inciertas e ilusorias es completamente ficticia. Constituimos una sola raza mestiza que desde México hasta el estrecho de Magallanes presenta notables similitudes etnográficas. Por eso, tratando de quitarme toda carga de provincianismos exiguos, brindo por Perú y por América Unida.” El hombre, por fuera del mito, que no emerge singular en nuestra historia, singular e inalcanzable como a veces el ícono nos hace sentir. El hombre que entiende con el pueblo y conociendo América Latina cuál es la historia que nos une. El hombre que no es excepción, sino síntesis histórica de las luchas populares. Ese es el que dice esas palabras en un leprosario del Perú, rodeado de los más excluidos de los excluidos. El mismo que pudo hacer una identificación cabal del enemigo principal, que ayer como hoy sigue siendo el imperialismo, en el que no se puede confiar “ni tantito así, nada”. Pero que lo hizo como hijo de un pueblo y que es mucho mejor que el mito, porque es real, porque es igualable, porque es un latinoamericano como nosotros, como nosotras que más allá de las críticas que le puedan caber por sus estrategias y tácticas políticas, primero se descolonizó a sí mismo pensando desde América Latina y conociendo al pueblo que le enseñó el camino de la unidad y de la justicia. “Uno de los nuestros”, como eligió recordarlo Juan Perón. Ese era Ernesto Guevara.

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