En la historia hubo países que contaron con los medios para desarrollarse, es decir que tenían el estatus de poder para poder usar sus capacidades y difundir su cosmovisión y su forma de entender y hacer las cosas de acuerdo con esa perspectiva: la suya, la propia. China no es la excepción, y ya con Xi Jinping el país determina una forma distinta de conectarse con su entorno, lo que incluye la inversión en infraestructura y préstamos internacionales, ampliar los esquemas de cooperación e influir en las instituciones de investigación, finanzas y formulación de políticas. Claro, también difundir estándares técnicos y regulatorios, así como normas y patrones que, en definitiva, le permiten hoy alcanzar una estatura global tal que la ponen a la par de las economías más desarrolladas del hemisferio Norte de Occidente o de sus vecinos Corea del Sur o Japón, cuyo desarrollo marca el ritmo de acumulación de capital en el mundo. Entre todas, China se destaca desde hace unas décadas, pues no ceja en su intento de reducir sus grados de dependencia de Occidente, lo que constituye parte del proyecto político del Politburó.

Brevemente, digamos que tras el fin de la 2GM se establecieron el Banco Mundial y el FMI en 1944, las llamadas “instituciones de Bretton Woods”. Al año siguiente la ONU, el GATT, la ISO y toda una vasta parafernalia institucional que fue diseñada al calor de los valores e intereses de los vencedores y, por ello, establecieron el diseño, los formatos, las normas y, muy especialmente, los estándares para el funcionamiento institucional del mundo desde entonces. Marcaron el ritmo que el resto del mundo debía seguir en términos productivos, lo que incluía a la parte del mundo que no participó en aquellas decisiones y definiciones institucionales. A partir de entonces, el mundo tendría un orden diferente. Allí es cuando nace la República Popular China —1949—, cuyas múltiples necesidades la impulsan a trabajar intensamente para dejar atrás el “siglo de humillación” durante el cual China pierde, cede y paga.

Ese primer momento de posguerra (denominado “post-Bretton Woods”), es uno en el cual esas instituciones que contienen aquellos valores e intereses de las economías vencedoras no incluyen los de Oriente: no cabían los de los países perdedores de la guerra, como Japón, ni los de aquellos que hoy son muy importantes y dinámicos, como Corea o la propia China. El derrotero de China desde entonces ha sido uno en el cual de economía campesina y empobrecida alcanza a convertirse en industrial y urbana, y de ser totalmente dependiente del conocimiento extranjero, pasa a ser una en la cual la inversión en ciencia y tecnología la convierten en la que más patentes registra al año. Sumariamente —y siempre antes del fin del siglo XX—, aquellas estructuras de gobernanza del post-Bretton Woods se hicieron insostenibles pues los supuestos que las constituían comenzaban a desmoronarse, en particular con el auge de las economías emergentes, entre las cuales destacaba China, que puso en evidencia que la brecha entre Occidente y el resto del mundo se estrechaba rápidamente.

Mientras China paulatinamente comienza a convertir su crecimiento en desarrollo, y sus variables comienzan a converger con las de los países desarrollados del hemisferio Norte occidental, luego de reiteradas crisis (la de 1997 con epicentro en Asia, la de 2008 con epicentro en EE.UU., por mencionar solamente dos), los intentos de reformar aquellas instituciones fueron fragmentados y descoordinados. En definitiva, inconducentes. Era notorio que varias economías cuya opinión no se había tenido en cuenta en 1944 y más, estaban claramente subrepresentadas en aquella institucionalización. Algunas de ellas hoy son de las más dinámicas y, por ello, cuestionan el orden establecido, pues no las contempla. Ese mundo post-Bretton Woods se resquebraja porque quienes hoy son importantes exigen su incorporación, abogan por una nueva arquitectura global, trabajan para refundar gran parte de ese marco institucional e impulsan esquemas de gobernanza que consideren o contemplen más y mejor los intereses de esas economías en desarrollo.

Ahora, aquel mundo “post Bretton Woods” tambalea y China trata de incidir sobre él a la vez que cuestiona y debate el orden que se estableció oportunamente. Desde que la dinámica de China impacta sobre todo el mundo, ya no lo observa a través de los ojos de otros, sino que utiliza los propios y sus propias categorías analíticas. De aquí, China entiende que es el momento de participar en la modificación de las reglas vigentes o en la redacción de otras nuevas de los dados en llamar esquemas de “gobernanza global”, para lo cual usa sus instrumentos y se nutre, ahora más que antes, de su creciente relación con el resto de los participantes del “juego global”. Entonces China progresa en el esquema de responsabilidad global, asciende, tiene intereses propios que ahora desea manifestar, lo cual requiere nuevas reglas en reemplazo de aquellas en cuya fijación no participó. No se lo permiten, el viejo orden no se muestra permeable a sus intereses, y así las viejas instituciones crujen, mientras los requerimientos de viejos actores que ahora tienen voz propia, insisten en cambiar.

Aquellas economías fundantes del mundo que se resquebraja hoy, entonces fueron las dueñas del conocimiento, quienes aportaban un trabajo más valioso a los productos que fabrican, quienes pueden asignar recursos para inventar, luego patentar y finalmente innovar, por lo tanto son quienes finalmente dominan el mercado porque llegan primero. Sin embargo, y tras unas décadas de crecimiento económico de dos dígitos, facilitado en los últimos años por su adhesión a la OMC en 2001, China se ha convertido en una de las dos economías más grandes del mundo y de hecho su moneda —el yuan o renminbi—, ya forma parte de la cesta de monedas que determina el valor del activo de reserva del FMI, el Derecho Especial de Giro (DEG).

De aquí, y con China a la cabeza, se diseñan nuevas representaciones. Se crean entidades que sí contemplan su creciente peso relativo: el Banco Asiático de Inversión e Infraestructura (AIIB es su sigla en inglés), el que se conociera como Banco de los BRICS (ahora Banco de Desarrollo), la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), la misma Iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda (hoy “Belt & Road Iniciative”, o BRI), por señalar algunas. En definitiva, la realidad impulsa a China a participar en la creación de una nueva institucionalidad. Ya bien entrado este siglo, China es el principal destino de las exportaciones de sus catorce economías vecinas del Asia Pacífico (convirtiendo a China en un hub regional desde donde salen los productos terminados para todo destino), y también el principal socio comercial de más de 160 países del mundo. Quizás más relevante, es que acabó con la indigencia en 2022 —cuatro años antes de lo previsto por su Plan Quinquenal—, y desplazó a EE.UU. como la economía más grande (en términos de PPP) en 2014, lugar que ostentaba la economía americana desde 1872.

Comentamos arriba que China lleva a cabo políticas para convertir su crecimiento en desarrollo, tarea política nada sencilla. En ese camino es que China pasa de ser exportador de productos primarios (exportaba petróleo y granos de soja a comienzos de la década del noventa, compitiendo con nuestro país) a ser importador neto y el principal comprador del mundo de insumos energéticos y agroalimenticios. Cuarenta años atrás los vendía (no sabía almacenar y tampoco tenía capacidad, así como tampoco sabía extrusar granos), y hoy lo que tiene no le alcanza. Allí es donde aparecen África y Latinoamérica en su radar, pues para seguir mejorando el nivel de vida promedio de su gigantesca población, cuyo apoyo es el sostén político del proyecto del PCChino, debe asegurarse aquellos insumos de proveedores confiables, con quienes necesita acuerdos de abastecimiento de largo plazo de productos competitivos y de calidad. De allí que Argentina, entre otros, haya alcanzado un status de asociado estratégico (más exactamente, en 2014 se firmó un Acuerdo de Asociación Estratégica Integral) dado que la complementariedad entre ambas economías tiene poca comparación a nivel mundial: prácticamente de todo lo que tiene China de oferta excedente (tecnología, financiamiento e infraestructura), Argentina tiene demanda insatisfecha. Y viceversa, lo que Argentina vende al mundo a precios y calidad competitiva (nuestra canasta clásica de exportaciones), es de lo cual China es prácticamente una aspiradora global (agroalimentos y, más recientemente, insumos energéticos). Por lo tanto, ignorar a China parece hasta ridículo y significaría, para Argentina, desatender una porción importante de su eventual futuro desarrollo.

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