Existen palabras cuya mera mención, sin considerar el contexto, suelen provocar  aceptación o empatía. Son palabras amables, palabras positivas, a los oídos de la inmensa mayoría. Cultura y Trabajo son de esa clase de palabras. 

Claro que la mirada positiva sobre estas palabras se relativiza o se diluye según sea el marco conceptual en el cual se las utiliza. Si, por ejemplo, se habla de una cultura violenta, o discriminadora, o sexista, o xenófoba, una buena parte de las personas rechazará a las culturas que promuevan este tipo de valores. Con la palabra Trabajo sucede lo mismo si, por caso, nos referimos al trabajo esclavo, al trabajo forzoso, al trabajo precarizado, al trabajo enajenante o a tantas otras categorías negativas. 

Con el término “Cultura del Trabajo” sucede algo similar. La primera reacción mayoritaria a su mención es de aceptación. Desde la política, de la izquierda a  la derecha, la promoción de la cultura del trabajo, de tan repetida, se ha  convertido ya en una muletilla, un lugar común, del discurso proselitista. Para la  sociedad, por su parte, la cultura del trabajo es algo así como el resultado de los usos y costumbres, de la educación, de las prácticas y de los ejemplos que hacen del trabajo el factor determinante para el crecimiento personal y social. 

Pero al profundizar el análisis del término, se advierte que su utilización tiende a  vincularse más al déficit de una cultura del trabajo, sobre todo en las nuevas  generaciones y, más específicamente, en las y los jóvenes de sectores vulnerados y marginados de la sociedad. Los investigadores Gonzalo Assusa y Leonel Rivero Cancela lo explican con detalle en su artículo La cultura del trabajo. Perspectivas teóricas, investigativas y desafíos conceptuales: “La cultura del trabajo aparece en el discurso social como una ausencia, una carencia  tradicional, un valor faltante, un bien preciado y perdido por las nuevas  generaciones, por los pobres, por los migrantes, por los locales”.

Los investigadores, en el caso argentino, sostienen que “la salida de la crisis económica de comienzos de los 2000 marca el escenario de preocupación por  la ‘falta de cultura del trabajo’ entre los sectores marginales, que (presuntamente) repercute en problemas ‘endémicos’ de estas poblaciones para insertarse en el mercado de trabajo, fundamentalmente para los jóvenes pobres de barrios periféricos”. 

Desde los sectores reaccionarios de la política y de la sociedad se pretende  vincular esta pérdida de la cultura del trabajo a la falta de voluntad de las  personas. Lejos de ser real, este tipo de postura pretende trasladar los déficit de  la economía y del mercado de trabajo a la responsabilidad individual de las y los  trabajadores y su sola enunciación es por lo menos una fechoría y una forma de incitación a la violencia de clase. 

Las y los trabajadores de ninguna manera son responsables de los sistemas económicos y productivos que generan desocupación y multitudes de desempleados y personas con problemas de trabajo y de ingresos. Hemos tenido momentos de enormes dificultades en materia de empleo. Hoy el mundo tiene dificultades para crear los suficientes puestos de trabajo que requiere una  población cuyo crecimiento vegetativo necesita más empleo. Los sistemas de  protección social tienen dificultades de mantener la cobertura que requiere una  sociedad con desempleo estructural por arriba del pleno empleo y el aumento de la expectativa de vida es un factor que agrava aún más la situación. 

En la Argentina, en los años noventa se destruyeron no solo empleos y fuentes de trabajo. Los cierres de talleres y fábricas provocaron también la interrupción del proceso de identidad colectiva que generaba el trabajo al interior de los  establecimientos. Mucho peor aún fue que en esa década se rompió el proceso de formación intergeneracional que se producía en la práctica del taller. Los jóvenes ingresaban a las fábricas como ayudantes y aprendices de aquellos trabajadores que conocían el oficio y que les proporcionaban ese conocimiento de generación en generación.

El general Perón sostenía que “gobernar es crear trabajo” y es tan así que cuando un gobierno surgido del campo nacional y popular asume la conducción del Estado, una de sus máximas preocupaciones es cómo crear las condiciones económicas que generen empleo. El crecimiento económico que no genera  empleo es en definitiva un crecimiento especulativo y para pocos. Integrar a la sociedad es un imperativo que requiere trabajo para todos y realización personal y colectiva a partir del trabajo, por eso sostenemos que el trabajo es un ordenador  social.  

“El trabajo dignifica” es un concepto que expresa la importancia para las personas de realizar una obra, un objeto, que se identifica con las manos de quien lo crea. Es un concepto arraigado en la práctica del artesano y que en ese traspaso generacional legaba a sus discípulos y aprendices. Siguiendo a Liv Mjelde, pedagoga noruega, el lugar típico de la formación profesional es el taller, es donde se pone de manifiesto el acto de aprendizaje de artes y oficios.  

La discusión sobre qué es primero, si la teoría o la práctica, es un debate tal vez  innecesario para este artículo pero evadirlo tampoco es nuestra intención. Otro pedagogo, el brasileño Jarbas Nobelino Barato, considera que el saber práctico compromete al sujeto en aventuras cognitivas mucho más amplias que el  desempeño observable y cuestiona a los pedagogos que sostienen la prioridad  de la teoría y que piensan que los “otros” deben ser educados. 

Desde el punto de vista de la educación en general y de la formación profesional en particular todo el desarrollo está vinculado al trabajo. Estudiamos y estamos formando en ciudadanía, pero finalmente en la perspectiva de que al final de cada etapa estamos construyendo un para qué, como profesionales, como trabajadores dependientes, como trabajadores independientes. No estudiamos solamente para alimentar nuestro conocimiento. Desde la formación profesional esto es muy claro, se forma para un puesto de trabajo específico, tornero,  mecánico, albañil, etc. 

Zygmunt Bauman en su artículo Trabajo, consumismo y nuevos pobres al interrogarse sobre la ética del trabajo afirma que una de las premisas sobre las que se sostiene el concepto indica que “está mal, que es necio y moralmente dañino, conformarse con lo ya conseguido y quedarse con menos en lugar de  buscar más; que es absurdo e irracional dejar de esforzarse después de haber  alcanzado la satisfacción; que no es decoroso descansar, salvo para reunir fuerzas y seguir trabajando. Dicho de otro modo: trabajar es un valor en sí mismo, una actividad noble y jerarquizadora”. 

Más adelante, con su esclarecedora mirada Bauman sostiene que “en la práctica, la cruzada por la ética del trabajo era la batalla por imponer el control y la subordinación. Se trataba de una lucha por el poder en todo, salvo en el nombre; una batalla para obligar a los trabajadores a aceptar, en homenaje a la ética y la nobleza del trabajo, una vida que ni era noble ni se ajustaba a sus  propios principios de moral”. En la práctica, la cruzada por la ética del trabajo era la batalla por imponer el control y la subordinación. 

Tal vez, aún con todas sus contradicciones y dificultades, este sea el momento para, desde los sectores comprometidos con el campo popular, dotar de un nuevo sentido al concepto de cultura del trabajo y ubicarlo definitivamente como un motor para el crecimiento y el bienestar colectivo y alejarlo, de una vez por  todas, de esa prejuiciosa, macabra y mal intencionada tentativa de perseguir la subordinación y el disciplinamiento de millones de trabajadores y trabajadoras.

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