Este trabajo fue realizado en el marco del proyecto Los efectos de la pandemia de COVID-19: estrategias comunitarias y derecho a la salud desde una perspectiva interseccional” Agencia I+D+i convocatoria PICTO-Género, 2022-035, y del proyecto Estrategias de cuidado comunitarias y derecho a la salud desde una perspectiva interseccional”, Secretaría de Investigación y Posgrado, Universidad Nacional de Lanús.

El pasado 4 de enero leímos de pronto en las redes sociales del Merendero “Alas del sur” que lamentaban el cierre del espacio. Aunque estábamos al tanto de las dificultades estructurales que enfrentan día a día los espacios de este tipo para sostener su trabajo cotidiano, la noticia nos llegó como un golpe. El año previo habíamos elegido ese lugar para explorar las estrategias comunitarias de cuidado, especialmente aquellas desplegadas contra viento y marea durante la pandemia. Este espacio, además, cada año facilitaba el acceso a estudiantes de la UNLa para realizar algunas actividades prácticas de carreras como Trabajo Social y Nutrición.

El merendero es un espacio de participación social, de creación y sostenimiento de vínculos solidarios y de enseñanza-aprendizaje situado. Saber del cierre de “Alas del sur”, en una coyuntura de enorme desamparo social, nos moviliza a plantearnos la necesidad de dar cuenta del valor de espacios que promueven una ética del cuidado que produce salud.

“Alas del sur”

En la pandemia, las organizaciones sociales adquirieron protagonismo para la asistencia en la crisis. Todo aquello que no alcanzó o fue relegado desde el Estado buscó ser atendido desde la organización social de manera más o menos formal, a través del trabajo comprometido de muchas personas que entendieron y entienden ese trabajo como impostergable.

Tal fue el caso del Merendero Alas, que inició su trabajo en el año 2017, vinculado a la Fundación Hastinapura bajo el paraguas de su concepto de servicio. Al entrar a su sede en la calle Tucumán, a pocas cuadras de la estación de Lanús, el único rastro material de tal adscripción era una foto de Ganesh —una de las deidades más populares del panteón hinduista— al lado de una estampita de la Virgen María. La mayor parte de las paredes estaban ocupadas por carteles con información sobre otros espacios del barrio que de manera tangible estaban disponibles para acceder a comida, ropa o un baño.

El merendero se propuso como un espacio donde “aprender a ser solidario”: no era solo un lugar para quienes se acercaban por alimento o abrigo, sino también para quienes estaban sosteniéndolo. Con el apoyo de la Fundación Hastinapura aunque abiertos a la comunidad, entrevistaron a muchas personas que se acercaban como voluntarias, advertidas de que ser voluntario no es “cuando puedo”, sino que “me obligo a venir voluntariamente”.

El espacio comenzó a gestarse antes de que existiera el lugar físico. Primero sus responsables fueron acercando algunos alimentos a la estación de Lanús y muy pronto se encontraron con una concurrencia mucho mayor a la esperada, en su mayoría de personas en situación de calle. Con el tiempo consiguieron alquilar un espacio a pocas cuadras donde poder brindar un servicio mucho más ambicioso, primero con un contrato a dos años que prorrogaron en la pandemia y continuó hasta diciembre de 2023.

Desde el principio muchas personas, tanto de la Fundación como de la comunidad, ofrecieron su trabajo voluntariamente; incluso llegó a haber gente en lista de espera. En palabras de la gente de “Alas”: “La idea nunca fue dar una bolsa de alimentos, damos un servicio —no solo la merienda, además el encontrarse, escuchar, acompañar— como acto de amor al prójimo por la voluntad de tu corazón”. Algunos daban servicio en el lugar, otros donando dinero o alimentos, siempre con el compromiso de que “no se viene cuando se quiere, hay que venir todas las semanas”. En los inicios del nuevo espacio daban ayuda escolar y festejaban cumpleaños, el día de la niñez; nos contaron con alegría y entusiasmo que una mujer comenzó la escuela por esos años y terminó siendo abanderada, y que algunas vidas cambiaron con esas oportunidades que se abrían; y que esto, para ellos, también representaba un aprendizaje.

En su momento, cuando nos acercamos, preguntamos si podíamos hacer nuestro trabajo de investigación con las personas que asistían al merendero, pero nos dijeron que mejor no: ellos daban sin pedir nada a cambio; desde el inicio trataron de establecer un vínculo de dar desinteresado, y de alguna manera la participación circunstancial en una investigación de la Universidad rompía con ese vínculo inicial, con esa confianza trabajosamente construida con aquellas personas que al comienzo se acercaron preguntando qué tenían que dar a cambio.

En la pandemia el merendero comenzó a recibir a los asistentes —que pasaron de 40 a 100 personas cada tarde— en la puerta. La gente de la cuadra se quejaba por el espacio ocupado en la vereda y entonces pusieron horarios y varios turnos, pero las personas hacían fila dos horas antes. Comenzaron a atender más temprano y los asistentes seguían llegando más temprano para hacer fila. Luego se les ocurrió dar números, comenta Osvaldo, pero no hubo una solución definitiva: “siempre se enojaba alguno, no hay un plan perfecto, hay que hacer lo mejor posible y después tener paciencia”. La idea nunca fue dar una bolsa de comida, sino más bien acompañar, contener: con la prohibición de las reuniones en espacios cerrados y cien personas ahí afuera tuvieron que  adaptarse a las circunstancias y salir a conseguir más recursos. Hubo muchos momentos en que pensaron cerrar, pero siempre aparecía algo que los salvaba.

Dar servicio

Si bien en la primera época asistían niños y madres, en la pospandemia empezaron a ir más personas mayores, hombres especialmente. Se impuso la prioridad de cubrir la necesidad de las personas adultas, en particular de aquellas en situación de calle, en algunos casos indocumentadas. Además de ofrecer el espacio de encuentro y merienda, a través del trabajo voluntario consiguieron facilitarles el acceder a un DNI, una pensión por discapacidad o algún tratamiento médico, tanto como la participación en un taller de música y piano. La tarea dependía de quienes pudieran sostener de manera constante su voluntariado: la idea no era solo dar un plato de comida sino que voluntarios y comensales compartieran la mesa y las conversaciones, las risas y las reflexiones de quienes se acercaban.

Cuando preguntamos por los problemas que afectaban a estas personas respondieron que en primer lugar estaba el pre-juicio y luego la falta de trabajo: algunos viven de changas a edad avanzada, difíciles de sostener; quienes fueron consiguiendo un trabajo más estable, vinieron luego a unirse como voluntarios/as. Otro tema era la falta de un techo; otro, la salud y la falta de acceso a medicamentos.

Recuerdan que en una ocasión llegó al merendero una persona accidentada; juntaron el dinero necesario para ir a la farmacia y volvieron con lo necesario. También el caso de una mujer que “tenía que tomarse una pastilla entera un día y la dividía en dos y se tomaba la mitad, porque así le iba a durar más tiempo”. Se trataba de personas que, en su mayoría, han desarrollado toda su vida trabajos informales, changas, trabajo doméstico, sin aportes formales, y que en el presente tienen dificultades para acceder a los trámites que requiere la jubilación y así adherirse a PAMI. Sin internet y sin celular es difícil acceder a los trámites del ANSES. El hecho de estar en la calle, además, los expone a robos y violencias. Los paradores no parecen una alternativa cuando tienen que dejar sus cosas afuera: “los que están en la calle cargan su vida ahí”, dicen.

Una ética del cuidado

“Alas” proponía una ética del cuidado orientada a las personas con menores recursos, al tiempo que se proyectaba y retroalimentaba sobre quienes participaban en el espacio con su servicio. Macarena, de 18 años, nos dijo: “a mí por lo menos me cambió la mente en un montón de cosas, yo sé que acá están los chicos que cuidan los autos y que vienen acá a buscar cosas y que puedo andar a las 8 o 9 de la noche y que están acá, y que si a mí me pasa algo están ellos y es afuera de ‘Alas’, ¿entendés?. Es como que eso se armó”. Así, el espacio de encuentro se tornó un lugar en el cual reconocerse habilitando nuevas maneras de circular por las calles. Micaela agregó: “‘Alas’ no solamente es un lugar físico si no que se va transportando a otros lugares”, aludiendo al hecho de generar una mirada diferente en torno a las personas que habitan la calle.

Esa ética del cuidado se orientaba al reconocimiento mutuo, a proteger la vida y también el cuidado del entorno socio-comunitario; ampliaba la mirada sobre las personas de menores recursos y buscaba crear nuevos horizontes tanto para quienes se acercaron con sus necesidades como para quienes ofrecieron su servicio a diario.

Antes de su cierre a principios de este año, y pensando en el futuro y lo deseado Osvaldo nos decía “a mí me gustaría más gente y un lugar más grande y más voluntarios. Hacemos esto porque creemos que es lo que hay que hacer. La flor florece, el río se mueve, el sol sale y uno tiene que hacer esto, como otras cosas, ¿no?”. Si bien dudaban de esta posibilidad, deseaban también que un día tuvieran que cerrar pero que ese fuera “el día en que ya no sea necesario este tipo de ayuda”. Deseaban también que “Alas” creciera en su acción, que el potencial que sentían latente pudiera activarse.

Algo de ese optimismo y esa certidumbre en la necesidad persisten intactos a la noticia del cierre del Merendero, porque de todo trabajo decidido y solidario, compartido y alegre, quedan marcas sobre las personas y los territorios que ningún revés puede deshacer.

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