“Hay que apurarse a ir a París por última vez, antes del fin del mundo”.

Benito Villanueva, Presidente del Jockey Club

1910

El 18 de mayo de 1910, una semana antes de los festejos del Centenario, el cometa de Halley pasó a 23 millones de kilómetros de la Tierra. Dado que medida en dimensiones astronómicas la distancia era bastante acotada, la cercanía de la fecha dio pie a toda clase de conjeturas catastróficas; el miedo tomó su peor forma, y entre el 1º de enero y el 18 de mayo de 1910 hubo en el país 427 suicidios por pánico a la fin del mundo; mi abuela María Elena Goitía recordaba el día en que el carnicero de la zona de Ramos Mejía donde vivía había ido a despedirse de todos sus clientes porque se iba a suicidar.

El temor no fue solo de los espíritus inquietos a los que se dirigían los folletines ni fruto exclusivo de “la imaginación popular”: atravesó todos los niveles socioeconómicos no solo en la Argentina, sino que en varios lugares del globo hubo suicidios y conductas psicóticas ante la certeza de que la cola del Halley iba a terminar con el mundo conocido.

La Argentina de la Belle Epoque se suponía pujante y próspera, entusiasmada con la gran celebración por los primeros cien años de vida independiente. Bajo esa pátina de progreso, latía una sociedad en crisis atravesada por huelgas, conflictos y condiciones de vida inhumanas para gran parte de la población. Si lo elidido vuelve como aludido, imposible no pensar a qué aludía el nivel de credulidad que tuvieron las presunciones horribles sobre el paso del cometa al punto de llevar a más de 400 personas a quitarse la vida. La ficción apocalíptica surgía montada sobre grandes contradicciones; un terreno fértil para que el miedo se propagara como expresión de la incertidumbre.

“La fin del mundo”

El tiempo del Centenario marca la culminación del proyecto de la Generación del 80 y la presentación al “mundo civilizado” de una Buenos Aires que en pocos años había virado de la Gran Aldea a la cosmópolis. A la pujanza de la ciudad en crecimiento y la fastuosidad de los palacios y petit hoteles de las familias patricias, se oponía la figura del inmigrante hacinado en alguno de los 2482 conventillos que para 1904 tenía Buenos Aires. Esos extranjeros que no tardaron en participar en huelgas y conflictos expresaban las contradicciones del sistema en general y de la élite en particular: al tiempo que encarnaban el progreso y eran indispensables para el proyecto de Nación, representaban una figura demonizada a la que urgía argentinizar y, en cierta forma, domesticar; a ellos se unían cientos de criollos urbanos para quienes la injusticia también era moneda corriente. Para principios de siglo la situación había tomado un carácter inusitadamente violento: acciones represivas, instauración del Estado de Sitio, asesinatos, deportaciones, encarcelamientos eran el corolario de varias de las marchas y las huelgas del incipiente proletariado. Entre profundas contradicciones, el mes de mayo de 1910 prefiguraba dos hechos clave: los fastos del 25 y, apenas una semana antes, el temido paso del Halley.

Entre enero y mayo de 1910, el oportunismo mediático dio lugar y fogoneó la ansiedad colectiva con La fin del mundo, nombre de un fascículo semanal de ocho páginas que se vendía de puerta en puerta junto con el diario. El autor de los únicos diez fascículos publicados llevaba el nombre de Domingo Barisane —tal vez el seudónimo de algún reconocido escritor de folletines—. La idea había surgido de un artículo de Camille Flammarion, en el que el astrónomo francés ponía en duda la seguridad de la humanidad en el momento en que la cola del Halley se mezclara con la atmósfera terrestre. Si bien Flammarion no hablaba de apocalipsis, decía que “(…) Si el oxígeno de la atmósfera llegara a combinarse con el hidrógeno de la cola cometaria, la asfixia inmediata sería inevitable. Si, por el contrario, se produce una disminución del ázoe, una sensación inesperada de actividad física se ejercería sobre todos los cerebros y la raza humana perecería en un paroxismo de alegría, de delirio y de locura universal, probablemente encantada de su suerte. El óxido de carbono al contrario podría traer la intoxicación de todos los pulmones (…)”

Barisane escribía en un tono coloquial, en el que no faltaban los errores gramaticales. El contenido mezclaba anarquía y religión; pintaba un remedo de falansterio y un mundo semejante a la Metrópolis de Fritz Lang en el cual, a pesar de todo, quedaba lugar para la esperanza. Uno de los rasgos más notables era el sistema de exclusión que establecía, acordando así con uno de los paradigmas de la ficción apocalíptica: en sus textos, los condenados serían los poderosos. “Es necesario que pongáis mucha atención y que no se deje a un lado este sabio escrito que hoy entrego —señalaba Barisane en la apertura del número 1—; antes de despreciarlo es preciso que toméis buena nota de cuanto en él digo y afirmo: estamos viviendo una época de gran importancia, acercándonos a pasos agigantados hacia el fin del planeta Tierra. Todo es confusión y bancarrota. Las grandes máquinas suprimen el trabajo del hombre en las fábricas y ya no se ocupa a los obreros, pues todo es a locomoción. A esas máquinas que reemplazan al hombre solo les falta hablar. Ahora bien, si eso sirviera para felicidad de las personas, nada habría que decir, pero las máquinas solo hacen feliz a los industriales, que todo lo niegan a los trabajadores y que de nada se privan ellos. De esa forma serán los industriales, esos que no tienen compasión con los seres humanos, quienes habrán de morir primero cuando la Tierra sea barrida por la cola del cometa de Halley. Los justos, los obreros y los enamorados, en cambio, habrán de salvarse (…) Dios habló por boca de Flammarion y los soberbios y poderosos sucumbirán el 18 de mayo”.

Dos días después de la aparición del número 1, Elvira Bernárdez protagonizó, en la quinta familiar de Adrogué, el primer suicidio de una larga serie. La pobre mujer había bebido el contenido de dos cajas de fósforos Victoria disueltos en un vaso con agua, no por miedo a la fin del mundo sino al Juicio Final: le había dado “la prueba de amor” a un hombre que luego la había abandonado.

Hacia el paso del Halley

En febrero de 1910 se sucedieron varias catástrofes de las cuales se culpó al cometa: el naufragio del buque de bandera española General Chanzy, que dejó un gran número de víctimas; el desborde del río Sena en París; un fuerte huracán sobre la ciudad de Buenos Aires; temblores de tierra en Italia; un tornado en Bilbao, España, y un brote de cólera en la India que causó la muerte de 150 mil personas. Ya para marzo las presunciones apocalípticas no se limitaban a La fin del mundo, sino que circulaban en medios muy disímiles entre los que se incluían La Nación, La Prensa y El País. Cada novedad y cada noticia contenían un sistema de exclusión propio, según el cual los condenados a morir tomaban la figura del oponente de turno. Por ejemplo Rodolfo González Pacheco, en El látigo y el carrero, exorcizaba los miedos promovidos desde las élites: “El pánico que siembra el cometa de Halley solo es sentido por los burgueses. Los obreros, los trabajadores intelectuales y las esforzadas mujeres del pueblo no temen el porvenir. Todas las noticias nefastas son invenciones de los plutócratas y de sus plumiferos, que pretenden distraer y asustar al pueblo en los momentos de las grandes luchas”. Mientras tanto La Prensa publicaba en abril de 1910 un artículo del Dr. C.H. Guillaume, director de la prestigiosa revista parisiense La Nature: “Desde el punto de vista social —decía Guillaume— la perspectiva de una destrucción de la Tierra produce efectos imposibles de prever e imaginar. Esta cuestión se ha vuelto hasta un juego de sociedad que reemplaza con gran ventaja al bridge o al puzzle”. El miedo tomó en ese mes también la figura de un gran monstruo marino avistado por la Subprefectura de Tigre en la costa de San Fernando; unos días después, los medios aclararon que en realidad se trataba de una ballena desorientada que había llegado hasta el Río de la Plata.

El 18 de mayo arribó al puerto de Buenos Aires la Infanta Isabel de Borbón y Borbón, tía del rey Alfonso XIII. Entre todas las visitas extranjeras, “la Chata” era la favorita; curiosamente la idolatraba la parte de la sociedad argentina que se aprestaba a celebrar, con un lujo a la altura de la Europa que admiraba, un siglo de independencia de España. Mecida por el desfile en su honor y los halagos del presidente Figueroa Alcorta, la infanta llegaba a la Argentina el día en que la FORA —Federación Obrera Regional Argentina— planeaba iniciar una huelga general por tiempo indeterminado, en coincidencia con un llamado similar de la CORA —Confederación Obrera Regional Argentina—.

Almendras amargas

A los estragos del liberalismo decadente se sumaba un ambiente enrarecido que combinaba celebración y despilfarro con hambre y hacinamiento; la sociedad en formación, en la que la argentinidad era una cualidad tan necesaria como todavía carente de sentido, presentaba concentración en el espacio y dispersión en las formas y en la calidad de vida de sus habitantes; el crisol de razas no era integración sino mescolanza; en suma, un orden de cosas que no podría sostenerse por mucho tiempo más, y explotaría unos años después en la Semana Trágica primero y más tarde en la Patagonia Trágica.

En la tensa realidad de 1910, contemporánea de una comunidad que ya no tenía, como en tiempos de la Gran Aldea, a la religión en el lugar central, la incertidumbre tomó la forma de la profecía apocalíptica. Sobre ella se proyectaron, como si fuera una pantalla, las contradicciones de aquella Argentina injusta y profundamente desigual.

Durante dos horas del 18 de mayo la vida se paralizó en un compás de espera: las iglesias se atestaron de gente, hubo bailes en todos los conventillos de La Boca, se llenaron las confiterías del centro y en Mataderos numerosos vecinos se deleitaron comiendo asado, porque un matarife del lugar había decidido que, ya que el Halley estaba por esparcir sobre la Tierra su cola letal, sus vacas debían morir antes que él.

Más tarde, a la medianoche, en lugar de envenenarse con cianógeno y oler a almendras amargas el aire porteño se tensó con un sonido de alivio: la sirena de La Prensa anunciaba que había un día después; que había pasado el peligro.


* Artículo basado en el ensayo breve “Apocalíptica & Centenaria. La fin del mundo en la Argentina de 1910”. En Odriozola P., Angulo Villán F. y González L.R. (2006). Bienal Premio Federal 2006. Buenos Aires, Editorial Malvario/Consejo Federal de Inversiones.

Llegada de la Infanta Isabel https://www.youtube.com/watch?v=oEm59Bvddl4

Huelga de inquilinos https://www.youtube.com/watch?v=-PbFDhKFlWg

Represión de la marcha del 1º de mayo de 1909 https://www.youtube.com/watch?v=pBnl73SW7yU

Cortometraje del programa “Ayer” —primera serie documental de la TV argentina— sobre las actividades de la Infanta Isabel en Buenos Aires. https://www.youtube.com/watch?v=Bn2gi_GeTt8

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