The time is out of joint
(El mundo está fuera de quicio)
Hamlet – William Shakespeare
En El banquete de Severo Arcángelo, Leopoldo Marechal hace contar a Lisandro Farías una historia que está todo el tiempo desencajada de la realidad. La historia, desquiciada y a veces terrorífica, son las peripecias fantásticas que ocurren para la preparación de un banquete. El libro termina sin que sepamos para qué era ese banquete y cómo se realizó. Simplemente «fue» dice Marechal, y el libro termina. No hay más detalles. «Fue» y ya no se necesita más explicación. No estaríamos errados en pensar que a Marechal le interesaba mucho más contar el desquicio del mundo, de su mundo y su tiempo, con sus proscripciones políticas, sus censuras y sus persecuciones, que el banquete, es decir, la vuelta del peronismo. Eso «sería», sin mayores explicaciones.
Marechal en Lisandro Farías y Shakespeare en Hamlet nos enseñan que, a veces, el tiempo está desquiciado, pero que sin embargo esto requiere nuestra mayor atención, porque por debajo, se cuecen los ingredientes de una nueva época.
El carácter desquiciado de nuestro tiempo no solo está determinado porque un espectro recorra nuestra vida cotidiana, acechándonos desde la invisibilidad, sino porque asistimos a la objetivación y a la realización efectiva de un cambio en el modo en que el capital explota nuestro trabajo. Por supuesto que el tiempo ya estaba desquiciado antes de la pandemia, solo que hoy nos resulta evidente. Pareciera ser que nuestra angustia no es por el desquicio del tiempo (y del mundo y sus valores) sino por su evidencia, por su corporización. Y esa evidencia es tan angustiante y nos resulta tan imposible de combatir que, simplemente, nos provoca un intento constante de huir hacia atrás (la militancia por el volver a la normalidad, es decir, a un tiempo desquiciado pero naturalizado) o, por el contrario, deseamos dar un desesperado salto hacia adelante (el golpe Kill Bill al capitalismo, en términos de Žižek).
Pero retomando las enseñanzas de Marechal y de Shakespeare, tal vez este tiempo de pandemia desquiciada sea el que determine, y esté determinando, cómo será nuestro futuro. Un futuro que, sencillamente, «será». Y, luego, nadie nos explicará nada. Se cerrará el libro como se cierra la historia que cuenta Marechal. Mientras tanto, en el desquicio, operan los instrumentos que harán un nuevo mundo, que quizá será el mismo pero un poco peor, como recientemente exclamó el novelista francés Michel Houellebecq. Los cambios, en realidad, están ocurriendo ahora, en las sombras, en los susurros al oído (como en Hamlet), en la imposibilidad de organizarse, en reyes y reinas que premian a bufones y aduladores (como en Marechal), en excepcionalidades que comienzan a normalizarse.
Quiero decir, en este tiempo desquiciado que estamos viviendo, se consolida, sin que claramente lo notemos, la nueva forma que tendrá la relación entre capital y trabajo en este nuevo siglo.
Podemos advertir que la siempre tensa relación entre capital y trabajo, es decir, entre la parte que explota y la parte que es explotada, hace años que ha comenzado un proceso de mutación que encontró un terreno fértil para su aceleración en las consecuencias de las medidas de distanciamiento social adoptadas a nivel global por la pandemia COVID-19.
El proceso de mutación está relacionado con una transformación del capital y de la forma en que se produce el valor, mutando (sin abandonarla del todo) la explotación del tiempo-músculo que sucedía al interior de la fábrica (oficina, comercio, etc.) hacia otra forma que se centra en explotar los atemporales componentes sociales, políticos y afectivos de las personas para la extracción de plusvalía. Así, las paredes de la fábrica desaparecen y el capital invade toda nuestra vida social, al punto tal que comienza a entramarse la vida laboral con la vida no-laboral, de forma que el capital puede tomar con quirúrgica eficacia, pequeños fragmentos de nuestra vida por fuera del trabajo. El capital ya no necesita las ocho horas completas de trabajo para extraer plusvalía, ahora se vale de pequeños fragmentos de tiempo, que al ser explotados con una intensidad inaudita permiten altas tasas de plusvalía.
La explotación no es total, es totalizante, porque basta una conexión para integrarse a su lógica. No es continua, sino infinita, porque no conoce de horarios ni de días ni de feriados ni de derechos. Alguien durmiendo un sábado por la noche, se despierta súbitamente y ya no puede volver a dormirse, se queda pensando en esa reunión o en esos mails que debe enviar el lunes a primera hora.
Por lo tanto, lo que denota la especificidad del capital en estos tiempos es la rapidez con que avanza sobre la explotación de la vida no-laboral de los y las trabajadoras al punto tal que cada vez hay menos diferencias entre el tiempo de trabajo y el tiempo de no-trabajo. Estamos todo el tiempo trabajando sin trabajar, y el capital al acecho, esperando que nos conectemos. La inteligencia del capital es poder recombinar fragmentos de tiempo de conexión que ocurren en cualquier momento y en cualquier lugar. Ya no necesita ensamblar partes en una cadena de montaje, sino que compatibiliza los diferentes idiomas, formas, tonos, vestimentas (quién no ha hecho un Zoom en pijama), horarios, esfuerzos, a través de una nueva cadena de montaje que llamamos «la red». Esta explotación del capital sobre la vida no-laboral no es continua sino que adquiere la forma de púlsar. No es la explotación continua y total del tiempo de trabajo en que se consume el músculo dentro de la fábrica sino que es la explotación quirúrgica, fractal y pulsátil, que dura un click de un mouse en una computadora o en un teléfono celular pero que adquiere todo su sentido en la utilización de las nuevas tecnologías de la información, de la comunicación y la Big Data como nueva cadena de montaje. El capital opera sobre fragmentos puntuales de nuestra vida social y política con una intensidad inaudita, cuyo momento de explotación celularizado y fractal se recombina, se compatibiliza y finalmente se añade a otros fragmentos celularizados y distantes en un formato único que denominamos «la red».
Esa red, objetivada en el celular, no nos pide silencio, disciplina, uniformes o atención, solo nos llama a que nos conectemos. Espera, con ardiente paciencia, que apoyemos nuestros dedos en el celular para comenzar a transformar likes en tendencias, búsquedas en consumos, mails en infotrabajo, en resumen, datos en ganancias.
Resta, por último, preguntarse acerca de la resistencia del trabajo. Es decir, si los procesos de valorización del capital se dan al interior de la sociedad (y sobre toda ella misma), obteniendo una plusvalía absoluta y ya no hay componentes del mundo laboral (micro-resistencias, derechos laborales, solidaridad de clase, sindicatos, etc.) que obstaculicen la explotación del conocimiento socialmente generado, cómo hacemos los y las explotadas para, en este desquicio, resistir.
Si la explotación del capital es hoy totalizante y aspira a ser total, los procesos de resistencia deben darse, también, en el marco de lo total. Si reconocemos que la explotación del capital en el siglo XXI combina, como si fueran manchas difusas de leopardo, formas novedosas y formas antiguas de explotación, la resistencia se abre en varios planos que merced a la solidaridad (cualidad específica del trabajo) puede constituirse en una resistencia total contra el capital.
No es solo la huida o el éxodo desnudo y alarmante frente al avance de la tecnología y sus dispositivos. No es la vuelta a la vida campestre y «desconectada» frente a la Big Data. Sino que la resistencia se constituye en un proceso de apropiación, socialización e inversión de las nuevas tecnologías, es decir, un trabajo laborioso e intelectual de resignificación de la velocidad digital sumado a una estrategia de acción política de tierra quemada sobre lo que vamos dejando atrás. En definitiva, una lucha que combine fuga y sabotaje, quizá sin desplazarnos pero a la infinita velocidad de la red.
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