Aníbal Troilo (1914-1975)
Un miércoles de 1973 (yo tenía 12 años), mientras mirábamos Grandes valores del tango en la tele, al presentarse la orquesta de Aníbal Troilo, mi papá me señaló a uno de los músicos en la pantalla en blanco y negro. “Mirá, ¿ves? El que toca la viola es el señor Giana, nuestro vecino.” Cayetano Giana era un hombre misterioso para mí. A la tardecita, casi todos los días, lo veía salir del edificio con el estuche de su viola trajeado impecablemente. Lo suponía un músico clásico. “No”, me dijo mi viejo. “Toca en la orquesta de Pichuco desde hace una punta de años”. “¿Quién es Pichuco?”, le pregunté. “El bandoneón mayor de Buenos Aires. Es el mejor.”
Fue esa la primera vez que escuché hablar de Troilo, ampliamente conocido como Pichuco, sobrenombre de un amigo de su padre, y llamado así también cariñosamente por sus fanáticos. Meses después, cuando llegó el cumple de mi viejo, fui a la disquería del barrio y le compré de regalo el long play instrumental Troilo for export. Cuando empezó a sonar en el Winco el primer tema del lado A, “Responso”, compuesto por el propio Pichuco en homenaje a su amigo Homero Manzi, a mi papá y a mí se nos cayeron las lágrimas al mismo tiempo.
Por ese disco inspirador –que escuché durante toda mi adolescencia, y que estoy escuchando ahora mismo, mientras escribo estas líneas– aprendí a amar a Troilo. Con un sonido límpido la orquesta repasa en ese álbum tangos extraordinarios: desde los antiguos “La cumparsita” y “Don Juan” hasta “Danzarín” de Julián Plaza, “A mis viejos” de Osvaldo Berlingieri y “Verano porteño” de Astor Piazzolla.
Aníbal Troilo (alias el Gordo, el Buda, el Japonés) nació el 11 de julio de 1914 y en 1925 ingresó, al mismo tiempo, al colegio Carlos Pellegrini y al cine Petit Colón, donde musicalizaba con su fueye películas mudas. Dos años después trabajaba todas las noches en el café Ferraro con una orquesta de señoritas. “Eran siete mujeres y yo. De mañana, como me caía de sueño me quedaba en el café a dormir, en lugar de ir al colegio”, le contó a María Ester Gilio (Aníbal Troilo. Conversaciones, 1998). Obviamente, quedó libre. Y abandonó el secundario.
En 1929, a los quince, fue segundo bandoneón de Juan Maglio, el legendario Pacho de los tiempos de la Guardia Vieja. Hasta la creación de su propia orquesta, que debutó el 1º de julio de 1937 en el cabaret Marabú, Troilo tocó bajo las órdenes de grandes directores, como Julio de Caro, Elvino Vardaro, Ángel D’Agostino, Ciriaco Ortiz y Juan Carlos Cobián. En 1939 Pichuco incorporó a su orquesta a un joven marplatense de 18 años; se llamaba Astor Piazzolla y él lo apodó “el Gato”. Se admiraron recíprocamente toda la vida.
Con una humildad asombrosa, Troilo le confiesa a Gilio: “Si yo supiera lo que sabe Piazzolla de música sería… no sé… Beethoven”. Cuando la periodista uruguaya le preguntó qué pensaba de Astor, le contestó: “¡Sabés cómo gatilla! El Gato gatillando… ¡hay que oírlo! Mirá, un día yo estaba tocando en el Luna Park y la gente empezó a pedir que tocáramos juntos. El Gato se acercó, puso un pie en el costado de la silla y a mí, que lo he criado, me dijo «Cantá». Bueno, no podés imaginarte las cosas que hacía el fuelle del Gato aquí en mi oído. Nadie toca el bandoneón como Piazzolla”.
Después de veinticinco años, Astor y Aníbal compartieron escenario en el verano marplatense. Por ese entonces Piazzolla declaró a la prensa que Pichuco era el hombre que le había puesto pantalones largos al tango. Cuando Troilo murió, el 18 de mayo de 1975, Piazzolla estaba en su casa de Roma, posando para Carlos Alonso y Antonio Berni. “Agarré el bandoneón y me puse a tocar «La última curda»; llorábamos los tres, yo tocando y ellos pintando, se nos caían las lágrimas y me pedían que dejara de tocar porque las lágrimas les nublaban la vista. Pero no podía dejar de tocar… Era como tratar de que el Gordo siguiera ahí, con nosotros.”
Un testimonio vivo de esa mutua admiración y del cariño que se profesaban son los dos duetos que grabaron en 1970, tocando juntos y solos “El motivo” y “Volver”, dos joyas increíbles que pueden encontrarse en Youtube.
Pero Troilo no fue solo un bandoneonista y un director sobresaliente. Fue, además, un compositor de tangos memorables, que escribió junto a algunos de los más importantes poetas del género. En los sesenta le puso música de tango a “Alejandra” de Ernesto Sabato y también a la “Milonga de Manuel Flores” de Borges. Pero, antes de eso, con Manzi hicieron “Barrio de tango”, “Romance de barrio”, “Sur”, “Che, bandoneón”; con Enrique Cadícamo, “Pa’ que bailen los muchachos” y “Garúa”; con Cátulo Castillo, con quien más tangos compuso, “María”, “Patio mío”, “Desencuentro” y “La última curda”. Según cuenta en sus memorias el cantor Edmundo Rivero, una noche del verano de 1956 se encontraban en la casa de Troilo, ubicada en el centro de Buenos Aires (en la calle Paraná, casi esquina Corrientes). El genial bandoneonista estaba dándole punto final a la música de “La última curda”. Con las puertas del balcón abiertas, la voz de Rivero y los acordes del bandoneón de Pichuco llegaban a la calle. Poco a poco se fue juntando un grupo de gente que fue creciendo hasta interrrumpir el tránsito. Sus aplausos y pedidos forzaron a los músicos a salir al balcón. Así fue como se estrenó, inesperadamente, “La última curda”. De madrugada y en plena calle.
Como si no alcanzasen sus logros como compositor, además escribió poesía. En un artículo maravilloso titulado “También Troilo era un poeta”, publicado en El Cohete a la Luna en febrero de 2020, Matías Mauricio reproduce completo su poema “Caliente”, que en un pasaje dice:
Milonga mía y chiquita,
que te juné desde pibe,
cuando apoyado al aljibe,
que no tuve, te escuchaba.
Es un texto emocionante, de una ternura muy troileana y lleno de lunfardismos acerca de la milonga criolla, a la que define como “caliente” y la compara con distintas situaciones bravas y personajes quentes de Buenos Aires. De todas formas, este no es su poema más conocido. Ese lugar lo ocupa el imperecedero “Nocturno a mi barrio”, aquel que concluye:
Alguien dijo una vez
que yo me fui de mi barrio.
¿Cuándo?… Pero ¿cuándo?…
Si siempre estoy llegando.
Y, si una vez me olvidé,
las estrellas de la esquina
de la casa de mi vieja,
titilando como si fueran manos amigas,
me dijeron: Gordo, quedate aquí…
quedate aquí.
Cuenta Oscar Del Priore: “Pocas veces hubo tanto silencio y respeto en El Viejo Almacén como cuando recitaba «Nocturno a mi barrio». Se oscurecía la sala y dejaban un foco dirigido a él. Solo se escuchaba la guitarra de Arias y la voz y bandoneón del Gordo. El boliche de Rivero se convertía en una iglesia…”.
Así era el artista Aníbal Troilo, que durante toda su vida no paró de trabajar en cafés, cabarets, clubes, teatros, radio, cine y televisión. Pero también estaba el hombre. Un tipo querido, lleno de amigos, muy sensible y demasiado humano.
De cuando en cuando el poeta Julián Centeya lo pasaba a buscar por su casa: “Gordo, levantate, cazá la jaulita y vamos”. Y se iban a una cárcel: la de Mercedes, la de Caseros, la Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras… Cuando llegaban, se reunía a los presos en un salón grande para que escucharan a Centeya recitar y a Pichuco tocar el bandoneón. Troilo le contó a Gilio que una vez en Caseros estaban Julián, de pie, y él, sentado, frente a su público, y que Centeya le apoyó en el hombro una mano que le temblaba y dijo en voz alta: “Entre ustedes que están afuera y nosotros que estamos adentro vamos a chamuyarla un poco lunga”. Gilio le dice que no entiende por qué los detenidos estaban “afuera”, y Troilo le respondió: “Afuera de las leyes, ¿entendés? Nosotros adentro, ellos afuera. Los chorros lloraban”.
Otro día, después de cenar, cruzó al bar de enfrente de su casa a tomar un café con sus amigos. Después de varias botellas, Roberto Rufino se puso a cantar, llegó la policía y se los llevaron a todos. En la comisaría, el Gordo lo agarró de un brazo a Paquito, el plomo que siempre le llevaba el bandoneón, y le preguntó: “Paco, ¿a quién venimos a sacar?”. “A nadie”, le respondió. “Los presos somos nosotros”.
Más de una vez me acuerdo de mi vecino, el violista Cayetano Giana, y me lamento de no haberle pedido nunca que me contara algo de Troilo. Hace muchos años que no vivo ya en ese edificio de la calle Ravignani 2337. Pero me gusta imaginar que ahí, cada día, mientras está anocheciendo, mi viejo pone el disco que yo le regalé para bailar con mi mamá y el señor Giana baja las escaleras con su traje oscuro para irse, serio y ensimismado, a seguir tocando con Pichuco.
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