Reflexiones en torno al 12 de octubre

Descubrimiento, conquista, choque de culturas, genocidio, encuentro, fueron algunos de los conceptos utilizados a lo largo del tiempo para referirse al proceso que se inició el 12 de octubre de 1492, un día que cambió la historia de América, pero también del mundo entero.

Sabemos que la forma de nombrar —y denominar— expresan una interpretación particular de los hechos. Es por esto, que estudiar el pasado implica —siempre— considerar las formas en las cuales ese pasado ha sido contado. En el caso del arribo de los europeos al territorio hoy americano, en un primer momento se construyeron dos corrientes antagónicas. Por un lado, la “leyenda rosa”, aquella que reivindicaba la conquista por haber traído el catolicismo, la lengua castellana y que, al mismo tiempo, negaba la violencia ejercida hacia los pueblos originarios. La corriente hispanista —representada, entre otros, por Vicente Sierra— sostenía: “España trajo al Nuevo Mundo todo lo que poseía, y de todo ello, su mejor riqueza: su fe, su cultura, su estilo. No regateó nada. No trajo propósitos mercantiles porque ni los tenía ni los tuvo ni los tiene”. Esta corriente utilizó como fuentes destacadas los relatos de los mismos conquistadores, por lo cual se destacaba el carácter “salvaje” de los habitantes y la importancia de la tarea civilizatoria y evangelizadora de los europeos.

Pero al mismo tiempo, se fue forjando una lectura distinta, realizada a partir del análisis de los textos producidos por los cronistas de Indias, donde se relataban los sucesivos atropellos realizados contra los pueblos originarios, interpretación que luego dio paso a la corriente indigenista o la denominada “leyenda negra”. La misma hacía hincapié en el genocidio perpetrado por los imperios europeos apoyándose en los estudios demográficos denominados “alcistas” o “maximalistas” (Dobbyns, Sulmich, Sherburne, Cook y Borah) que señalaban que, en 1492, vivían en América entre 90 y 150 millones de personas. Ciento cincuenta años después, este número descendía a tan solo 11 millones.

En el campo científico se fueron forjando, también, diversas lecturas. Hacia finales del siglo XIX y principios del siglo XX, las investigaciones históricas se caracterizaron por la ausencia de los pueblos originarios como sujetos o actores sociales y políticos en el proceso de la Conquista. En las discusiones acerca de los motivos que permitieron el triunfo de pequeños grupos sobre grandes y complejas sociedades —con poderosos ejércitos—, la historiografía se inclinó por miradas eurocéntricas construyendo una serie de postulados que, con el tiempo, pasaron a formar parte del sentido común. Ventajas tecnológicas y armamentísticas, la utilización del caballo, los novedosos métodos de navegación europeos fueron algunos de los factores que se indicaban como trascendentales.

El desarrollo de las ciencias sociales durante el siglo XX ofreció nuevas claves de lectura de este hecho que, sin dudas, debe ser analizado desde una óptica multidimensional y multiescalar. A mediados del siglo, el culturalismo construyó una serie de relatos que relacionaban la historia social con el marco geográfico, aportes fundamentales para entender la historia de la Conquista desde una nueva óptica. Además, entre las décadas del cincuenta y sesenta del siglo XX, comenzó el desarrollo de la etnohistoria, con la aparición de nuevas fuentes cuantitativas y cualitativas (padrones, juicios, declaraciones de méritos y servicios, etc.) que permitieron visibilizar a los pobladores originarios como un conjunto heterogéneo y complejo. Los etnohistoriadores postularon, a través de un trabajo multidisciplinario y el manejo de variadas fuentes, a los indígenas como actores sociales y políticos.

Emergieron, entonces, estudios que expusieron los conflictos entre los pueblos americanos, las múltiples y diversas alianzas realizadas con y contra los invasores; esto permitió analizar la Conquista considerando a todos sus actores como sujetos políticos con intereses particulares y colectivos, con estrategias políticas y militares dinámicas y en constante movimiento. No se trataba, entonces, de los “buenos salvajes” receptores de la cultura y la civilización ni tampoco de “víctimas pasivas” del hecho colonial.

Por otro lado, en la década de 1980 surgió una corriente denominada «Giro lingüístico», que hizo hincapié en la importancia que tuvo el manejo de los signos por parte de los europeos ya que les permitieron planificar tácticas anticipatorias que permitieron vencer a sus enemigos a pesar de la superioridad numérica de aquellos.

Más allá de los debates historiográficos —fundamentales para la reflexión—, nos interesa, por último, rescatar las lecturas ofrecidas desde la matriz del Pensamiento Nacional Latinoamericano que, sin negar la violencia colonial, reconocieron a esta etapa como un momento fundante en la construcción de la identidad latinoamericana.

Los pensadores que integraban la llamada Generación del 900, cuyos referentes fueron Manuel Ugarte, José Vasconcelos, Rufino Blanco Fombona, entre otros, habían planteado la necesidad de reconocer al mestizaje como parte constitutiva de nuestra identidad, continuando así con la definición de Simón Bolívar: “No somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles” (Carta de Jamaica, 1815). Manuel Ugarte, por su parte, había afirmado: “somos indios, somos españoles, somos latinos, somos negros, pero somos lo que somos y no queremos ser otra cosa«, destacando el carácter mestizo de nuestra identidad al mismo tiempo que denunciaba la violencia ejercida por los europeos: “…los mayas de Yucatán con sus instituciones sabias, su comunismo agrario y su concepción europea del casamiento y la familia; (…) los incas, los nahuatls y los toltecas han sido barridos o estrangulados por una mano de sangre. Las limitaciones impuestas a los sobrevivientes de las primeras hecatombes y la esclavitud a que se les sometió después, han disminuido el número en una proporción tan brusca, que se puede decir que en los territorios donde levantamos las ciudades no hay un puñado de tierra que no contenga las victimas de ayer (…) no hay pretexto para rechazar lo que queda de él. Si queremos ser plenamente americanos, el primitivo dueño de los territorios tiene que ser aceptado como componente en la mezcla insegura de la raza en formación” (Ugarte, 1910).

La etapa colonial es, sin dudas, un proceso complejo y contradictorio. América Latina ingresa a la modernidad europea de la mano de la Conquista, es decir, de un hecho violento. La expoliación de sus recursos naturales en pos del desarrollo de economías foráneas fue parte constitutiva de aquel devenir que nos ubicó en la periferia y condicionó nuestra historia hasta nuestros días. Inauguró, además, un sistema en el cual la pertenencia étnica —“la raza” o “castas”, como eran denominadas en aquel entonces— condicionó el lugar social de los sujetos, herencia colonial aún presente. Tal como había advertido José Carlos Mariátegui en sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, en 1928: “…la suposición de que el problema indígena es un problema étnico, se nutre del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El concepto de las razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y conquista (…) La servidumbre del indio, en suma, no ha disminuido bajo la República. Todas las revueltas, todas las tempestades del indio, han sido ahogadas en sangre. A las reivindicaciones desesperadas del indio les ha sido dada siempre una respuesta marcial” (Marátegui, 2007: 30, 36).

Sin embargo, también hay que destacar que, desde el inicio de la colonización, existió una corriente crítica dentro del catolicismo que permitió la gestación de la obra de teólogos/as que reflexionaron sobre y desde la realidad de la región oprimida; ellos y ellas sentaron las bases de un pensamiento filosófico católico popular en defensa de los pueblos que estaban siendo explotados. Estudiaron y dialogaron con las culturas originarias. Tal es el caso de Casto de Quiroga, Bernardino de Sahagún, Sor Juana Inés de la Cruz y Junípero Serra en México; José de Achieta en Brasil, entre otros y otras. Además de su aporte en el campo de los estudios lingüísticos y culturales, hay que destacar la acción de denuncia en defensa de los derechos de los indígenas. Desde Santo Domingo, Fray Antonio de Montesinos (dominico) sostuvo que todos los encomenderos estaban en “pecado”; Bartolomé de las Casas por su parte, afirmó que la evangelización debía realizarse mediante el diálogo y el respeto, además de condenar a los encomenderos por el castigo ejercido sobre los indígenas. A diferencia del accionar de la jerarquía eclesiástica que ejercía —en palabras de Enrique Dussel— una “teocracia militar”, estos pensadores sentaron las bases de las primeras normas de los Derechos Humanos (Filippi, 2015).

Considerando estas complejidades, podemos preguntarnos entonces, ¿qué significados posee el 12 de octubre en cuanto efeméride oficial? ¿Desde cuándo forma parte del calendario oficial la conmemoración de esta fecha? El 12 de octubre fue declarado como el “Día de la raza” en 1917, bajo la presidencia de Hipólito Yrigoyen. Por aquel entonces, América Latina —en particular el Caribe y Centroamérica— vivía una avanzada neocolonial por parte de los Estados Unidos. La América “sajona” quería hacer uso de su “patio trasero”. Frente a esto, se gestó en la región una corriente que buscaba reafirmar la identidad hispanoamericana, latina, partiendo de un hecho histórico compartido por nuestros pueblos: la conquista de América. Recordemos que el primer gobierno radical dio muestras de su mirada americanista en hechos tales como la condonación de la deuda externa al Paraguay, la convocatoria a un Congreso Latinoamericano de Países Neutrales frente a la Primera Guerra Mundial, el rechazo público a la invasión de los marines a Santo Domingo.

A principios del siglo XXI, el Estado argentino decidió modificar el nombre de la efeméride en cuestión. El “Día de la Raza”, en 2010, pasó a denominarse el “Día del respeto por la diversidad cultural”. El nombre adoptado en 1917 había perdido su significación original y había quedado asociado —en el sentido común— a la “leyenda rosa”. La presencia de la categoría “raza” abandonada como criterio de clasificación y estudio de la sociedad en la segunda mitad del siglo XX contribuyó, también, a este proceso.

El cambio propuesto convocó a repensar colectivamente nuestro pasado. El decreto estableció que el objetivo era dotarle a la fecha “…un significado acorde al valor que asigna nuestra Constitución Nacional y diversos tratados y declaraciones de derechos humanos a la diversidad étnica y cultural de todos los pueblos” (Decreto 1584/2010). En este sentido, el respeto por la diversidad cultural propone cuestionar la naturalización de la desigualdad social, la dominación, opresión y la justificación biológica y/o cultural de superioridad; así también como la mirada intercultural invita a respetar las diversas cosmovisiones y saberes, condición necesaria para la construcción de sociedades democráticas que luchen contra todo tipo de racismo, discriminación y exclusión.

Para concluir, el 12 de octubre nos continúa invitando hoy a reflexionar cuán importante es reconocer la diversidad sin dejar de lado aquello que nos une: en palabras del historiador Rodolfo Puiggrós, “América Latina es una y es múltiple”. En esta unidad en la diversidad se encuentra la posibilidad de seguir construyendo una comunidad nacional nuestroamericana más justa e igualitaria.

Referencias

  • Garlatti, G., García, R. y otros. (1985). Evangelización y liberación. Buenos Aires: Ediciones Paulinas.
  • Filippi, A. (2015). Constituciones, dictaduras y democracias: los derechos y su configuración política. Buenos Aires: Infojus. Disponible en: http://www.saij.gob.ar/docs-f/ediciones/libros/constituciones_dictaduras_democracias.pdf
  • Jaramillo, A. (dir.). (2016). Atlas histórico de América Latina y el Caribe. Aportes para la descolonización cultural y pedagógica. Lanús: EDUNLA. Disponible en: http://atlaslatinoamericano.unla.edu.ar/
  • Mariátegui, J. C. (2007) [1928* 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho.
  • Puiggrós, R. (1954). Integración de América Latina. Factores ideológicos y políticos. Buenos Aires: Jorge Álvarez editor.
  • Ugarte, M. (1953). [1910 El Porvenir de América Latina. Buenos Aires: Ed. Indoamérica.

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